domingo, 4 de diciembre de 2011

El pozo de Diana

Crecí en un pueblo de esos que no salen en los mapas. Un pueblo próximo a ese punto de la carretera en que los conductores reducen la marcha buscando una señal y se dicen “me he perdido”.
            En las afueras había un pozo profundo y seco. Un pozo maldito. Se contaba que hacía años, en los tiempos de nuestros bisabuelos, un niño se cayó dentro. Aunque sus amigos vieron cómo se lo tragaba la tierra y dieron rápidamente la voz de alarma, cuando llegaron los bomberos no lograron encontrar a la criatura por ningún lado.
Tras cuatro días de trabajo vertical e incesante abandonaron la búsqueda. Debió meterse por una grieta e ir a parar a alguna galería interior del todo inaccesible, se dijeron. Sus padres pensaron que había sido el demonio mismo, que había subido a arrebatárselo. Lloraron durante meses y luego desaparecieron del pueblo para siempre.
La leyenda no tardó en aparecer. Se decía que por las noches se escuchaban las voces del niño que salían del pozo como gemidos lentos. Pidiendo auxilio. Recuerdo que de pequeño pensaba que lo peor que me podría ocurrir en la vida era caerme a aquel oscuro agujero. No tanto por matarme en la caída, o quedarme allí atrapado para siempre, si no por encontrarme en sus entrañas con el niño muerto, a quien no podía dejar de imaginar como un ser semiputrefacto, caminando entre las grutas, con las cuencas de los ojos vacías, y los labios arrasados por el abandono y la soledad.
Mi padre me decía que todo eran cuentos para asustar a la gente. ¡Qué pozo ni que niño muerto!, repetía, viniéndole que ni pintado el latiguillo popular. El pozo se abandonó porque se hizo otro, más cercano y saneado, en todos los pueblos siempre hay algún “árbol del ahorcado”, alguna niña asesinada que se aparece en los caminos, o alguna historia truculenta sobre los espíritus del camposanto... bobadas de blasillos ignorantes, decía con desprecio.
A los diez años yo estaba enamorado. Enamorado de una niña que se llamaba Diana. La niña Diana. No podía imaginar nada mejor que estar cerca de ella, y no había actividad, por divertida que fuera, que consiguiera apartarla de mi mente. Tenía dos años más que yo.
Un día, al salir de la catequesis, le oí decir que no le gustaban los niños cobardes, y que sólo se casaría con un hombre valiente que la defendiera de las cosas malas de este mundo. Lo dijo alto y claro, ante un séquito de niños embobados que, como yo, no podían dejar de mirar sus ojos negros como el infinito, ni su pelo oscuro de amazona de secano. La niña Diana.
Comprendí que la única manera de conquistar su corazón sería enseñar mi valentía, haciendo lo que ningún otro niño se atrevería a hacer jamás. Debía descender al pozo y traerle como prueba la calavera del niño muerto.
De este modo, armado de esperanza y valor, una mañana temprano, cogí del establo una cuerda larga y robusta y me fui al pozo. Al aproximarme me temblaban tanto las piernas que apenas podía caminar. Pero enseguida pensaba que el premio compensaría cualquier trance. El pequeño y duro corazón de la niña Diana.
Até la cuerda a un árbol y la arrojé al abismo. Pegué con esparadrapo una linterna a mi antebrazo derecho y comencé a descender. No debía llevar ni tres metros cuando vi una culebra que salía de entre las piedras. El susto me hizo soltarme y caí al vacío. Por fortuna para mí, me debí golpear en la cabeza al llegar al fondo y mi muerte fue instantánea.
Antes de anochecer vinieron a buscarme. La cuerda atada al árbol les dio la pista. Pero los bomberos tan sólo pudieron llevarse mi cuerpo. Vino mucha gente al entierro. A la mayoría no la conocía. Lloraron mucho y había algunas cámaras de televisión.
A mí sólo me interesaba una persona: la niña Diana. Estaba con otros niños, con un vestido negro como sus ojos. Ella no lloraba, pero supe, por el modo de mirar mi pequeño y ridículo ataúd, que había llamado al fin su atención. Nadie sabrá nunca qué diablos fui a hacer al pozo, pero ella intuía que se trataba de una hazaña. Lo sé. Ahora nunca te olvidarás de mí. La niña Diana ya tiene su príncipe valiente.
Los dos restauramos la leyenda. Le dimos vida, y compartiremos una fama casi literaria que nadie nos podrá arrebatar. Desde entonces –y han pasado muchos años- venzo el abandono y la soledad de las grutas con la euforia de la victoria en el amor, caminando –semiputrefacto- con las cuencas de mis ojos vacías.
Mi padre estaba equivocado. Sí había un niño muerto en el pozo. El pozo de Diana. Pero el niño muerto soy yo.