Acorralado y vencido por la ruidosa hojarasca de los nombres, decidí refugiarme en la techumbre curva de la aldea más aislada. Allí pude pensar sobre las águilas, que contestaban al horizonte con un batir aristocrático e iluminaban luego mi entendimiento con la letra pequeña de sus trayectos. Supe entonces que la hora más larga era, en realidad, la menos vistosa; que los huecos del monte anunciaban las sendas como las frases las palabras. Mendigué sonidos y runas entre los ancianos serios, acurrucados en el silencio de los muros, aunque mecidos graciosamente por un ejército de recuerdos desarmados. Esperé. Y al asomar la noche con su decadente pompa, escondí mi caja de guardar gorriones y me dejé invitar. Me sentaron junto al fuego y sin despegar los labios me previnieron del frío. Mi plato fue el primero en servirse, y tras la humeante estela del caldo que lo colmaba, me pareció escuchar el canto murmurado de un padrenuestro. “Todavía tienen miedo a Dios” –pensé- , pero sus rostros esbozaban mucha más rutina que precaución. Escuché mucho lo poco que me hablaron, pero en las casillas blancas de sus sentencias dejaban, inmóviles, las claves poco encriptadas de su nostalgia. Ella se acercaba a la centena y él no podía con su alma. En algún rellano de su descenso noble la debió dejar un día, susurrándole en privado: aguanta. El tabaco y las costumbres la empujaban a escapar, pero el perseverante aire, limpio como la nieve, la tenía. Porque no me preguntaron nada supe que ya lo tenían todo. Marché. Dos semanas de otoño, no hizo falta más. Vinieron para enterrarlo. Eran tres hombres, tristes como los tres tigres. Cuando se fueron, entré yo, llevaba mi caja. Ella salió, se acercó y me habló una vez: “era muy bueno”. Asentí y luego la ayudé a morir. Si el sol lo vio lo mismo da, ni las fuentes ni las lomas alteraron su gesto cuando di la espalda a la puerta de la casa y eché a andar. Miré al cielo y allí estaban, dibujando los versos largos del viento. Eran las águilas más lentas que nunca había visto.
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