domingo, 4 de diciembre de 2011

El pozo de Diana

Crecí en un pueblo de esos que no salen en los mapas. Un pueblo próximo a ese punto de la carretera en que los conductores reducen la marcha buscando una señal y se dicen “me he perdido”.
            En las afueras había un pozo profundo y seco. Un pozo maldito. Se contaba que hacía años, en los tiempos de nuestros bisabuelos, un niño se cayó dentro. Aunque sus amigos vieron cómo se lo tragaba la tierra y dieron rápidamente la voz de alarma, cuando llegaron los bomberos no lograron encontrar a la criatura por ningún lado.
Tras cuatro días de trabajo vertical e incesante abandonaron la búsqueda. Debió meterse por una grieta e ir a parar a alguna galería interior del todo inaccesible, se dijeron. Sus padres pensaron que había sido el demonio mismo, que había subido a arrebatárselo. Lloraron durante meses y luego desaparecieron del pueblo para siempre.
La leyenda no tardó en aparecer. Se decía que por las noches se escuchaban las voces del niño que salían del pozo como gemidos lentos. Pidiendo auxilio. Recuerdo que de pequeño pensaba que lo peor que me podría ocurrir en la vida era caerme a aquel oscuro agujero. No tanto por matarme en la caída, o quedarme allí atrapado para siempre, si no por encontrarme en sus entrañas con el niño muerto, a quien no podía dejar de imaginar como un ser semiputrefacto, caminando entre las grutas, con las cuencas de los ojos vacías, y los labios arrasados por el abandono y la soledad.
Mi padre me decía que todo eran cuentos para asustar a la gente. ¡Qué pozo ni que niño muerto!, repetía, viniéndole que ni pintado el latiguillo popular. El pozo se abandonó porque se hizo otro, más cercano y saneado, en todos los pueblos siempre hay algún “árbol del ahorcado”, alguna niña asesinada que se aparece en los caminos, o alguna historia truculenta sobre los espíritus del camposanto... bobadas de blasillos ignorantes, decía con desprecio.
A los diez años yo estaba enamorado. Enamorado de una niña que se llamaba Diana. La niña Diana. No podía imaginar nada mejor que estar cerca de ella, y no había actividad, por divertida que fuera, que consiguiera apartarla de mi mente. Tenía dos años más que yo.
Un día, al salir de la catequesis, le oí decir que no le gustaban los niños cobardes, y que sólo se casaría con un hombre valiente que la defendiera de las cosas malas de este mundo. Lo dijo alto y claro, ante un séquito de niños embobados que, como yo, no podían dejar de mirar sus ojos negros como el infinito, ni su pelo oscuro de amazona de secano. La niña Diana.
Comprendí que la única manera de conquistar su corazón sería enseñar mi valentía, haciendo lo que ningún otro niño se atrevería a hacer jamás. Debía descender al pozo y traerle como prueba la calavera del niño muerto.
De este modo, armado de esperanza y valor, una mañana temprano, cogí del establo una cuerda larga y robusta y me fui al pozo. Al aproximarme me temblaban tanto las piernas que apenas podía caminar. Pero enseguida pensaba que el premio compensaría cualquier trance. El pequeño y duro corazón de la niña Diana.
Até la cuerda a un árbol y la arrojé al abismo. Pegué con esparadrapo una linterna a mi antebrazo derecho y comencé a descender. No debía llevar ni tres metros cuando vi una culebra que salía de entre las piedras. El susto me hizo soltarme y caí al vacío. Por fortuna para mí, me debí golpear en la cabeza al llegar al fondo y mi muerte fue instantánea.
Antes de anochecer vinieron a buscarme. La cuerda atada al árbol les dio la pista. Pero los bomberos tan sólo pudieron llevarse mi cuerpo. Vino mucha gente al entierro. A la mayoría no la conocía. Lloraron mucho y había algunas cámaras de televisión.
A mí sólo me interesaba una persona: la niña Diana. Estaba con otros niños, con un vestido negro como sus ojos. Ella no lloraba, pero supe, por el modo de mirar mi pequeño y ridículo ataúd, que había llamado al fin su atención. Nadie sabrá nunca qué diablos fui a hacer al pozo, pero ella intuía que se trataba de una hazaña. Lo sé. Ahora nunca te olvidarás de mí. La niña Diana ya tiene su príncipe valiente.
Los dos restauramos la leyenda. Le dimos vida, y compartiremos una fama casi literaria que nadie nos podrá arrebatar. Desde entonces –y han pasado muchos años- venzo el abandono y la soledad de las grutas con la euforia de la victoria en el amor, caminando –semiputrefacto- con las cuencas de mis ojos vacías.
Mi padre estaba equivocado. Sí había un niño muerto en el pozo. El pozo de Diana. Pero el niño muerto soy yo.
           

sábado, 12 de noviembre de 2011

Sábado intermedio

            Un día me desperté y noté que estaba solo en la casa. Era un sábado intermedio del mes de noviembre. No sentí a mi mujer en su lado de la cama y mis hijos no estaban en su habitación. Pensé que habrían salido a hacer algún recado. Mientras me hacía el café trataba de hacer memoria por si el día anterior me hubieran dicho algo. Busqué también alguna nota que me hubieran podido dejar, encima de la mesa del salón o pegada en el espejo del cuarto de baño.
            Entonces me acordé que nunca había tenido hijos, ni tampoco mujer, y que vivía solo desde que dejé la casa de mis padres, hace ya casi treinta años.
            Me tomé el café en la cocina, rodeado del silencio que traspasa débilmente el ruido blanco de la nevera. Luego volví a mi habitación y me acosté de nuevo.
            Era un sábado intermedio del mes de noviembre.

