domingo, 24 de mayo de 2015

Los datos


Tengo una curiosidad.

Quisiera alcanzar el testimonio que esconde el reverso de las fotografías, y comprender el sentido confundido de sus personajes. Preguntar por los pasillos y aulas de su experiencia intransferible, intuir la frecuencia con que se cierran y abren sus ventanas y puertas.

Así, un poco hipnotizados por la encantadora ingenuidad de mis demandas, me hablaron algunos de ellos –de los personajes-, obtenidos al azar de un arroyo de películas prestadas.

Me dijeron –como dato- que uno de cada diez humanos que ha conocido la Tierra desde que siendo monos bajaron de los árboles, está vivo ahora; que cada segundo cien rayos golpean el suelo por el que caminamos, y que Utopía es una provincia del planeta Marte. Pueden comprobarlo.

Tengo una curiosidad.

Necesito comprender el porqué de la anchura de los pianos, y cómo hacen para proyectar esos susurros impares en la pared. Una pared. O cualquier pared.

Entonces el mentor de los sonidos me contó –siempre como dato- que el Big Bang fue absolutamente silencioso (por mucho que lo imaginemos desplegando un apoteósico estruendo sobre la materia) y que por esa razón, las ondas huérfanas de aquel espectacular evento se reunieron más tarde para formar un ejército de complicidades y frecuencias que los más ancianos vinieron a llamar Música.

Tengo una curiosidad.

Me haría feliz comprender el secreto más oculto de los colores, de sus laberintos enlazados. El barniz cegador del amarillo incandescente, la pacífica bondad de los azules marítimos, o el irracional suministro de pasión que arroja a los espíritus frágiles el vino rojo.

Tengo una curiosidad

Que tal vez -puede (¿quién sabe?)- reúna, como una suma de las demás curiosidades, la esencia misma de mis interrogantes. Y es que alguien me explique al fin –así, digo, como dato- el verdadero significado de los eclipses.

jueves, 19 de febrero de 2015

Vida útil


El trastorno de Austin-Harper es una enfermedad rara. Muy rara en realidad. La sufre una de cada 200.000 personas. Yo sufro la enfermedad de Austin-Harper. Bueno, diría que quien más la sufre es la gente que me rodea. Yo la tengo pero, sin duda, las personas que conviven conmigo son quienes la padecen.

Los enfermos del Austin-Harper sentimos un impulso irrefrenable de manipular los objetos hasta romperlos. Encontramos un inexplicable deleite en provocar su colapso funcional, pero sin tener intención alguna de destruirlos. Simplemente inutilizarlos de algún modo.

Debe su nombre al primer paciente diagnosticado, Jason Austin, un joven canadiense nacido en 1941 y al psiquiatra que lo trató Robert L. Harper. Siendo niño, el pequeño Jason solía girar y girar los botones de la radio del salón hasta que escuchaba el “clac” característico de la rotura. Al principio, consideraron aquello travesuras propias de un niño, pero cuando se hizo mayor, su gusto por hacer lo mismo con la manecilla de los relojes o con algunos electrodomésticos, alarmó a sus padres y lo llevaron al médico. Durante la consulta, Jason deshilachó el forro de su asiento y desenroscó algunas piezas de la camilla. Preguntado por la razón de su comportamiento se limitó a contestar: no he podido resistirme. El doctor Robert L. Harper, de la Universidad de Indiana, que en aquellos años trabajaba con trastornos mentales vinculados a las autolesiones se interesó por el caso y comenzó a ocuparse de él. A día de hoy se desconocen sus causas y no existen grupos de riesgo aparentes. Estamos, en principio, repartidos por todos lados sin orden ni concierto, aunque de los países del Tercer Mundo no hay casi estadísticas. Ni siquiera se ponen de acuerdo en si se trata de un trastorno o un síndrome. Los datos son poco fiables. Su diagnóstico puede confundirse con brotes de vandalismo en determinados grupos sociales, o con el sabotaje como reacción ante ciertos estímulos represores. Aunque nosotros no mostramos agresividad ni violencia. No hay subvenciones ni especialistas de prestigio que se ocupen de este cuadro. Tampoco fundaciones ni organizaciones que financien investigaciones rigurosas. Estamos solos.

Respecto a mí, el diagnóstico fue, como en la mayoría de los casos, tardío. De niño rompía los juguetes. Pero no era significativo: todos los niños lo hacen. Recuerdo mi primera calculadora. Mientras otros compañeros de clase disfrutaban multiplicando dos números y dándole al signo = para ver cómo el resultado crecía de manera exponencial, yo encontraba un inquietante placer en presionar el lado de las teclas hasta que las sacaba de su sitio. Introducía clips o palillos por cualquier orificio que encontraba en un aparato, ya fuera un secador de pelo o un ordenador. Quitar las pilas del mando a distancia de la tele y hurgar en los puntos de conexión hasta dejarlos inoperativos era para mí algo instintivo. Actuaba antes de que la sensatez doblegara mi primera y compulsiva voluntad.

