domingo, 30 de noviembre de 2014

Unos minutos más...


La fortuna de Tomás Gaviria no fue fruto de un premio de la lotería, ni de un golpe de suerte en la ruleta, tampoco fue el resultado de realizar inversiones empresariales exitosas; el Sr. Gaviria no fue comisionista, ni trader, ni bonista, tampoco un especulador monetario ni un intuitivo accionista de riesgo.
Su riqueza la amasó con un reloj. Se trataba de un negocio infalible, por cuanto apuntaba directamente a uno de los puntos más frágiles de la debilidad humana: el sueño. El Sr. Gaviria se situaba junto a la cama de los hombres y mujeres en el instante mismo en que sonaban sus despertadores por la mañana. Y cuando estos empezaban a zumbar, vibrar, o emitir los sonidos que desgarran el descanso como un serrucho, el Sr. Gaviria se acercaba a su oído y susurraba: te vendo unos minutos más de sueño. La confusión inicial de los dormilones era pronto reemplazada por la tentación y de inmediato pedían precio. Dos euros por quince minutos, tres euros media hora, cinco euros una hora, decía el Sr. Gaviria muy bajito. A nadie le parecían tarifas elevadas la primera vez. Era poco más que el precio de un café, y a cambio, el tiempo se detenía y el sueño podía volver a envolver sus cuerpos y sus almas sin miedo a llegar tarde al trabajo. Nueve de cada diez madrugadores aceptaban el trato de inmediato y adquirían sus minutos para el sueño, muchos de ellos compraban más agotado ese tiempo. Deme más, unos minutos más, decían, considerando el dinero bien invertido. El Sr. Gaviria detenía el tiempo con su reloj y los infelices se zambullían de nuevo bajo sus edredones, hundiendo una sonrisa de placer en la almohada todavía deformada y saboreando esos impagables segundos de risueña semiconsciencia. Por alguna razón, en invierno la demanda se disparaba (el calor y el sueño se hermanan tan bien…). Tomas Gaviria se sentía como una especie de duende bueno, capaz de convertir, por un módico precio, momentos odiosos como los lunes a las 7:00, en un sucedáneo matinal del domingo, aunque finalmente hubiera que levantarse e ir a trabajar.  
El producto era naturalmente adictivo y quien lo probaba una vez quería repetir al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente... Multiplicando así un ingreso medio de diez euros por persona y día, por un número creciente de individuos en un segmento de mercado casi infinito, entenderemos ahora la inmensa fortuna que nuestro hombre, con su reloj capaz detener el tiempo en las fronteras del alba, pudo amasar en el transcurso de apenas dos años.
 
Un día, el Sr. Gaviria se encontró con un hombre que le preguntó: además del tiempo, ¿vende también sueño? ¿O el sueño debe ponerlo siempre el cliente? El instinto emprendedor de Gaviria actúo de inmediato y, casi improvisando, le dijo: bueno, por qué no, por un pequeño recargo puedo ofrecerle el tiempo que me pida con el sueño necesario para llenarlo. Y así, aquel hombre le empezó a comprar tiempo y sueño. Cada día un poco más. Deme más sueño –le pedía-, déjeme dormir más, y más. Sus necesidades parecían idénticas a las del resto, a diferencia de que éste no sonreía al regresar a su almohada. Sus ojos cerrándose tenían más que ver con la huida que con el descanso. Gastó más dinero que ningún otro, y el Sr. Gaviria le suministraba horas y sueño a demanda.
Un día le dijo: démelo todo, aquí tiene mi dinero, mis bienes y mis activos, pero permítame dormir para siempre. El vendedor de tiempo y sueño se lo dio y allí lo dejó, durmiendo. Cuando cerró la puerta sabía que había perdido a su mejor cliente, no despertaría más y no tendría más que venderle. Una semana después regresó a su casa. Allí seguía aquel hombre, en la misma posición en que lo había dejado. Inmóvil y sin sonrisa. Amortizado. Ya no dormía. El vendedor lo miró durante unos instantes y luego apagó su reloj.
Entonces Tomás Gaviria repartió su fortuna entre su cartera de clientes y cerró el negocio. Guardó el reloj que detenía el tiempo en una caja y se retiró a un pequeño pueblo de la costa lusitana. Allí vende relojes a los turistas bronceados, relojes normales. De esos que dan la hora y poco más. Algunos tienen despertador. Gana unos 1300 euros al mes. Suficiente para él. Se levanta a las ocho de la mañana. Y duerme moderadamente bien.