jueves, 10 de noviembre de 2011

El seis

Cuando iba al colegio –no recuerdo con exactitud el curso- mi madre fue a entrevistarse con mi tutor, tal y como hacía siempre a principios de noviembre, justo antes de que nos dieran las primeras notas. Su hijo es un alumno de seis, le dijo. Recuerdo que aquel diagnóstico me humilló enormemente. A fin de cuentas, el cinco es la frontera entre el suspenso y el aprobado, el límite de la salvación, el símbolo de la conquista del algo. Por su parte, el siete es una nota que apunta hacia las calificaciones nobles, es ya un notable, una especie de oficial de bajo rango, pero oficial al fin, como lo es un alférez o un teniente con visos de ascenso. Pero un seis... un seis es el retrato mismo de la mediocridad.
Durante un tiempo me esforcé por demostrar a mi tutor, a mi madre y a mí mismo que yo no era un alumno de seis, pero todos los síntomas parecían apuntar a que sí lo era. Si en un trabajo lograba encaramarme al siete o al ocho, en el siguiente examen sacaba un cinco y la media me devolvía de nuevo a mi centro de gravedad: el dichoso seis. No entendía por qué debía vivir con ese sambenito y dónde estaba escrito que era ésa y no otra, mi nota. Me tranquilizaba a veces pensar que otros compañeros eran alumnos de cinco, de cuatro o de tres, y que estaban igual de encadenados que yo a un número que parecíamos llevar cosido a la espalda. A la vez, qué envidia sentía de Alberto, de Oscar o de Sebas, que eran alumnos de ocho y de nueve, y no digamos del estúpido de Luis Alfredo Orbaneja, del que una vez el profesor de Sociales dijo ser un alumno de diez. Maldición
De aquella época me viene mi costumbre de retratar y clasificar a las personas con una nota, una técnica que –a decir verdad- me ha ayudado mucho en la toma de decisiones críticas en mi vida. Sobre todo, me ha ayudado a situarme entre los demás. He asumido que mi seis es inamovible y no guardo rencor a mi tutor, quien creo que, honestamente, acertó bastante al calificarme. Mis padres fueron los primeros en ser evaluados. Sopesando sus defectos y virtudes, les di un ocho, que es una nota más que digna. No tuve dudas de que mi hermano era un hermano de siete y la petarda de mi hermana de cinco. Rogelio era un amigo de nueve, pero Jesús lo era de seis, especialmente después de que un verano nos peleásemos por Susana, a la que los dos veíamos como una niña de diez, hasta que terminó saliendo con el gilipollas de Niko y de sopetón le bajé la nota a un tres. Ahora sé que nunca, nunca, a pesar de que me rompiera el corazón, me creí lo de aquel tres. Era la chica más guapa y adorable del colegio y esas cosas no se pueden cambiar.
Desde entonces he tenido compañeros de mili de nueve, jefes de cinco, porteros de dos, panaderos de cuatro, y una mujer de siete. Muchas veces, en los años que llevo casado con ella, he querido rebajarle la nota, pero luego pienso que bastante mérito tiene que pudiendo haber aspirado a más, siga casada con un marido de seis –inapelable- como yo. Un siete es lo justo.
Al comenzar mi vejez me volví más exigente con todos y anduve un tiempo repartiendo treses y doses a diestro y siniestro. Incluso unos y ceros, como los que les cayeron a los cuatro presidentes de gobierno que dejaron el país para los leones. Desde luego, el cretino de mi cuñado siempre se lo ganó a pulso y creo que bien podría deberme nota el muy patán. Andando los años pasé a ser mucho más tolerante y generoso en mis evaluaciones. Tuve un médico de nueve, una pareja de mus de cinco pero amigo de diez, un cirujano de siete y una vecina de veinte que solía tender la ropa en la terraza a mediodía, y para la que creo que no se han inventado todavía números. Y luego tuve un enfermero de ocho, un conductor de ambulancia de nueve y medio, y un funerario de seis.
Pobre infeliz, un seis -como yo-. ¿No le da vergüenza? – pensé mientras el hombre me maquillaba para presentarme ante mi familia. Un seis, que es el retrato mismo de la mediocridad.