Un día –tendría yo unos doce años- vinieron unos jóvenes universitarios al colegio a promocionar el Cubo de Rubik. Nos repartieron uno cada uno. Mientras los demás manipulaban aquel cuerpo cromático, especulando con los colores y los cuadrados para completarlo, yo no pensaba más que en el modo de lograr que no pudiera girar. Apretaba con fuerza el cubo al voltear sus caras para escuchar ese ruido bendito de las piezas interiores rozándose y presionándose unas a otras, anunciando su su inminente fractura. Todo era plástico. No me fue difícil colapsar sus engranajes, como quien estrangula unos pobres intestinos indefensos. Cuando se lo devolví al chico se limitó a decir: ¿pero tú qué has hecho?, ¡te lo has cargado!. Todos rieron. Pero yo no, yo no me reí. Aquel artilugio que tan de moda se puso ese año, había dejado de interesarme en ese preciso instante.  

De los años de internamiento en el Centro Psiquiátrico Philippe Pinel tengo recuerdos dispares. Sé que al principio me trataron con medicamentos muy fuertes que me dejaban medio dormido todo el día. También me daban clomipramina. Luego vinieron las terapias de grupo con cleptómanos, ludópatas, tricotilómanos, incluso algunos pirómanos (con uno de ellos entablé cierta amistad; me dijo cosas muy interesantes sobre el fuego y su superioridad frente a los otros tres elementos, pero no es éste el momento ni el lugar de contarlas). Hablábamos y hablábamos, cada uno narraba su experiencia y nos insistían en acentuar, ante todo, nuestra empatía.

Desde que salí hace tres años mi vida está muy controlada. No puedo quedarme mucho tiempo sólo y mucho menos si hay máquinas o aparatos a mi alcance. Mi hermano suele bromear diciéndome que alguien como yo no hubiera tenido precio en la Guerra Fría. “Imagina la que hubieras liado en un silo de misiles del bloque enemigo”, repite siempre, aunque luego añade “mejor no saberlo, una máquina rota puede reaccionar de cualquier forma”.  

Me preguntan a veces si soy consciente de mi trastorno. Si cuando veo algo que pueda romper me paro a pensar en el perjuicio que causaré si lo hago. La respuesta es sí, soy consciente, pero en ocasiones me resulta imposible reprimirlo. Lo peor es que una vez que lo he estropeado, el placer que me ha reportado hacerlo desaparece y me siento vacío de nuevo. Es sólo el proceso de manipulación lo que me atrae, la búsqueda de ese ansiado instante en el que un pequeño ruido, un chasquido, o cualquier síntoma de desconexión, me informa de que ese aparato ya no podrá funcionar como es debido. ¿Quitar la vida a algo que no la tiene es tan malo?

Una vez leí que crear utilidad es uno de los estímulos más notables del ser humano y que eso nos hace sentirnos de algún modo poderosos, y también, por extensión, útiles. Me pregunto si desandar ese camino y convertir lo útil en inútil, en forzar una depreciación fatídica y fulminante, si obligar a las cosas a recuperar su estado primitivo, a esconderse en su potencia y prohibirles ser acto, no me regala igualmente a mí una cierta dosis de poder. Después de todo, soy algo así como la negación del progreso, un acelerador de la devaluación que todo cuanto existe experimenta de forma más o menos lenta, la contrafuerza al avance tecnológico que tanto enorgullece a nuestra civilización.

Por eso soy un peligro andante y entiendo que me recluyan. Que me aíslen. Que me inutilicen. Mis manos ya han roto demasiadas cosas ahí fuera. Deberían dejar que rompiera ya sólo las mías.

lunes, 19 de enero de 2015

El espíritu de las leyes


El 23 de abril de 2019, por primea vez, y contraviniendo la sacrosanta Ley de gravitación universal, una pelota lanzada por un muchacho de Spitak (Armenia), continuó su trayectoria sin caer al suelo, a un metro y medio de altura, durante varios kilómetros. La pelota en cuestión se adentró en un bosque próximo y se le perdió la pista unos veinte minutos después. La noticia salió en los periódicos locales como una curiosidad, pero a los pocos días el canal youtube mostró un video del inexplicable suceso grabado con un móvil y en menos de una hora las redes sociales estaban inundadas con lo que parecía ser un acto de brujería, o también –dijeron- un simple truco visual hecho con alguna aplicación.  

