sábado, 8 de febrero de 2020

Runrún


Después de algunos años de guarecer los lindes, de vigilar las puertas, de circunnavegar los tramos más breves del espacio, sonó de nuevo el sonido aflautado de los acantilados. La trova martirizada de un reloj de arena que siempre se voltea solo. 
Después de algunos años -no muchos, tampoco pocos- de rodear esos poliedros irregulares que apenas salen en las cartas de navegación, el horizonte dio a luz enfurecidos regimientos de preguntas, alienados y prestos para la solemne batalla de las curiosidades.
Será -supongo- el dilema recurrente y espontáneo de las ánimas litigantes. El germen necesario para asumir -guste o no guste- una teoría del todo que apenas da respuesta a seis años de catecismos.
Y es ahí, justo ahí, cuando nace, como la fuerza mayor que doblega el estado de necesidad, el persistente runrún que se niega a desaparecer. Atado a su origen, como el eco al grito del pastor en el desfiladero. Condenado a perseguirse. Llamado a perpetuarse.