sábado, 29 de octubre de 2011

Creencias

Desde hace aproximadamente un año me sucede algo bastante llamativo, y es que no me creo ni una palabra de nada de lo que me cuentan. Ya sea en el trabajo, en casa, en el mercado, en los periódicos o en las noticias de la tele. Tal vez se trate de algún tipo de enfermedad, una especie de síndrome raro, pero tengo el firme convencimiento de que todo el mundo me está mintiendo desde el momento en que abre la boca. Sea como sea, y mientras no haya un diagnóstico concluyente, he de comportarme en coherencia con tal sentimiento. Así, cuando mi mujer me dice que ha estado de compras, pienso que ha estado haciendo gestiones bancarias o de paseo, si mi jefe me comunica que al día siguiente se ausentará porque tiene una reunión en Bilbao, estoy convencido de que piensa quedarse en casa o visitar a su tío. Si en la tele dicen que el Barça ha ganado 3-1, lo niego. Puede que haya ganado, eso puedo concederlo, pero seguro que no con ese resultado. Si dicen que hay guerra en Kazajistán, asumo que el conflicto debe ser en Armenia o en Burkina Faso, si dicen que la Bolsa sube es que se está desplomando. Cuando dicen que hará sol, salgo con el paraguas, y si, finalmente, no llueve, interpreto que tal discrepancia se debe a la reiterada imposibilidad de predecir el tiempo con un 100% de fiabilidad, no a la intención de los meteorólogos de no faltar a la verdad. El mundo que me circunda queda, en definitiva, anegado por una máxima cada vez más incuestionable para mí: todos mienten en todo.
Esta situación ha modificado en muchos sentidos mi vida, y, por supuesto, el trato que tengo con los demás. Por ejemplo, la relación con mi portero se ha enfriado necesariamente. Figúrense, por  las mañanas, cuando nos cruzamos en el portal, él me desea siempre “que pase un buen día”.
Tardo mucho más que antes en llegar a los sitios a los que voy por primera vez, ya que desconfío de las señales y letreros. No digamos ya de las explicaciones de las personas a las que pregunto. En una ocasión, pregunté a un joven cómo llegar a la calle Hércules, y tras indicarme con todo detalle el itinerario a seguir –falso, a todas luces- decidí caminar justo en sentido contrario. Al cabo de una hora de dar vueltas, y sumido, como Pulgarcito y sus hermanos, en la más angustiosa desorientación, recurrí a los servicios de un taxi. Debo decir que el trayecto fue de lo más desagradable. El taxista se empeñó en convencerme con vehemencia de que “julio es uno de los meses más calurosos del año”.
Respecto a mi hijo Carlitos, está llevando el nuevo escenario con el mayor agrado: cada vez que me dice que ha suspendido Matemáticas o Sociales yo le felicito, lo cual –superada su sorpresa inicial- le está haciendo tomarse sus estudios de una manera mucho más relajada. Creo que es la razón de que, por lo que me va contando, esté sacando cada vez mejores notas.
Un día, hace unos meses, mi mujer –con la que tengo una buena relación a pesar de los años de matrimonio- me dijo que “me quería mucho”. Comprendí entonces que estábamos entrando en la antesala del divorcio. Sin embargo, antes de tomar ninguna decisión precipitada fui a visitar a un especialista, un psicólogo que me recibió muy cortésmente. Era alto, delgado y moreno. Di por supuesto que se teñía las canas. Me escuchó con mucha atención y me dijo que se trataba de una patología ciertamente novedosa. Mentir compulsivamente era un cuadro bien conocido, pero éste mío de pensar que son los demás los que siempre mienten nunca lo había tratado. Me prometió documentarse sobre ello para la próxima sesión. Naturalmente, no le creí y no he vuelto a ir más.
Convencido de que había que agarrar al toro por los cuernos, me senté con mi mujer en la cocina y le pregunté abiertamente si había otro hombre.
-          ¿Otro hombre? ¡No!, ¿pero qué estás diciendo?
Aquella respuesta confirmó mis peores temores. Yo entonces le pedí que me aclarase si se trataba de algo serio, o era más bien una relación pasajera, un desliz.
-          ¿Pero qué te pasa? ¿Es que no me has oído lo que te acabo de decir?
La vi manifiestamente molesta y decidí no seguir por ese camino. Son cosas que ocurren –pensé- y no volví a mencionar el tema. Pasó el tiempo y mi vida fue, poco a poco, adaptándose a mi nueva “característica” (no creo a los que me dicen que es un tipo de neurosis). Todo es cuestión de acostumbrarse.
Hace dos semanas, mi mujer fue la que me habló en la cocina.
-          No aguanto más. Te dejo – me dijo
-          Lo siento pero no te creo - le respondí yo.
Tres días después, hizo las maletas y se marchó.
-           Esta noche Carlitos que se quede aquí pero mañana vendré a por él: entenderás que debe ser conmigo con quien viva.
Cuando los dos salieron por la puerta, sentí como si me arrancaran un brazo, o los dos. Desde entonces me da miedo salir a la calle, permanezco a oscuras en el salón, no leo los periódicos ni veo esa absurda televisión de mentirosos. Cuando abro alguna lata para comer, comprendo que no sé qué es exactamente con lo que me estoy alimentando, ya que las etiquetas pueden decir cualquier cosa. Mi jefe me telefoneó para decirme que si no iba a trabajar me iban a despedir. No le creo.
A setenta kilómetros de mi casa hay un precioso paraje, recorrido por una carretera que serpentea entre las montañas hasta las cimas. Antes de llegar al mirador, una señal anuncia una “curva peligrosa”. Ahora sé que no debe serlo tanto. Me pregunto qué ocurría si en la recta antes de llegar pisase el acelerador y no lo levantase más. Me gustaría intentarlo. ¿Me creen?