Cuatro meses más tarde, en una cafetería de Valparaíso (Chile), una mujer que merendaba con sus amigas pudo percibir cómo su café, ya servido en la taza, lejos de enfriarse lentamente hasta alcanzar su punto de equilibrio con la temperatura ambiente, se fue calentando cada vez más hasta rozar la ebullición. En aquel momento se pensó que sería por algún efecto raro de la sacarina.

Hubo que esperar dos años más para que la comunidad científica prestara a estos sucesos la atención que merecían. Era evidente que algo estaba pasando. Así, el 12 de noviembre de 2021, un niño de la escuela primaria James Madison de Naperville (Illinois), sumó dos más dos y le dio cinco. Naturalmente, al principio, el profesor entendió que se trataba de un error en el cálculo, muy habitual en niños de esa edad, pero tras repetir la operación, el resultado obtenido persistió. Revisaron la cuenta varias veces y ahí estaba, era correcto. Por primera vez en la Historia, dos y dos sumaban cinco. No había duda, la Ciencia había chocado contra algo.

Reuniones y congresos al más alto nivel se sucedieron en los meses siguientes. Físicos, químicos, matemáticos, los premios Nobel vivos y las mentes más preclaras de ambos hemisferios trataron de buscar una explicación a la avalancha de noticias que llegaban día tras día de diversos lugares del planeta, en los que la realidad parecía haberse declarado en rebeldía contra las leyes de la naturaleza. O es que, tal vez, no eran sus leyes. Eran nuestras, no suyas, leyes enunciadas por el Hombre para explicar el mundo e impuestas luego a éste sin consultarle ni pedirle parecer. Después de todo, esas leyes están basadas en la minuciosa observación de una perseverante repetición. La manzana caerá al suelo –decimos- porque ha ocurrido así una y otra y otra y otra vez desde que se tiene memoria, pero ¿acaso eso garantiza que siempre vaya a ser así? Por lo visto no, y había llegado el momento de tomar conciencia de ello.

Lo que sucedió desde entonces ya lo saben. El principio de incertidumbre de Heisenberg pasó a ser la Biblia para todo. Las ciencias exactas se fueron deshaciendo como azucarillos, dando paso al posibilismo y al relativismo más apremiantes. El universo cuántico saltó del mundo subatómico y empezó a percibirse en la vida doméstica y cotidiana. Ya nadie sabía, con seguridad, cómo iban a comportarse las cosas. El gato de Schrödinger, que plantea que dos sucesos opuestos pueden tener lugar simultáneamente, pasó a ser el más popular de los animales (mucho más que el ratón Mickey o el Correcaminos). Sobre el dichoso gato se hicieron cómics, libros juveniles, camisetas, varias películas (una de la Disney) y una serie de televisión, aunque algunos capítulos no pudieron emitirse porque la óptica de las cámaras no funcionó como se esperaba que hiciera.

Todo cambió y ya nada fue igual. Poca gente se atrevía a subir en avión ante el temor de que sus alas no acataran la ecuación de Bernoulli, los barcos naufragaban por doquier sin mostrar el más mínimo respeto hacia el principio de Arquímedes, el Binomio de Newton fallaba una de cada tres veces, los escolares hacían chuflas y coplillas satíricas con el triángulo de Pitágoras, y el teorema de Bolzano pasó a ser usado en las tertulias como gag. Cuatro años después del evento de Naperville, las Academias de la lengua procedieron a suprimir el vocablo “certeza” de sus diccionarios. Prever las cosas basándose en la experiencia fue desde entonces un ejercicio de ciencia-ficción.

Me preguntarán si desde que la naturaleza ha reivindicado su aleatoriedad y su innegociable anarquía, el Hombre ha sido más infeliz. No sabría qué decir. Supongo que nos hemos adaptado. Vivimos agazapados en espacios cercanos, nuestra movilidad es casi nula, morimos de maneras distintas, ahora los accidentes absurdos son habituales y nadie sabe si el agua del grifo saldrá hacia arriba o hacia abajo cuando nos acercamos a beberla. Hay días –por citar un ejemplo- en los que el sol no se ha molestado ni en salir.  

Respecto a mí, sigo respirando y eso basta. Mi cuerpo hará lo que considere y yo no podré impedirlo, pero así, más o menos, era –creo- también como se comportaba antes del derrocamiento de las leyes. Miro por las ventanas cada vez con menos miedo, y me pregunto si el tiempo también se habrá declarado en rebeldía. Luego me tumbo en mi cama, cierro los ojos y pienso en los sabios antiguos, cuando, reunidos ante una escogida selección de sus pupilos, decían con solemnidad ritual aquello de: “envejecer es la prueba viva del triunfo del espíritu sobre la materia”.