martes, 10 de diciembre de 2019

Teorema fundamental de los cometas


En un mundo sin Dios, apagaría con luces quebradizas el hielo indolente de los dilemas, recogería en un ánfora torneada de una pieza las enfermizas conclusiones de las dudas y me aventuraría a enunciar, con voz prominente y arrogante, el teorema fundamental de los cometas.
En un mundo sin Dios, reemplazaría mi miedo a los cementerios por un innegociable deseo de releer los versos incrustados de los juglares. Financiaría con un surtido de equivalencias los momentos más adversos de la infancia, para contagiar de melodías a los creyentes infelices, clavados como estacas en sus altares sembrados de reclinatorios.  
Tengo razones para intuir que en ese mundo sin Dios, trabajaría en el turno de noche de una guardería para perros. Visitando los silencios que anteceden al estrépito de las jaurías. Y al salir, confirmada la madrugada en los cristales de los charcos, grabaría mi sombra en las calles empapadas de nubes, evitando los huecos y soportales que otorgan supervivencia a los mendigos.
Sería un mundo sin Dios si cualquier muchacho confundido por el reflejo opaco de su escuela, pudiera componer en días señalados villancicos negruzcos, como la nieve lenta que se escurre por las chimeneas de las fábricas. O bien, si el instrumental festivo del alma adolescente lograra aplastar para siempre la sinfonía monocolor de las cenizas.
En ese mundo, en ese que no hubiera Dios, el vacío no sería un espacio prohibido para los saltos, el corazón un lugar vetado para las balas, ni el agua oceánica un reducto clandestino para los poetas abatidos. Podría escucharse la susurrante ingenuidad de los demonios, y el infinito cabría por fin en un número concreto, preciso, calculable, no mucho mayor que el sumatorio global de todos los insectos.