martes, 18 de octubre de 2011

Todo un poco absurdo

Que la conociera en un tren supongo que es lo de menos. Podría haber sido igualmente en un autobús o en un avión. Pero fue en un tren, uno de esos de largo recorrido, a los que apenas he subido dos o tres veces en mi vida. No soy hombre de viajes, mis circunstancias laborales y familiares me lo han impedido, y, a decir verdad, es algo que no echo de menos. Soy sedentario de nacimiento y alejarme de mi entorno me genera intranquilidad. Pero en aquella ocasión viajar era inevitable, y la mejor opción era el tren.
 Mi estación no era el comienzo del trayecto, lo cual siempre me ha angustiado un poco. Sé que hay tiempo de sobra para que bajen y suban todos los pasajeros, pero el tono apremiante del momento me incomoda, por temor a dejarme la maleta en el andén o que, con las prisas, la máquina reinicie su marcha con medio cuerpo mío todavía fuera. Temores, creo, de viajero inexperto.
Los vagones estaban llenos de gente y por un instante temí que mi asiento estuviera ocupado. Esas cosas ocurren. Caminé con mi maleta por el pasillo hasta encontrarlo: el 3B del coche 10. Estaba vacío, como esperándome. Aquello me tranquilizó. Y entonces es cuando la vi. En el 3A estaba ella, recostada sobre la ventanilla, con la cabeza apoyada en su jersey, doblado como una almohada. Dormía plácidamente.
Me senté sintiendo el traqueteo de las ruedas sobre los raíles y comencé a observarlo todo. Era temprano y muchos pasajeros también dormían, otros leían, o trabajan con su ordenador portátil. Al fondo del vagón un niño inquieto amenazaba con darnos el viaje, sobre todo porque en el rostro de la madre se intuía el trazo uniforme de la capitulación, el semblante agotado de un repetido y gastado “¡para ya un poco, hijo!”, cuyo efecto apenas alcanzaba el medio minuto de tregua. Mejor tomárselo con filosofía.
En ese momento la chica del 3A se despertó. No pareció sorprenderse por mi presencia, dando por supuesto que, tarde o temprano, alguien se sentaría a su lado. Guardó su jersey y buscó en su bolso unos pañuelos. Comencé a observarla con la obligada discreción de la mirada oblicua. Naturalmente, la máxima era no incomodarla. Mi información sobre sus evoluciones aumentaba cada vez que me giraba fingiendo mirar por la ventana, algo que en un tren no podía nunca despertar sospechas de indiscreción. Pero ella iba a lo suyo, escuchando música con sus pequeños cascos y bebiendo de vez en cuando de una botellita de agua que no se agotaba nunca. Sin duda era una viajera experta, se notaba por su naturalidad para interactuar con el entorno, por el modo de moverse en aquel diminuto espacio. Su adaptación al medio era total, como si estuviera en el salón de su casa.
Pasado un rato, las pantallas de televisión dispuestas por todo el vagón se encendieron y comenzó una película. A mí no me gusta mucho el cine, aunque suelo ver lo que pongan en la tele sin mayores exigencias. Era una de época, de ésas en las que el patriarca de una familia inglesa del siglo XIX trata de reconducir a sus hijas enamoradizas por la senda de la cordura, con suerte desigual. No me interesaba y me puse a leer el periódico. La joven del 3A sí mostró interés por verla, pero enseguida pareció contrariada por lo que debía ser un problema con la toma del audio de sus cascos. Manipuló la clavija varias veces sin resultado mientras los diálogos de la película avanzaban. Por esa razón, forzada por la necesidad, se dirigió a mí.
- Disculpe, si no va a ver la película, ¿tendría inconveniente en que usara su entrada de audio? La mía debe estar mal y sólo escucho ruido.
Lógicamente, no pude negarme. Ella adornó con una sonrisa un breve “gracias” que yo le correspondí debidamente. De inmediato sus ojos se clavaron en una pantalla que dejó de ser muda. Su gesto apenas se alteró durante la proyección, y por su quietud intuí que la película le estaba gustando. Yo, mientras tanto, ojeaba la prensa, miraba por la ventana y cerraba de cuando en cuando los ojos, tratando de ignorar al niño indómito que no paraba de abrir la puerta automática del vagón. A veces, miraba yo también la tele e intentaba comprender la trama sin oírla. No llegué a ninguna conclusión reseñable, salvo que el amor era la causa de las desgracias de casi todos los personajes.
Terminada la película, la joven volvió a darme las gracias y se puso a leer. Llamó mi atención la naturalidad con la que gestionaba sus tiempos de viaje, como quien modifica los trámites de una tarea de la que se es dueño. Pasaba sin traumas de la tele a la lectura, del sueño a la música, del paisaje a los pequeños sorbos de agua embotellada, mientras el tren –indiferente- la acercaba más y más a su destino. Por alguna razón, me pareció una persona muy agradable, rodeada de una encantadora timidez. Aprovechando la pequeña deuda que el incidente de los cascos le había hecho contraer conmigo, me atreví a iniciar una conversación. Ella respondió de la mejor manera. Hablamos de las ventajas e inconvenientes de los viajes, de las comodidades de cada medio, de la necesidad de usarlos. Me dijo que el suyo era un viaje de trabajo, pero que le gustaba tanto lo que hacía que no renunciaba a considerarlo también “de placer”. Yo le confesé mi pereza a la hora de alejarme de mi mundo y ella me habló de sus sensaciones en los lugares nuevos.
- A usted no le ocurre que cuando está en una ciudad que no es la suya, y ve a toda esa gente caminar por la calle, siguiendo el curso de sus vidas, ¿no le parece todo un poco absurdo?
La pregunta era difícil de contestar, pero su entusiasmo al plantearla sugería que los argumentos de fondo serían sólidos.
- Yo creo –continuó, señalando por la ventana- que en las ciudades donde desde cualquier punto se pueden ver las montañas, en vez de edificios y más edificios... la gente debe ver la vida de otra forma. ¿No lo cree usted así?
Nuevamente me arrojaba a una reflexión inédita para mí. Y a ésta siguieron otras, sobre las que estuvimos charlando amigablemente hasta que nos acercamos a mi destino.
-          Bueno, pues creo que yo ya he llegado. Me bajo aquí. Supongo que usted continúa
-          Así es, yo voy hasta el final.
Me levanté, recogí mi maleta del estante superior, y nos despedimos. Ella me sonrió otra vez y acto seguido se puso de nuevo sus pequeños cascos en los oídos. Bajo mis pies sentía el traqueteo en rallentando de las ruedas sobre los raíles, mientras los viajeros que íbamos a descender nos reuníamos en el pasillo junto a la puerta.
Había sido un viaje mucho más agradable de lo esperado, gracias a aquella chica de la que no sabía su nombre. ¿Cómo se llamaría? Sin pensarlo dos veces, volví sobre mis pasos mientras el tren entraba ya en la estación, dispuesto a preguntárselo y, si ella así me lo pedía, decirle también el mío. Pero cuando llegué la encontré de nuevo recostada sobre la ventanilla, con la cabeza apoyada en su jersey, doblado como una almohada. Dormía plácidamente.
Hubiera sido una crueldad imperdonable despertarla. Por mi mente cruzó una sola frase que guardé para mí: “buena suerte, quien quiera que seas”.
Bajé del tren y caminé despacio por el andén hasta la salida. Me desanudé un poco la corbata y me desabroché el último botón de la camisa. Hacía un día espléndido. Fui paseando hasta el hotel. La ciudad era pequeña y acogedora. Observé que tras el perfil dentado de las casas y los bloques se veían montes y montañas, no muy altas ni muy grandes, dominando el horizonte urbano. Me acordé de la conversación con mi misteriosa compañera de viaje. Bajé entonces la vista y miré a la gente caminar por su ciudad, cruzando las calles, deteniéndose en las tiendas, vestidos de su propia vida en ese lugar. Y sí, en ese momento, al verme a mí mismo allí, en medio, pensé que, tal vez, todo pareciera un poco absurdo.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Viendo las cosas

Viendo las cosas como las vio mi padre, diría que el curso de los sueños nunca debe separarnos más de dos palmos del suelo firme que nos vio nacer. Que los llantos en medio del trayecto son, en su mayoría, fruto del deseo de corregir un rumbo con el que siempre se negocia mal. Que el mayor proyecto de un joven es ordenar prioridades, situando siempre las fantasías seductoras al final de la lista, y adquirir con ello el sagrado don de la responsabilidad.

Viendo las cosas como las vio mi abuela –que vivió mucho-, diría que el viento de los años antiguos se debilita a cada minuto, moviendo menos las lonas de nuestros molinos de sombras combadas. Que las canas y los surcos no regalan ninguna sabiduría especial, pero sí la cualidad de descubrir los objetos que más agitan nuestra existencia. Ninguno se puede tocar, y son tan pocos...

Viendo las cosas como las ven mis hijos, diría que el suelo –el que nos vio nacer- está precisamente para saltar, e impulsarse hacia las nubes y caminar por ellas, porque, digan lo que digan los mayores, están hechas realmente de algodón. Que el futuro lo es todo, sea corto o largo, y el presente es siempre la antesala de una sinfonía de posibilidades, nunca el tercer acto de una comedia de errores.

