sábado, 29 de octubre de 2011

Creencias

Desde hace aproximadamente un año me sucede algo bastante llamativo, y es que no me creo ni una palabra de nada de lo que me cuentan. Ya sea en el trabajo, en casa, en el mercado, en los periódicos o en las noticias de la tele. Tal vez se trate de algún tipo de enfermedad, una especie de síndrome raro, pero tengo el firme convencimiento de que todo el mundo me está mintiendo desde el momento en que abre la boca. Sea como sea, y mientras no haya un diagnóstico concluyente, he de comportarme en coherencia con tal sentimiento. Así, cuando mi mujer me dice que ha estado de compras, pienso que ha estado haciendo gestiones bancarias o de paseo, si mi jefe me comunica que al día siguiente se ausentará porque tiene una reunión en Bilbao, estoy convencido de que piensa quedarse en casa o visitar a su tío. Si en la tele dicen que el Barça ha ganado 3-1, lo niego. Puede que haya ganado, eso puedo concederlo, pero seguro que no con ese resultado. Si dicen que hay guerra en Kazajistán, asumo que el conflicto debe ser en Armenia o en Burkina Faso, si dicen que la Bolsa sube es que se está desplomando. Cuando dicen que hará sol, salgo con el paraguas, y si, finalmente, no llueve, interpreto que tal discrepancia se debe a la reiterada imposibilidad de predecir el tiempo con un 100% de fiabilidad, no a la intención de los meteorólogos de no faltar a la verdad. El mundo que me circunda queda, en definitiva, anegado por una máxima cada vez más incuestionable para mí: todos mienten en todo.
Esta situación ha modificado en muchos sentidos mi vida, y, por supuesto, el trato que tengo con los demás. Por ejemplo, la relación con mi portero se ha enfriado necesariamente. Figúrense, por  las mañanas, cuando nos cruzamos en el portal, él me desea siempre “que pase un buen día”.
Tardo mucho más que antes en llegar a los sitios a los que voy por primera vez, ya que desconfío de las señales y letreros. No digamos ya de las explicaciones de las personas a las que pregunto. En una ocasión, pregunté a un joven cómo llegar a la calle Hércules, y tras indicarme con todo detalle el itinerario a seguir –falso, a todas luces- decidí caminar justo en sentido contrario. Al cabo de una hora de dar vueltas, y sumido, como Pulgarcito y sus hermanos, en la más angustiosa desorientación, recurrí a los servicios de un taxi. Debo decir que el trayecto fue de lo más desagradable. El taxista se empeñó en convencerme con vehemencia de que “julio es uno de los meses más calurosos del año”.
Respecto a mi hijo Carlitos, está llevando el nuevo escenario con el mayor agrado: cada vez que me dice que ha suspendido Matemáticas o Sociales yo le felicito, lo cual –superada su sorpresa inicial- le está haciendo tomarse sus estudios de una manera mucho más relajada. Creo que es la razón de que, por lo que me va contando, esté sacando cada vez mejores notas.
Un día, hace unos meses, mi mujer –con la que tengo una buena relación a pesar de los años de matrimonio- me dijo que “me quería mucho”. Comprendí entonces que estábamos entrando en la antesala del divorcio. Sin embargo, antes de tomar ninguna decisión precipitada fui a visitar a un especialista, un psicólogo que me recibió muy cortésmente. Era alto, delgado y moreno. Di por supuesto que se teñía las canas. Me escuchó con mucha atención y me dijo que se trataba de una patología ciertamente novedosa. Mentir compulsivamente era un cuadro bien conocido, pero éste mío de pensar que son los demás los que siempre mienten nunca lo había tratado. Me prometió documentarse sobre ello para la próxima sesión. Naturalmente, no le creí y no he vuelto a ir más.
Convencido de que había que agarrar al toro por los cuernos, me senté con mi mujer en la cocina y le pregunté abiertamente si había otro hombre.
-          ¿Otro hombre? ¡No!, ¿pero qué estás diciendo?
Aquella respuesta confirmó mis peores temores. Yo entonces le pedí que me aclarase si se trataba de algo serio, o era más bien una relación pasajera, un desliz.
-          ¿Pero qué te pasa? ¿Es que no me has oído lo que te acabo de decir?
La vi manifiestamente molesta y decidí no seguir por ese camino. Son cosas que ocurren –pensé- y no volví a mencionar el tema. Pasó el tiempo y mi vida fue, poco a poco, adaptándose a mi nueva “característica” (no creo a los que me dicen que es un tipo de neurosis). Todo es cuestión de acostumbrarse.
Hace dos semanas, mi mujer fue la que me habló en la cocina.
-          No aguanto más. Te dejo – me dijo
-          Lo siento pero no te creo - le respondí yo.
Tres días después, hizo las maletas y se marchó.
-           Esta noche Carlitos que se quede aquí pero mañana vendré a por él: entenderás que debe ser conmigo con quien viva.
Cuando los dos salieron por la puerta, sentí como si me arrancaran un brazo, o los dos. Desde entonces me da miedo salir a la calle, permanezco a oscuras en el salón, no leo los periódicos ni veo esa absurda televisión de mentirosos. Cuando abro alguna lata para comer, comprendo que no sé qué es exactamente con lo que me estoy alimentando, ya que las etiquetas pueden decir cualquier cosa. Mi jefe me telefoneó para decirme que si no iba a trabajar me iban a despedir. No le creo.
A setenta kilómetros de mi casa hay un precioso paraje, recorrido por una carretera que serpentea entre las montañas hasta las cimas. Antes de llegar al mirador, una señal anuncia una “curva peligrosa”. Ahora sé que no debe serlo tanto. Me pregunto qué ocurría si en la recta antes de llegar pisase el acelerador y no lo levantase más. Me gustaría intentarlo. ¿Me creen?

martes, 18 de octubre de 2011

Todo un poco absurdo

Que la conociera en un tren supongo que es lo de menos. Podría haber sido igualmente en un autobús o en un avión. Pero fue en un tren, uno de esos de largo recorrido, a los que apenas he subido dos o tres veces en mi vida. No soy hombre de viajes, mis circunstancias laborales y familiares me lo han impedido, y, a decir verdad, es algo que no echo de menos. Soy sedentario de nacimiento y alejarme de mi entorno me genera intranquilidad. Pero en aquella ocasión viajar era inevitable, y la mejor opción era el tren.
 Mi estación no era el comienzo del trayecto, lo cual siempre me ha angustiado un poco. Sé que hay tiempo de sobra para que bajen y suban todos los pasajeros, pero el tono apremiante del momento me incomoda, por temor a dejarme la maleta en el andén o que, con las prisas, la máquina reinicie su marcha con medio cuerpo mío todavía fuera. Temores, creo, de viajero inexperto.
Los vagones estaban llenos de gente y por un instante temí que mi asiento estuviera ocupado. Esas cosas ocurren. Caminé con mi maleta por el pasillo hasta encontrarlo: el 3B del coche 10. Estaba vacío, como esperándome. Aquello me tranquilizó. Y entonces es cuando la vi. En el 3A estaba ella, recostada sobre la ventanilla, con la cabeza apoyada en su jersey, doblado como una almohada. Dormía plácidamente.
Me senté sintiendo el traqueteo de las ruedas sobre los raíles y comencé a observarlo todo. Era temprano y muchos pasajeros también dormían, otros leían, o trabajan con su ordenador portátil. Al fondo del vagón un niño inquieto amenazaba con darnos el viaje, sobre todo porque en el rostro de la madre se intuía el trazo uniforme de la capitulación, el semblante agotado de un repetido y gastado “¡para ya un poco, hijo!”, cuyo efecto apenas alcanzaba el medio minuto de tregua. Mejor tomárselo con filosofía.
En ese momento la chica del 3A se despertó. No pareció sorprenderse por mi presencia, dando por supuesto que, tarde o temprano, alguien se sentaría a su lado. Guardó su jersey y buscó en su bolso unos pañuelos. Comencé a observarla con la obligada discreción de la mirada oblicua. Naturalmente, la máxima era no incomodarla. Mi información sobre sus evoluciones aumentaba cada vez que me giraba fingiendo mirar por la ventana, algo que en un tren no podía nunca despertar sospechas de indiscreción. Pero ella iba a lo suyo, escuchando música con sus pequeños cascos y bebiendo de vez en cuando de una botellita de agua que no se agotaba nunca. Sin duda era una viajera experta, se notaba por su naturalidad para interactuar con el entorno, por el modo de moverse en aquel diminuto espacio. Su adaptación al medio era total, como si estuviera en el salón de su casa.
Pasado un rato, las pantallas de televisión dispuestas por todo el vagón se encendieron y comenzó una película. A mí no me gusta mucho el cine, aunque suelo ver lo que pongan en la tele sin mayores exigencias. Era una de época, de ésas en las que el patriarca de una familia inglesa del siglo XIX trata de reconducir a sus hijas enamoradizas por la senda de la cordura, con suerte desigual. No me interesaba y me puse a leer el periódico. La joven del 3A sí mostró interés por verla, pero enseguida pareció contrariada por lo que debía ser un problema con la toma del audio de sus cascos. Manipuló la clavija varias veces sin resultado mientras los diálogos de la película avanzaban. Por esa razón, forzada por la necesidad, se dirigió a mí.
- Disculpe, si no va a ver la película, ¿tendría inconveniente en que usara su entrada de audio? La mía debe estar mal y sólo escucho ruido.
