domingo, 9 de septiembre de 2018

El perro



Durante casi setenta años la casa permaneció quieta. Por fuera y por dentro. Ni la naturaleza belicosa y evangelizadora, ni los vientos pendencieros, ni los llantos de las ofuscadas lluvias quisieron ensañarse demasiado con un palacete ya de por sí frágil y quebradizo. Hasta las pandillas de niños que se acercaban a ella con terror reverencial, emanado de las historias de fantasmas que se contaban, respetaron sus ventanas, cuyos cristales, grises ya por la edad y los asedios del polvo, eran una tentación para cualquier piedra que durmiera por el suelo.
Su interior, huérfano de muebles, lámparas o espejos desde hacía décadas, presumía de la solemnidad fabril de lo decrépito, de la nobleza casi industrial que dan los muros y los techos desconchados. La escalera era tan espiritual y al tiempo mundana, que los peldaños parecían el mapa mismo de una sucesión de decepciones.
 En el sótano gobernaba la noche reincidente, incluso en los días más risueños, pues las únicas rejillas por las que en otros tiempos la luz se escurrió sin permiso de nada ni de nadie, estaban condenadas por tablones de madera negruzca, unidos a los marcos por clavos tan tenaces que parecieran haber sido arrancados de la propia cruz de Cristo.
 De la azotea poco habría que decir, salvo que tenía rotas tres de cada siete baldosas, y que las vistas que desde ella se obtenían, siendo hermosas, poca o ninguna información daban sobre el entorno, pues las copas de los árboles negaban a la vista su derecho a viajar más allá de los ejércitos del bosque.
  En setenta años nunca se vio a nadie entrar ni salir de la casa, ni se tiene noticia de que nadie pudiera haberse servido de ella como refugio pasajero. Sin embargo, por alguna razón, todo el mundo daba por seguro que en su interior vivía un perro.
 Nadie lo vio nunca, ni lo oyó ladrar, nadie podía describir de él ni su raza, ni su aspecto, ni su silueta, ni su sombra. Pero el perro viví allí y ponerlo en duda era, a los ojos de los vecinos, tan absurdo como negar la existencia misma de la casa.





domingo, 4 de marzo de 2018

Oxímoron


Ni los gritos mudos de la populosa ausencia, ni las miradas ciegas de los demonios buenos, lograron detener el inmóvil traqueteo de las hogueras negras. Eran frías ascuas de un rescoldo apagado, pero repleto aún de vacíos rebosantes, armados de una sencillez inescrutable y compleja.
Por tal razón, sometieron su estrecha amplitud a una caótica disciplina de esperanzadoras decepciones, y llamaron a los calurosos esquimales para aplacar con pacífica violencia esta extraña normalidad de inmensidades breves.
Felizmente todo salió mal. No acertaron a venir por las selvas polares, asumiendo con una infinidad visiblemente acotada que una república de reyes absolutos entregaría su legado a un gemelo único, ungido de la más humilde de las arrogancias.
Y así es como nos dejaron, en esta episódica y esporádica continuidad de fragilidad marmórea, oxímoron coherente de una realidad ilusoria. De certeza dudosa. De prusiano libertinaje. De esquizofrénica cordura.