            Viendo las cosas como las vería yo, si hubiera escuchado a mi padre, aprendido de mi abuela, y recibido de mis hijos el ingenuo relicario de los recuerdos inéditos, diría que la exigencia de los relojes de agujas no debe apagar la rebeldía, aunque el precipicio nos llame con otras voces que a los niños, con otra intensidad que a nuestros padres, y con menos brevedad que a nuestros abuelos.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Balada del optimista

Por no saber no sabía
que era víctima del frío desafecto de los cuarteles
Marchaba entre las gentes, dibujando odas
despertando al horizonte de su verticalidad
minando la autoestima del carcelero,
arruinando las promesas del bravucón
y tañendo entre líneas las palomas bocetadas en los vidrios.

Por no saber no sabía
de los lados varados del sirviente,
del recodo y el escombro no aireado del ingenuo
dolido por una bala sin remite
del odio acumulado entre las cejas del paria
del veneno atesorado en frascos de cristal ahumado.

Era tan pacífico y tan bueno
que el soberbio le cedía sus aumentos
el engañador lo tenía en alta altura
el ministro lo apodaba “el sabedor”
y los viejos detenían a su paso la cocción lenta y noble de la sabiduría

Por no saber nunca supo
que el alcalde de las nubes sin latido
quiso –una vez, hace ya tiempo- tenderle la mano
para ennegrecer con él
los haluros discontinuos de la memoria instantánea

Por no saber no sabía
de las guerras en laberinto
de la baja intensidad de los tratados
ni de la letra pequeña de la negociación.
Quiso descubrir el lado positivo del lagarto
remover los cementerios vivos del rugido
sortear las hileras de cruces
esquivar el alambre de espino
llegarse al prado
y reposar tranquilo
para sembrar después
el maná de sus proyectos

Por no saber nunca supo
que su arresto fue pragmático
-nada personal-
cumpliendo rigurosamente la legalidad vigente
Y allí entonces, sentado en su camastro sin mesilla
siguió viendo los muros como lienzos
los barrotes como velas
las piedras como pan duro y el pan duro como formas de existir
esperando que el reloj doblegara serenamente
el tiempo
como si fuera de arcilla

jueves, 11 de agosto de 2011

El pasamanos

Poca gente sabe que bajo el suelo del infierno existe una compleja red de sótanos y galerías. Un laberinto inabarcable de espacios hermanados por la más tupida y espesa oscuridad. El lugar está siempre vacío y su finalidad continúa siendo un misterio. A pesar de la vorágine pavorosa que se desarrolla encima de él, reina allí, sin interrupción, un silencio absoluto.
Sin embargo, en una de las estancias encontramos una trampilla fácil de abrir, con una pequeña escalera que conduce a un túnel, siete veces más largo que lo que los hombres llamaríamos infinito. Es una galería angosta y claustrofóbica, pensada para caminar en un solo sentido, en una sola fila, con un solo destino. Un camino recto pero de pendiente continua y sutilmente descendente. No hay luces ni guías, el piso es áspero y las paredes neutras. Tan sólo, eso sí, dispone de un robusto pasamanos de ébano, anclado al muro derecho, a poco más de un metro del suelo, que recorre la totalidad del pasadizo hasta el límite mismo de su existencia. Puedo decir, sin temor a mentir, que es el más hermoso y elegante pasamanos que jamás haya facilitado el tránsito por corredor alguno. Así debe ser, ya que, debido a la oscuridad que lo rodea, su belleza y acabado son sólo perceptibles al tacto. Y lo puedo decir, sin miedo a equivocarme, porque ese pasamanos lo hice yo.
Fue un encargo del único patrón de estas latitudes, y supongo que me llegó por recomendación. Precisamente él, en persona, fue quien se presentó en mi taller.
-          Cancele todos sus compromisos futuros. El trabajo que vengo a ofrecerle le llevará el resto de su vida - me dijo, con una voz menos grave de la que tradicionalmente le solemos asignar
Naturalmente, no pude negarme. Al día siguiente comencé a trabajar. Durante años recibí el ébano más firme y negro que jamás hubiera visto. Nunca antes, en todos mis años como artesano de la madera, encontré tal densidad ni perfección en un tronco talado. Ningún lugar de Ceilán o África central, donde crecen los mejores ejemplares del mundo del Diospyros ebenum, es capaz de desarrollar un bosque tan extenso y de tanta calidad como el que me estaba sirviendo de proveedor. Pero no era de mi competencia preguntar y me limité a cumplir con el encargo.
Desde entonces, mi salud no ha sufrido mella alguna. Cada año cumplido me he ido sintiendo mejor y más fuerte, hasta el punto de pensar que me habían hecho también inmortal. Pero no era así.
Entregué mi trabajo en el plazo previsto, y ese día, pude hablar por segunda vez con mi cliente.
-          En verdad, ha hecho usted una obra maestra. No me equivoqué al elegirlo – me dijo.
Entonces, empujado por la insolencia de mi edad casi centenaria, le pregunté:
-          ¿Para qué sirve este túnel?, ¿A dónde conduce?
-          Supongo que a usted ya puedo decírselo. Le pediría discreción, pero los dos sabemos que no será necesario. Estoy preparando la fuga de Dios.
-          ¿La fuga de Dios?
-          Su marcha, su huida, su retirada, como lo quiera llamar. Ha sido la única petición que me ha hecho y, como le ocurrió a usted al recibir mi encargo, no pude negarme. Supongo que se lo debía.
-          Pero ¿por qué desde aquí, precisamente desde este lugar?
-          ¿Y qué mejor opción para un espíritu anciano que abandona la escena sin afán alguno de notoriedad? De hecho, Él hace ya tiempo que dejó de ejercer. Los hombres tienen a ese respecto un desconocimiento absoluto, aunque nadie les puede culpar por ello, claro está. Lo que ustedes llaman con figurativa ingenuidad “el cielo”, funciona desde hace siglos como una república.
-          Entiendo entonces que la victoria ha sido finalmente suya.
-          En absoluto. Siguen sin comprender nada.
-          ¿Y qué va a ser de nosotros? ¿Cómo saldremos adelante?
-          Como hasta ahora. Es así, con toda seguridad, como lo harán. Como lo han hecho hasta ahora.

sábado, 16 de abril de 2011

Arianne

La vi por primera vez hará cosa de un año. Era pequeña aunque no imperceptible. Una nota oscura, anecdótica, en el gris azulado de mi cuarto de baño. Como todas las arañas permanecía la mayor parte del tiempo inmóvil, ajena a la vorágine del mundo que nacía desde la ventana. Mi intención inicial fue matarla, acabar con ella: arrugarla entre los pliegues de un papel y echarla al retrete, tal vez empujado por ese instinto primitivo, y casi nunca justificado, que desde niño nos hace ver a los insectos como amenazas. Pero por fortuna no lo hice. Ella no me había hecho nada y no se trataba de una viuda negra ni de una mígala peluda del tamaño de mi mano; era una vulgar y casi diminuta araña como un botón de camisa. Además, fuera cual fuera su dieta, seguro que incluía mosquitos y algún que otro bicho mucho más molesto para mí que su silenciosa estancia en las fronteras del techo.
Durante un tiempo la observé en la distancia. Su radio de acción era relativamente amplio, pero la esquina encima del armario parecía su lugar preferido. En él no había tela alguna. Concluí que no todas las arañas se sirven de una tela para cazar, hecho confirmado luego por lo que de ellas leí en Internet. Un día, mientras me secaba las manos me pregunté ¿cómo habrá llegado hasta ahí?, ¿cuál será su historia? Porque historia tendrá. Por muy despreciables que nos parezcan otros seres inferiores que nos rodean, todos caminan por una senda incierta, y tan seres vivos son como lo fueron Julio Cesar, Napoleón o Einstein. ¿Quién sabe? A lo mejor mi araña era un miembro notabilísimo de su comunidad, y vivía apartada del colectivo para meditar o crear cosas importantes en el mundo arañil.
Llegué a coger una lupa para mirarla de cerca, pero decidí no hacerlo. Lo que desde la lejanía parecía algo pacífico y simpático, podía convertirse en algo monstruoso visto en primer plano. Mejor dejarlo así. Siempre que pasaba al cuarto de baño la buscaba, y siempre la encontraba, en una esquina u otra, en mitad de una pared o junto al aplique del espejo. Por alguna razón evitaba aproximarse al suelo. Rara vez la vi caminar, trepar o como se deba decir para los insectos. Tal vez intuía mi presencia y prefería pasar desapercibida ocultándose en el inmovilismo. Casi sin darme cuenta, la araña se había convertido en un pequeño ingrediente de mi vida, uno mínimo desde luego, pero habitual y más fiel que muchos otros eventos de mi agenda. Entonces, me propuse a mí mismo una tarea, muchos dirán que absurda: la de hacer un seguimiento de su vida, ser su biógrafo, recoger su historia.
Compré una pequeña libreta de color verde para anotar -simplemente anotar, sin ningún ánimo científico- los episodios de su existencia en mi cuarto de baño. Para ello, antes de empezar, era necesario darle un nombre. Decidí llamar a mi araña Arianne (perdonen mi absoluta falta de originalidad).
Así comencé su crónica, sin su conocimiento ni consentimiento. Desde ese momento, tuve la sensación de que ella también me observaba a mí, y, tal vez -¿quién sabe?- ella llevara igualmente, a su manera, un registro de mis evoluciones. El procedimiento era muy simple. Cada entrada en la libreta se componía de una fecha, un momento del día y el lugar en el que se encontraba. Nada más.
La experiencia duró cerca de dos meses. En ella se confirmó su sedentarismo así como su manifiesto desinterés por los viajes largos y la aventura. Evitaba las zonas húmedas y prefería las sombras al sol. Hasta que un día, sin más, desapareció.
Desconozco si finalmente se lanzó en busca de nuevos horizontes, o fue engullida por algún predador superior, o simplemente se murió de vieja, cayó al suelo y, sin yo saberlo, le di sepultura con mi aspirador. Sea como fuere, Arianne se marchó de mi vida y de mi techo azulado y el mundo siguió girando. De esto hace ya ocho o nueve meses.
No hablé a nadie de mi extraño proyecto, salvo con mi amigo Luismi. ¡Necesitas una novia ya!, me dijo. Tal vez tenga razón. El mismo consejo me dio dos años antes cuando le conté que a veces hablaba solo frente al televisor.
Y hace dos semanas, un punto negro reapareció en la pared norte de mi cuarto de baño. De ocho patas, inmóvil pero vivo. Hola, amiguita, ¿eres tú?, ¿has vuelto? Naturalmente no era ella. Ésta era algo más clara de color, aunque de tamaño muy semejante. Tal vez fuera su hermana, o su prima, o su hija. O puede que fuera de otra subespecie completamente distinta, que sólo un aracnólogo sería capaz de diferenciar. Pero allí estaba, ocupando los dominios de su predecesora y exhibiendo costumbres e itinerarios casi idénticos. Tampoco podía dejar de observarla en la intimidad, tanto la suya como la mía, y por eso, a los pocos días, le formulé mi proposición.
    ¿Quieres que sea tu biógrafo? La araña permaneció quieta. Terminé de afeitarme y al girarme vi que se había movido. Poco, apenas unos centímetros. Interpreté aquello como un sí. Esa tarde compre una libreta de color azul y me dispuse a levantar acta de una nueva e ínfima vida colindante con la mía. La llamé Arianne (perdonen, otra vez, mi absoluta falta de originalidad).

miércoles, 16 de marzo de 2011

"Bien"

       Preguntó una vez un emisario del viento:
      ¿Hay algo más triste que ver a un niño solo en el patio de un colegio, rodeado del aire, sentado o de pié, mirando los juegos y los corros de sus semejantes?
      Mirar un partido desde la línea, devolver un balón perdido, no tener –por no tener- ni siquiera un mote, ser de vidrio, seguir al silencio y que el silencio te siga, sentir lo mismo en el segundo timbre que en el primero, no cambiar cromos, no gritar ¡gol!, no gritar casi, no gritar nada.
      ¿Hay algo más triste que dedicar el recreo a observar sin ser observado, a caminar sin ir, a andar sin venir, a esperar sin ser esperado?
      No hablar, no discutir, ser evitado, eludido, no opinar contra nada ni nadie, no pensar mucho, no recibir collejas tras un corte de pelo. No llorar, no reír –o reír muy poco-. Responder siempre “bien” al “¿qué tal en el cole?”, y otro “bien” más al “¿seguro?”.
      ¿Hay algo más triste que los minutos del ocio duren lo mismo que los de la clase, o no recibir pisotones en las zapatillas nuevas?
       No comprar regalos de cumpleaños, no estar en una lista, no comer patatas ni gusanitos después de la piñata, no aplaudir después de que Jéssica sople las velas, no abandonar la tarta seca de chocolate malo en un plato de plástico para lanzarse al lío, no escuchar “¡no hagáis el bruto, que os vais a matar!”, no salir sudoroso y aturdido de casa de Gorka, no romper pantalones, no olvidarse el estuche en casa de Adri, no ser “de la banda”, no hablar de la pandi.
       ¿Hay algo más triste que no caer mal, o que no caer bien, o que no caer ni bien ni mal?
      ¿Hay algo más triste que no se chiven de uno, que no tener de qué chivarse, que “ser muy buenín”?
       ¿Hay algo más triste que no soñar con los viernes?
      Jaime es muy tímido, dice el tutor. Luis Ángel parece un poco raro, dice la de Ciencias. Terminar el bocata antes que ninguno, beberse el zumo en cuarenta segundos.
      ¿Hay algo más triste?, insiste el mensajero del viento.
      Y sí, dice alguien. Existe algo más triste.
      Otro niño, en la otra esquina del patio, solo, también solo, de su misma edad, de su mismo curso, mirando el partido, sin pisar el borde, con el silencio pegado. Y los dos se ven, con aire en el medio. Ese pobre, qué solo está, piensa el uno del otro. Pobre diablo, piensa el otro del uno. Y pasan los meses, y suenan los timbres, y siguen igual.
      ¿Qué tal en el cole?, pregunta la madre, te traje un batido, de esos que te gustan. Y el niño lo coge, lo bebe, y mira hacia el otro, que se pone el abrigo. ¿Qué tal en el cole? Te traje donetes, cómelos despacio. Y responden a coro, cada uno a su madre, un coro sin eco, despachando el tema –telegráfico-: “bien”. Como hicieron ayer, que fue lunes, como harán mañana, que será ya viernes.

miércoles, 26 de enero de 2011

Gua

Voló entre mi mano y el agujero del suelo. Rebotó en la pared desconchada y se quedó a dos palmos de la sima redonda. Un blanco fácil. Estaba perdido. Debí haber sido menos ambicioso, haberla dejado caer cerca de mí e ir acercándome poco a poco, según fuera viendo lo que hacían los demás. Pero no, me mataron las prisas. Y ahora estoy a dos palmos de un golpe seco y duro que acabe conmigo. Una menos (no debí jugar a muerte, con ésa no, por Dios, con ésa no, era mi preferida, blanca como un cuarzo lechoso, con vetas pardas y azules, era preciosa).

Lanzó Paulino, lanzó Peláez, lanzó Andreu, todos fuera. Fuera pero más lejos. Lanzó Jacobo y la metió como si la absorbiera la tierra. Estábamos muertos. Todos. Las distancias al hoyo marcarían el orden de ejecución. Requiem aeternam dona eis domine.

Pero Jacobo funcionó a la inversa. Se lo podía permitir porque era el mejor. Nadie como él, con su chaleco de Zipi y Zape, su pelo de niño de la posguerra y su mirada ladeada de chacal. Si en el diccionario buscabas la palabra “puntería” salía una foto de Jacobo. Por eso, supongo, dejó el plato más fácil para el final. Y ese plato era yo. Como un francotirador que nace de su tumba fue repartiendo finiquitos. Dos, tres o cuatro metros de distancia. Daba igual. La curva, la fuerza, el vuelo con tiralíneas, todo era perfecto. Disfrutemos del espectáculo. Conformémonos con eso. Varias leyes de la Física que Jacobo no acertó nunca a aprender, aplicadas con la perfección del relojero a una serie finita de cristales esféricos sobre la arena gris. Como cada recreo, su única arma, mortífera e infalible, doblegaba a quien osara retarle. Era algo más gorda de lo normal, pero de semblante antiguo, pesada, mellada, fea, con burbujas minúsculas atrapadas en su interior, rodeando una hélice verde pistacho. Decía para asustarnos que un día fue el ojo de un niño tuerto y que un anciano vagabundo se la regaló si a cambio hacía de ella una ganadora. Lo decía para asustarnos, pero de haber sido cierto, Jacobo cumplió con el viejo. Lo hacía cada mañana y cada tarde, engrosando su bolsa blanca de trofeos traslúcidos, botín de guerra bien ganado, carne de tarro de vidrio bajo su cama.

Comenzó la cacería, el festín de sonidos opacos como tiros. Newton y sus dogmas en toda su grandeza. Pac!! Gua! –adiós Peláez. Pac!! Gua! –Ciao Paulino, otra vez será. Pac!! Gua –despídete Andreu. Y luego, me tocó a mí. A dos palmos. Maniatado y vencido. Jacobo apuntó, ladeó la vista afilando su mirilla, tensó el pulgar tras su mortal bola de cristal como hace un percutor ante el proyectil, toda la tensión y la furia de un niño vencedor contra mi pequeña y blanca canica de sonrisa azulada. Cerré los ojos, no quería verlo.
-          De éstas ya tengo muchas, son una mierda, no pesan nada –le escuché decir.
Sonó la sirena. Abrí los ojos y lo vi alejarse hacia la fila. Mire al suelo y ahí estaba, mi preferida, intacta y todavía viva. Mi insignificancia me valió el indulto. Tocaba Mates, Sociales y Reli. Luego llegué a casa, comí en silencio y me tumbé en la cama. Miré un rato mi canica blanca. Es verdad, no pesaba apenas. La metí en una bolsa y la guardé en un cajón. Al día siguiente jugué a las chapas. Eran la nueva sensación del patio.   

