Poco tienen que ver –muy poco diría- las sendas de los ingenuos con los caminos del optimista. Las unas son sinuosas, serpentean, se aburren ahogadas en la maraña de bosques; los otros, más rígidos, marchan como autopistas por encima de las casas. Por aquellas viajaba Juan sin miedo el día que lo raptaron y golpearon –ya visteis en la tele cómo le dejaron el ojo, que parecía una manzana oscura-; por éstos, los del optimista, marchan los charlatanes en sus carrozas de impuestos, señalando con su dossier enroscado, aquí y allá, los preámbulos de nuestras ruinas.
Cuento todo esto porque fue en la consulta –en la del traumatólogo Dr. Tovares- donde conocí al mismísimo Juan sin miedo. Las revistas de la mesilla sólo hablaban de vísceras famosas, el papel pintado era horroroso y el tiempo de ambos acabó en uno solo. Nos dio por hablar. Primero de flores y estaciones, luego de medicamentos caros, después de la rodilla de Nadal, y finalmente de lo verdaderamente importante: cómo gritar en silencio.
- Yo le veo a usted muy bien - le dije por cumplir un poco.
- Váyase a paseo, joven, estoy para los leones.
En las cunas de cristal ya no se ven niños como los de antes, ahora son altos pero pálidos y si les echas una culebra se quedan inmóviles, no hacen nada. Juan estaba en receso, veía que no salía, con lo que fue él. Juan sin miedo, un ídolo, un mito, un duende. Si hablaba de niños y de cosas raras no era por la distancia –creo yo-, era por ignorancia consciente. O igual estaba ya un poco loco.
- Admirado don Juan, usted debe sobreponerse, lo de aquel ministro fue una canallada -ya se sabe cómo se las gasta esa gente- pero ya pasó, ya pasó.
- ¡Y una mierda que pasó! mire, mire.
Y me enseñó el brazo, que daba pena verlo, cómo se puede hacer eso, digo yo. Recordaréis de niños, al valiente Juan, con su espadita y su escudo, ¡y cómo saltaba!, era el más grande. Mi primo lo dibujó una vez en clase de pretecnología, con ceras verdes y purpurina para el sombrero –dibujaba muy bien mi primo-, y cuando lo vio la maestra se le saltaban las lágrimas, os lo juro. ¡Es un titán, una estrella! decía la pobre. Está claro que lo amaba.
- Y lo de venir al médico, don Juan... cómo lo lleva.
- No lo llevo, como no me haga entrar ya, me marcho.
- Pero tendrá que verle ese brazo, amigo mío, usted no puede ir así por el mundo.
- Si todo da igual, ¿es que no ve lo que nos están haciendo?
- Y sí, mi señor, sí lo veo, pero me gasto mucho si sufro.
- Usted es joven, gástese.
- No hable tan alto don Juan, la señora de allí no quiere escucharnos.
- Pues vale, no hablo, además no he venido por lo del brazo, al ministro que le den.
- Y por qué está aquí don Juan -esto es un médico, que lo pone en la puerta, que lo he visto yo-, ¿qué es lo que tiene?
Mi amigo Pablo, que corría como un galgo en el rescate pero al fútbol era un patoso, se pidió para Reyes el disfraz de nuestro héroe, con su J en el pecho y su armadura de tela marrón, y lo llevó a la catequesis todo un mes, hasta que don Joaquín le cruzó la cara de un guantazo. ¡Como vengas otra vez a ver a Dios con esa pinta te saco a patadas de la Iglesia ! Entonces lo usó de pijama –cómo era el Pablito de guarrillo-, y no se lo quitaba en todo el fin de semana.
- Y qué voy a tener, querido, qué voy a tener a mi edad: tengo miedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario