A fines del siglo I vivió en Antalya un hombre notable; filósofo afilado, excelso poeta y extraordinario orador, cuya fama trascendía ampliamente los márgenes de la región. Todos le llamaban consecuentemente el maestro y su prestigio le hizo merecedor del respeto y admiración de su comunidad, desde los comerciantes que iban de paso, hasta la aristocracia que gobernaba la ciudad. Sus alumnos, que eran muchos, anotaban sus discursos, poesías y relatos en amplios rollos de papiro que depositaban y conservaban como tesoros en la biblioteca, para consulta y deleite de quienes desearan dirigir sus ojos hacia ellos.
Un día se presentó ante él un joven de Esmirna y le dijo:
Maestro: llevo leyendo, escribiendo y estudiando nuestra lengua desde niño y creo poder afirmar que estoy en posesión de las palabras, lo que me falta es el talento para ordenarlas. He venido para que me ayude a hacerlo.
Me temo que es demasiado pronto, le respondió el maestro sonriéndole.
Pero ¿cómo pronto? –dijo el impetuoso joven-, tengo veintiséis años y un enorme potencial. Necesito la destreza para ordenar las palabras y hacerlas poesía, y poder así hacer feliz a mis semejantes.
No me refiero a ti, querido amigo. Me refiero a que es todavía pronto para mí. Mi corazón late con fuerza, mis piernas aún me sostienen y mi cabeza sigue dictando mi verbo con lucidez. No puedo, o no debo, o tal vez no quiera, revelar los secretos de mi arte a nadie. Yo también fui joven y aprendí esperando. Vuelve dentro de diez años. Tal vez entonces esté en las puertas de la muerte y con gusto te regalaré la llave de mi sabiduría.
El joven regresó a su ciudad y dedicó aquellos diez años a estudiar los textos del maestro, tratando de desvelar su magia, de reproducir su latido. Cumplido el tiempo volvió a Antalya, pero la respuesta volvió a ser decepcionante.
No debes sentir ansias por triunfar –le dijo-. Sigue explorando y aprendiendo. Felizmente me siento bien, aunque empiezo a intuir que mi llama no será eterna. Regresa dentro de cinco años. Algo me dice que en ese momento estaré a punto de embarcar y podrás heredar mi canto.
Transcurrieron los cinco años y el joven pasó a ser un adulto, extraordinariamente formado, cada vez más sabio, pero deseoso aún de alcanzar la inigualable lucidez del maestro para ordenar las palabras. Esta vez el anciano, asediado ya por las enfermedades propias de su edad, se dio un año más, para desesperación del eterno aspirante a aprendiz. Cumplido el año, el maestro recibió de nuevo al joven y, ya postrado en la cama, le dijo así:
Debo decirte que esta vez empiezo a notar la espesa bruma del lago bajo la puerta, y el frío aliento del barquero tras ella, pero todavía puedo pensar y crear. Mis alumnos rodean mi cama cada mañana y mis versos siguen brotando resistiéndose a apagarse. Sé que me queda ya muy poco tiempo. Observa esta noche la luna, y cuando vuelva a estar exactamente igual, regresa. Te prometo que entonces premiaré tu paciencia entregándote la fórmula para ordenar las palabras del modo más hermoso.
Aunque irritado por la nueva evasiva, el hombre regresó a su casa con la ilusión de saberse a tan sólo veintiocho días de recibir el ansiado mapa que lo conduciría a la más alta creación poética. Tocaba, una vez más, esperar. Sin embargo, no había transcurrido ni una semana cuando el maestro murió. La noticia se extendió rápidamente por toda la región y el insistente solicitante se apresuró a regresar a Antalya para los solemnes funerales. Toda la ciudad estaba de luto. Varios centenares de personas se reunieron en la plaza en señal de duelo. Sin duda, el rostro más apenado era el de aquel hombre que había dedicado su vida a observar y estudiar las cualidades del maestro sin poder obtener a cambio el relevo de su inspiración. Tal era su amargura, que sin poder reprimirse y entre lágrimas de impotencia, alzó su voz en el silencio de la asamblea diciendo: ¡el maestro era un egoísta! El revuelo fue inmediato. Nadie daba crédito a lo que estaba oyendo. Algún loco desalmado –pensaron- que sin duda no había conocido las bondades del más ilustre y venerado ciudadano de Antalya. ¡El maestro fue un mezquino y un ruin! –repitió gritando- porque no quiso dejarnos las claves de su genialidad. Aprovechando el aturdimiento de las gentes por tan irreverente denuncia, el forastero de Esmirna subió a lo alto de una escalinata y continuó su alegato ante el asombrado auditorio.
Hermanos de Antalya: durante años he admirado y estudiado la poesía de vuestro maestro con perseverancia diaria, he memorizado y recitado cada frase que dictaba, cada palabra que él situaba en su lugar exacto, entre ellas su canto a la generosidad y sus odas a las musas, las mismas que lo conducían por las sendas que luego nos mostraba con su plática sublime. Pero si su canto era la respuesta al susurro de la divinidad, ¿no hubiera sido lo justo habernos legado las vías siempre fecundas de tal intermediación?, ¿acaso no merecen las generaciones futuras, no sólo deleitarse con sus poemas y enseñanzas, sino conocer la receta misma que permita perpetuarlas e incluso renovarlas?, ¿no es ésa la obligación moral de cualquier persona de bien?
En estos términos continuó su discurso ante sus oyentes, con la inspiración propia del difunto, edificando sus argumentos y arengas sin grieta alguna, con el estilo prodigioso de su mentor en la distancia. Y lo hizo con tal persuasión y apasionamiento que terminó por convencer a todos de la traición del maestro, quien se había llevado consigo al inframundo la irremplazable semilla de la perfección, arrebatándosela al mundo para siempre. ¡Nunca nadie habló tan rectamente!, grito uno de los convertidos oyentes. ¡No es justo robarnos así el don de la inspiración!, decían otros. ¡Es el nuevo maestro! vociferaron finalmente levantando las manos. ¡Viva el nuevo maestro! A los pocos instantes, la asamblea convertida en turba sacó el cadáver del anciano de su urna, despedazaron su cuerpo y lo entregaron a las alimañas. Acto seguido, siempre inflamados por el estímulo oral del nuevo líder, acudieron a la biblioteca, sacaron todos sus escritos, poemas y discursos, y los quemaron con imperturbable impiedad, borrando para siempre de la Historia las palabras ordenadas del ingrato maestro de Antalya.
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