El vientre de la ballena

Conocí a Pinocho en el lupanar de la colonia San Telmo. Un sitio de lo más exclusivo. No me pareció tan mal tipo. Un vivo, sí, eso sí, pero no mal tipo. Estaba en la barra, comiendo ganchitos y metiéndose con maestría un cubata de ron con Mirinda. Los hielos, ahí dentro, en el tubo de vidrio, hacían tilín-tilín, y se empujaban los unos a los otros al derretirse un poco y mover las burbujitas como si se llevaran mal. Ese ruido me encanta. Es ruido de lío, de guateque, de noche, de chiribitas, es el ruido del triunfo. El barman era un viejo gordito con corbata y chaleco de domador de leones, un veterano con los ojos nublados por el ruido rojo del local y cara de pazguato, supongo que de tanto dar cambio para las máquinas tragaperras. Yo paro poco por allí, a mí las mujeres me dan un poco lo mismo, pero ese día iba con Camilo y un socio suyo de Belgrado que quería conquistar Flandes. Después de la mariscada en O’Pazo no era cosa de llevarle a su hotel y leerle un cuentito para que tuviera dulces sueños. No señor, Camilo quería echarle el lazo otra vez y meterle de lleno en su película de vikingos, una especie de cadena de muebles low-cost para embestir por el trasero a los de IKEA. Sueños. Camilo lleva con ese rollo desde que una vez, hace tres años, fue a comprarle una cocina a los suecos y vio que los seguratas habían cerrado las puertas hasta que se desalojase un poco el local. ¡No cabía ni un alma más! Y no eran ni las seis. Desde entonces se volvió loco con meterles la espada y forrarse también, mordiendo la misma presa. Ninguna idea, por buena que sea, merece tanta pasta, solía repetir cuando salía el tema y se ponía a teorizar sobre la libre competencia y esas chorradas.
Pero a lo que iba,  lo de Pinocho. Decía que estaba sentado en la barra como un caballero cruzado, sin mover un músculo, con su nariz de medio metro y el pantaloncito de niño del Tirol. Dos monumentos que le entraron, dos que rechazó: el chico de pino estaba a otra cosa. Mientras Camilo enseñaba el género al pringanovic yo me pedí una cerveza helada y le pregunté al gordo.
-          ¿Y éste qué hace aquí?
-          Pues qué va a hacer, ha venido con sus primos.
-          No jodas, ¿pero a esos no se las llevan a casa?
-          Depende del día, ir de compras es más divertido que pedir por catálogo, ¿no?
El gordo llevaba razón, lo que no alcanzaba a entender es para qué se trajeron a Pinocho. La cosa es que después de la segunda probeta me senté a su lado y me lancé a dialogar como un griego en la academia.  
-          ¿Pero qué haces bebiendo? ¿No es eso malo para tus vetas?
Pinocho me miró de reojo sin dejar de beber, luego bajó el vaso, eructó mirando la tele, y levantó su mano derecha poniendo los dedos en V.
-          Dos cosas –dijo, con su voz grave-. Una. ¿Por qué no voy a beber? Mira a tu alrededor. Esto es la fiesta de Blas.
-          ¿Y la segunda?- le pregunté yo.
-          ¡Que no me tutees!
Ciertamente, no sé por qué lo hice. No soy de los que olvida los buenos modales pero en esa ocasión me dejé contagiar por el ambiente y empecé mal. Sin embargo, fue él quien retomó la cháchara. Se sentiría sólo, qué sé yo.
-          Bueno, chico listo, ¿y tú quién eres?
-          ¿Yo?, pues uno más, ya me ves, aunque no voy a hacer caja esta noche. A mí esto de pagar por cosas que son gratis como que no...
-          ¡Vaya! Un don Juan entonces. Los tipos así me encantan. Escucha: ¿y los espejos no te bajan un poco los humos? porque eres más bien feíto.
-          Nada, nada, ni me ha rozado. Sé que miente como siempre. Aunque no me crea, soy un triunfador.
-          Te creo, te creo.
-          ¿Y usted qué: buscando un arbolito que perforar como el pájaro loco?
-          No seas grosero chaval, además ya te figurarás que yo... con esta pinta.
-          ¿Pero qué me dice? Usted, ahí, mandando, como Cyrano de Bergerac.
-          Exacto, como Cyrano, que no se comió una rosca.
-          Bueno, no sé, yo lo decía por el porte, por el aire, por... bueno, tal vez no fue un buen ejemplo.
-          No, no lo fue.
-          Lo que no me negará es que usted... en fin... así, todo de madera, a la hora de la verdad, no sé, ya sabe... ¡muchos ya quisieran!
-          ¿Oye, pero tú de dónde ha salido? Lo digo porque no paras de decir sandeces.
Y así arrancamos una conversación. Me sumé a su menú de destilados y pedí dos copazos. Pinocho bebía como una esponja. ¡Qué cabrón!, con la de muescas que lleva encima.
-          Me dice el gordo del fondo que ha venido con sus primos ¿es así?
-          Puede.
-          No va a soltar prenda ¿verdad?
-          Sigo en mis trece.
-          Pues si es así, no sé yo si éste es escaparate para esos maniquís.
-          Esos maniquís –como tú dices- te pueden aplastar con su dedo meñique y por eso se meterán en los escaparates que les salga de los
-          eso es un sí
-          ¿El qué?
-          Pues eso, que ahí dentro hay fiestuki de pupilos suyos, que me lo estoy viendo.
-          Y qué si es así. Tú bebe y calla.
Así lo hice, pedimos varios tubos, el gordo nos servía sin tregua y el mito acabó por venirse abajo.
-          Mira ojos verdes: si yo estoy ahora aquí es porque las personas a las que doy clase necesitan, de cuando en cuando, lo que necesitan todos, ni más ni menos.
-          Ya supongo, es sólo que uno no quiere saberlo. A alguno de ahí dentro yo le he dado mi voto ¿sabe?
-          Pues sigue dándoselo, el espectáculo no se va detener por ti.
El ruido era cada vez más insoportable, las luces se metían bajo mis párpados y empecé a sentir nauseas. Justo a tiempo apareció Camilo con su nuevo inversor. Venía sonriendo como un etrusco y la camisa por fuera. Estaba en el bote. ¡Tiembla IKEA! Mejor reírse, pensé. Me quería largar de allí.
-          Un placer Don Pinocho –le dije estrechándole su mano de roble-. Mis hermanos y yo lo admiramos mucho siempre. Mi escena favorita era la de la ballena. El vientre de la virtud, ¿no? Qué gran final. Hasta pronto.
-          Adiós ojos tristes, duerme y vive, que anda que no te queda...
-          Por cierto, dígame algo. ¿Y Gepeto?, su padre ¿qué opina de todo esto? ¿sabe lo que está ocurriendo? Él no era así, era un tipo recto, un hombre íntegro.
-          ¿Gepeto dices? Quédate tranquilo monaguillo. Gepeto está perfectamente. Es el gordito de detrás de la barra.