martes, 10 de diciembre de 2019

Teorema fundamental de los cometas


En un mundo sin Dios, apagaría con luces quebradizas el hielo indolente de los dilemas, recogería en un ánfora torneada de una pieza las enfermizas conclusiones de las dudas y me aventuraría a enunciar, con voz prominente y arrogante, el teorema fundamental de los cometas.
En un mundo sin Dios, reemplazaría mi miedo a los cementerios por un innegociable deseo de releer los versos incrustados de los juglares. Financiaría con un surtido de equivalencias los momentos más adversos de la infancia, para contagiar de melodías a los creyentes infelices, clavados como estacas en sus altares sembrados de reclinatorios.  
Tengo razones para intuir que en ese mundo sin Dios, trabajaría en el turno de noche de una guardería para perros. Visitando los silencios que anteceden al estrépito de las jaurías. Y al salir, confirmada la madrugada en los cristales de los charcos, grabaría mi sombra en las calles empapadas de nubes, evitando los huecos y soportales que otorgan supervivencia a los mendigos.
Sería un mundo sin Dios si cualquier muchacho confundido por el reflejo opaco de su escuela, pudiera componer en días señalados villancicos negruzcos, como la nieve lenta que se escurre por las chimeneas de las fábricas. O bien, si el instrumental festivo del alma adolescente lograra aplastar para siempre la sinfonía monocolor de las cenizas.
En ese mundo, en ese que no hubiera Dios, el vacío no sería un espacio prohibido para los saltos, el corazón un lugar vetado para las balas, ni el agua oceánica un reducto clandestino para los poetas abatidos. Podría escucharse la susurrante ingenuidad de los demonios, y el infinito cabría por fin en un número concreto, preciso, calculable, no mucho mayor que el sumatorio global de todos los insectos.

domingo, 9 de junio de 2019

La serena curvatura de las rectas

Me nombraron juez de paz de una circunscripción incierta. Horizonte apacible, ríos serpenteantes y una encrucijada de estruendosos silencios.
No llevaba ni dos días y ya quedé aturdido por el bullicioso eco del paisaje, por el tenue balanceo de su nostalgia, por su observancia en adagio, de dentro a fuera, capaz de retratar en solitario un sugerente secarral sin nombres ni señales, en el que nadie había nunca reparado.
Viniendo como yo venía, del caos laberíntico del ciclón urbano, cómo no verse impresionado por la franqueza de sus luces, nacida en los ojos de sus cuevas, parcialmente atenuados por la sombra ladeada de la timidez y el ocaso.  
Era un entorno sutil pero de contundencia perceptible, de embrujo desplegado en la distancia corta, difícil de valorar sin pisar el suelo. Un ecosistema de susurro mágico, de arbustos con espíritu en su interior. De misterios aun por contar.
Como campo que era, era amplio, socorrido en superficie por un regimiento de sinónimos de la discreción y la mesura, pero bajo las piedras, se escondía una caldera en ebullición de proezas imaginadas, de términos y danzas imprevisibles e inconfesadas. Por eso no era como otros campos.
Y así es como se reafirmaron mis noches en claro, algo menos que infinitas, prolongadas en una sucesión de minutos en hilera, como hacen los caminos sin bosque. 
Será que por eso sigo aquí, seducido por la serena curvatura de las rectas, dialogando con la imaginación de los proyectos, y escondiéndolos después en el pliegue más anónimo de los secretos.