Lógicamente, no pude negarme. Ella adornó con una sonrisa un breve “gracias” que yo le correspondí debidamente. De inmediato sus ojos se clavaron en una pantalla que dejó de ser muda. Su gesto apenas se alteró durante la proyección, y por su quietud intuí que la película le estaba gustando. Yo, mientras tanto, ojeaba la prensa, miraba por la ventana y cerraba de cuando en cuando los ojos, tratando de ignorar al niño indómito que no paraba de abrir la puerta automática del vagón. A veces, miraba yo también la tele e intentaba comprender la trama sin oírla. No llegué a ninguna conclusión reseñable, salvo que el amor era la causa de las desgracias de casi todos los personajes.
Terminada la película, la joven volvió a darme las gracias y se puso a leer. Llamó mi atención la naturalidad con la que gestionaba sus tiempos de viaje, como quien modifica los trámites de una tarea de la que se es dueño. Pasaba sin traumas de la tele a la lectura, del sueño a la música, del paisaje a los pequeños sorbos de agua embotellada, mientras el tren –indiferente- la acercaba más y más a su destino. Por alguna razón, me pareció una persona muy agradable, rodeada de una encantadora timidez. Aprovechando la pequeña deuda que el incidente de los cascos le había hecho contraer conmigo, me atreví a iniciar una conversación. Ella respondió de la mejor manera. Hablamos de las ventajas e inconvenientes de los viajes, de las comodidades de cada medio, de la necesidad de usarlos. Me dijo que el suyo era un viaje de trabajo, pero que le gustaba tanto lo que hacía que no renunciaba a considerarlo también “de placer”. Yo le confesé mi pereza a la hora de alejarme de mi mundo y ella me habló de sus sensaciones en los lugares nuevos.
- A usted no le ocurre que cuando está en una ciudad que no es la suya, y ve a toda esa gente caminar por la calle, siguiendo el curso de sus vidas, ¿no le parece todo un poco absurdo?
La pregunta era difícil de contestar, pero su entusiasmo al plantearla sugería que los argumentos de fondo serían sólidos.
- Yo creo –continuó, señalando por la ventana- que en las ciudades donde desde cualquier punto se pueden ver las montañas, en vez de edificios y más edificios... la gente debe ver la vida de otra forma. ¿No lo cree usted así?
Nuevamente me arrojaba a una reflexión inédita para mí. Y a ésta siguieron otras, sobre las que estuvimos charlando amigablemente hasta que nos acercamos a mi destino.
-          Bueno, pues creo que yo ya he llegado. Me bajo aquí. Supongo que usted continúa
-          Así es, yo voy hasta el final.
Me levanté, recogí mi maleta del estante superior, y nos despedimos. Ella me sonrió otra vez y acto seguido se puso de nuevo sus pequeños cascos en los oídos. Bajo mis pies sentía el traqueteo en rallentando de las ruedas sobre los raíles, mientras los viajeros que íbamos a descender nos reuníamos en el pasillo junto a la puerta.
Había sido un viaje mucho más agradable de lo esperado, gracias a aquella chica de la que no sabía su nombre. ¿Cómo se llamaría? Sin pensarlo dos veces, volví sobre mis pasos mientras el tren entraba ya en la estación, dispuesto a preguntárselo y, si ella así me lo pedía, decirle también el mío. Pero cuando llegué la encontré de nuevo recostada sobre la ventanilla, con la cabeza apoyada en su jersey, doblado como una almohada. Dormía plácidamente.
Hubiera sido una crueldad imperdonable despertarla. Por mi mente cruzó una sola frase que guardé para mí: “buena suerte, quien quiera que seas”.
Bajé del tren y caminé despacio por el andén hasta la salida. Me desanudé un poco la corbata y me desabroché el último botón de la camisa. Hacía un día espléndido. Fui paseando hasta el hotel. La ciudad era pequeña y acogedora. Observé que tras el perfil dentado de las casas y los bloques se veían montes y montañas, no muy altas ni muy grandes, dominando el horizonte urbano. Me acordé de la conversación con mi misteriosa compañera de viaje. Bajé entonces la vista y miré a la gente caminar por su ciudad, cruzando las calles, deteniéndose en las tiendas, vestidos de su propia vida en ese lugar. Y sí, en ese momento, al verme a mí mismo allí, en medio, pensé que, tal vez, todo pareciera un poco absurdo.