sábado, 31 de marzo de 2012

Alfil blanco de casillas negras

Ya tocaba dedicar un cuento al ajedrez, el juego de mis pasiones frustradas, de mis diálogos silenciosos con propios y extraños, la batalla más pequeña de mis mundos, mínima e indispensable, sometida al peso de cien relojes gemelos.
Ya tocaba, es lo justo, ofrecer un tributo al emblema visual de mis portadas, al perfil incompleto de mis tácticas sencillas, al juramento incorregible hacia la concentración que nunca tuve. Ya tocaba.
Contaré así, por ejemplo, aquella historia del alfil blanco de casillas negras, enamorado como un chiquillo de su reina –blanca-, situada en la apertura junto a él, en su cuadrado blanco –la reina en su color-, tan cercana y tan distante, mirando de frente a los ojos de otra reina –negra-, más fría y más distante todavía.
Hablaré sobre sus sueños de oficial valeroso, gobernador insobornable de las cuatro diagonales, breves o infinitas, pero siempre, y sólo, de casillas negras.
El alfil, capitán de uniforme inmaculado, alerta, dispuesto al ataque, a cortar como un cuchillo las líneas enemigas para capturar la pieza encomendada y volver sobre sus pasos sin novedad reseñable. Proteger, vigilar, amenazar en fianchetto desde la esquina poderosa del tablero, admirando de reojo –y en secreto- el poderío elegante de la dama, esbelta y distinguida, hermosa, con su corona, a quien una vez tuvo.
Fue hace años, en la torre de su flanco. Allí la esperó durante horas, nervioso e impaciente, hasta que llegó con la discreción acostumbrada, escoltada por dos peones que hicieron guardia a los pies de su caballo. Para ella fue uno más, un capricho de mujer desatendida, un romance sin afectos ni miradas. Para él fue su vida. Pobre alfil blanco de casillas negras, prisionero en una hilera de cuadrados transversales, condenado a vivir su sueño en la memoria, aspirando a rozar –todo lo más- el vestido de su dama en algún lance del juego apresurado.
Cuántas veces se imaginó rompiendo el mandato de la mano rectora, liberándose de su itinerario monocromo, para avanzar en línea recta hacia su amada y raptarla, ante el asombro del monarca achacoso y el regocijo victorioso del ejército enemigo. Pero no, la desobediencia no es una opción para las fichas de ajedrez. Guarda para ti tus sueños de príncipe azul, alfil blanco de casillas negras. La reina no será tuya nunca más.
Y el alfil, obediente, permanece inmóvil y sereno, loco enamorado sin remedio, con su armadura blanca, esperando dar la vida por su Rey, combatiendo por la causa, oblicuo, nunca recto, pieza relevante de todo un engranaje del mismo color blanco. Pero siempre –no lo olvides- avanzando en diagonales, breves o infinitas, de casillas negras.

martes, 13 de marzo de 2012

El mal de Leandro

A mi amigo Leandro le fue siempre imposible llegar a ser infiel a sus parejas, ya que sus ojos tenían la rara propiedad de reflejar, con cristalina nitidez, el rostro de las mujeres a las que deseaba.
Fue consciente de ello por primera vez con Celia, su primera novia, cuando una tarde, sentados en un Burger del Paseo de la Habana, ella le dijo: creo que es mejor que lo dejemos, cuando te miro a los ojos no puedo dejar de ver la cara de Sara del Hoyo, está claro que la prefieres a ella que a mí.
Leandro no pudo entender entonces cómo Celia había podido enterarse de su debilidad por Sara, un sentimiento juvenil y pasajero del que no había hablado con nadie. Pero cuando, meses más tarde, empezó a salir con Claudia y ella le decía que en sus ojos no paraba de ver las caras de Sandra Bullock o Nicole Kidman, Leandro comprendió que algo muy extraño le estaba sucediendo. Al poco tiempo ella le dejó, naturalmente, como hicieron después Paloma, Marina o Alejandra, hartas todas de que la imagen de otras chicas se interpusiera en el más sencillo juego de miradas.
La vida sentimental de Leandro estuvo así marcada por la caducidad que la incontenible transparencia de sus ojos le imponía. Consideraba una auténtica maldición que sus deseos más primarios carecieran de la privacidad a la que cualquier ser humano tenía derecho.
Se le ocurrió en algunos casos fingir cuadros de fotofobia repentina para acudir a las citas con gafas negras, pero, al margen de lo ridículo de la situación, sus futuras ex-novias le pedían que se las quitara apenas se escondía el sol y a partir de entonces, que sus ojos mostrasen sin pudor el semblante de sus apetitos era cuestión de días. Alguna incluso, como Susana Rabanal, lo plantó allí mismo, a media tarde. Oye, guapo, si hubiera querido salir con los Men in Black me hubiera vestido de marciana –le dijo cogiendo el bolso de la silla.  
Hace unos días me encontré con Leandro. Fue ahí cuando me contó su inverosímil padecimiento. Yo, llamado por la curiosidad, me fijé con atención en sus pupilas, pero no vi nada, y mucho menos a ninguna chica deseable.
- Sólo lo ven las mujeres, ¿te lo puedes creer?, ni siquiera yo mismo veo nada cuando me miro al espejo.
- Ah, pero espera; entonces tal vez no sea cierto. Las chicas se lo inventan.
- No, Raúl, claro que ven. Si son caras que conocen me dan los nombres exactos, sin yo haberlas mencionado antes. Sí ven, sí. Están ahí. Y en cuanto se dan cuenta se ofenden y se terminó.
- Y bueno, es lógico. ¿Y qué vas a hacer?
- Nada, aguantarme, supongo. Esta tarde he quedado con una chica que conocí en la Biblioteca, pero no creo que sobreviva a esta noche. Antes de cenar quiere que vayamos a ver la última película de Scarlett Johansson.
- ¿La Johansson?... bueno, no sé, hay quien dice que esa chica no es para tanto.
- ¿Eso dicen? ¿Y quien dice eso es hombre o mujer?
- ... en fin, Leandro, qué puedo decirte. Que tengáis suerte, los dos. Y si no, al menos, disfrutad de la película.