sábado, 25 de septiembre de 2021

Cumulonimbus

 


    Empachado ya del irreverente banquete de las realidades cotidianas, comencé, sin apenas darme cuenta, a desentenderme de la obligación de enfrentar al mundo cercano con la mirada horizontal.

    Al principio conservé, como es lógico, las miradas necesarias para caminar sin tropezarme con los objetos, para leer algunos rótulos, también para reconocer a las personas que me hablaban y seguir interpretando algunos de sus gestos, pero en general, mi desinterés por el espacio al sur del horizonte se hizo cada día más patente.

    A cambio, dediqué un número creciente de minutos diarios a mirar hacia arriba, donde una constelación de elementos semidesconocidos pareció abrirse ante mí como el telón de un teatro. Las cornisas, los remates de algunos edificios singulares, chimeneas y antenas, se presentaban como los créditos iniciales de una película que comienza, prologando la verdadera intención de mi reciente proyecto visual: mirar, sin más, al cielo.

    Con el paso de las semanas, mi inadaptación al medio urbano se hizo evidente, hostilidad confirmada por accidentes e impactos con la realidad a ras de suelo, que por suerte no revistieron gravedad. Mis amigos y conocidos no tardaron en empezar a evitarme al considerar que mi nueva manera de tratarles -si es que se puede llamar así a escuchar a alguien sin mirarle-, era propia de un lunático.

    Apercibido entonces por lo que con seguridad iba a convertirse en una sucesión de percances corporales, no tardé en huir de los peligros del asfalto para buscar terrenos seguros en campo abierto, donde poder descansar mis ojos orientados ya casi de manera exclusiva hacia las alturas.

    Desde entonces, guiado por la taumaturgia seductora de los rituales atmosféricos, dedico el grueso de mis horas a visitar las esquinas del cielo, disfrutando de sus filigranas y dibujos inquietos.  Con la curiosidad siempre emergente de un geógrafo explorador, trato de penetrar en los secretos de su lienzo azul y sus sostenidos tránsitos hacia grises, amarillos, naranjas o negros, dependiendo ya del estado de ánimo de sus moléculas.

    Son muchos los personajes que habitan en esa inabarcable bóveda que los antiguos creían tan sólida como la tierra que pisaban. Pero si en ese espacio infinito de posibilidades formales hay un protagonista, si hay algo llamado a gobernar el caos incontenible del cosmos más cercano desde un millón de tronos inestables, ese es sin duda el cumulonimbus. La más grande y majestuosa nube que fueron capaces de crear los arrogantes cielos. Plasmación definitiva de la más ascendente de las ambiciones, y anticipo inapelable de las furiosas tormentas con las que el hombre habrá de ver castigado de cuando en cuando su irreverente banquete de realidades cotidianas.


domingo, 19 de septiembre de 2021

La niña y el tiempo

 


Vencedora siempre en las liturgias del juego,

rayuela y palmas,

gallinita y comba,

la niña del ocho

va hacia su casa con el tiempo en las manos.

Atraviesa una plaza de adoquines negros

y baja por la calle del mercado antiguo,

ella con su tiempo

y el tiempo en su marco.

Pilla-pilla y saltos,

escondite y suerte.

Tiene siete años

y vive en un bajo sin ventanas al patio.

Duerme con su hermano, su abuelo y sus padres

en un mismo espacio sin un solo cuadro.

Piensa que un reloj divertirá los días,

como si fuera una luz

persiguiendo a la noche

atrapando las horas,

el ratón y el gato.

Lo vio en un solar, solo, junto a un perro.

Lo agarró con fuerza,

acercó su oído

y sintió salir el pálpito

moribundo y tenue

de dos manecillas huecas.  

Policías y ladrones,

cocherito, patata y corro.

Ya llega a su casa,

la niña del ocho

que tiene siete años

y el tiempo en sus manos,

pensando que su vida

tendrá un nuevo pulso,

un nuevo compás

con que entonar su canto:

Chocolate, molinillo

corre, corre, que te pillo.