miércoles, 26 de enero de 2011

Gua

Voló entre mi mano y el agujero del suelo. Rebotó en la pared desconchada y se quedó a dos palmos de la sima redonda. Un blanco fácil. Estaba perdido. Debí haber sido menos ambicioso, haberla dejado caer cerca de mí e ir acercándome poco a poco, según fuera viendo lo que hacían los demás. Pero no, me mataron las prisas. Y ahora estoy a dos palmos de un golpe seco y duro que acabe conmigo. Una menos (no debí jugar a muerte, con ésa no, por Dios, con ésa no, era mi preferida, blanca como un cuarzo lechoso, con vetas pardas y azules, era preciosa).

Lanzó Paulino, lanzó Peláez, lanzó Andreu, todos fuera. Fuera pero más lejos. Lanzó Jacobo y la metió como si la absorbiera la tierra. Estábamos muertos. Todos. Las distancias al hoyo marcarían el orden de ejecución. Requiem aeternam dona eis domine.

Pero Jacobo funcionó a la inversa. Se lo podía permitir porque era el mejor. Nadie como él, con su chaleco de Zipi y Zape, su pelo de niño de la posguerra y su mirada ladeada de chacal. Si en el diccionario buscabas la palabra “puntería” salía una foto de Jacobo. Por eso, supongo, dejó el plato más fácil para el final. Y ese plato era yo. Como un francotirador que nace de su tumba fue repartiendo finiquitos. Dos, tres o cuatro metros de distancia. Daba igual. La curva, la fuerza, el vuelo con tiralíneas, todo era perfecto. Disfrutemos del espectáculo. Conformémonos con eso. Varias leyes de la Física que Jacobo no acertó nunca a aprender, aplicadas con la perfección del relojero a una serie finita de cristales esféricos sobre la arena gris. Como cada recreo, su única arma, mortífera e infalible, doblegaba a quien osara retarle. Era algo más gorda de lo normal, pero de semblante antiguo, pesada, mellada, fea, con burbujas minúsculas atrapadas en su interior, rodeando una hélice verde pistacho. Decía para asustarnos que un día fue el ojo de un niño tuerto y que un anciano vagabundo se la regaló si a cambio hacía de ella una ganadora. Lo decía para asustarnos, pero de haber sido cierto, Jacobo cumplió con el viejo. Lo hacía cada mañana y cada tarde, engrosando su bolsa blanca de trofeos traslúcidos, botín de guerra bien ganado, carne de tarro de vidrio bajo su cama.

Comenzó la cacería, el festín de sonidos opacos como tiros. Newton y sus dogmas en toda su grandeza. Pac!! Gua! –adiós Peláez. Pac!! Gua! –Ciao Paulino, otra vez será. Pac!! Gua –despídete Andreu. Y luego, me tocó a mí. A dos palmos. Maniatado y vencido. Jacobo apuntó, ladeó la vista afilando su mirilla, tensó el pulgar tras su mortal bola de cristal como hace un percutor ante el proyectil, toda la tensión y la furia de un niño vencedor contra mi pequeña y blanca canica de sonrisa azulada. Cerré los ojos, no quería verlo.
-          De éstas ya tengo muchas, son una mierda, no pesan nada –le escuché decir.
Sonó la sirena. Abrí los ojos y lo vi alejarse hacia la fila. Mire al suelo y ahí estaba, mi preferida, intacta y todavía viva. Mi insignificancia me valió el indulto. Tocaba Mates, Sociales y Reli. Luego llegué a casa, comí en silencio y me tumbé en la cama. Miré un rato mi canica blanca. Es verdad, no pesaba apenas. La metí en una bolsa y la guardé en un cajón. Al día siguiente jugué a las chapas. Eran la nueva sensación del patio.   

El vientre de la ballena

Conocí a Pinocho en el lupanar de la colonia San Telmo. Un sitio de lo más exclusivo. No me pareció tan mal tipo. Un vivo, sí, eso sí, pero no mal tipo. Estaba en la barra, comiendo ganchitos y metiéndose con maestría un cubata de ron con Mirinda. Los hielos, ahí dentro, en el tubo de vidrio, hacían tilín-tilín, y se empujaban los unos a los otros al derretirse un poco y mover las burbujitas como si se llevaran mal. Ese ruido me encanta. Es ruido de lío, de guateque, de noche, de chiribitas, es el ruido del triunfo. El barman era un viejo gordito con corbata y chaleco de domador de leones, un veterano con los ojos nublados por el ruido rojo del local y cara de pazguato, supongo que de tanto dar cambio para las máquinas tragaperras. Yo paro poco por allí, a mí las mujeres me dan un poco lo mismo, pero ese día iba con Camilo y un socio suyo de Belgrado que quería conquistar Flandes. Después de la mariscada en O’Pazo no era cosa de llevarle a su hotel y leerle un cuentito para que tuviera dulces sueños. No señor, Camilo quería echarle el lazo otra vez y meterle de lleno en su película de vikingos, una especie de cadena de muebles low-cost para embestir por el trasero a los de IKEA. Sueños. Camilo lleva con ese rollo desde que una vez, hace tres años, fue a comprarle una cocina a los suecos y vio que los seguratas habían cerrado las puertas hasta que se desalojase un poco el local. ¡No cabía ni un alma más! Y no eran ni las seis. Desde entonces se volvió loco con meterles la espada y forrarse también, mordiendo la misma presa. Ninguna idea, por buena que sea, merece tanta pasta, solía repetir cuando salía el tema y se ponía a teorizar sobre la libre competencia y esas chorradas.
Pero a lo que iba,  lo de Pinocho. Decía que estaba sentado en la barra como un caballero cruzado, sin mover un músculo, con su nariz de medio metro y el pantaloncito de niño del Tirol. Dos monumentos que le entraron, dos que rechazó: el chico de pino estaba a otra cosa. Mientras Camilo enseñaba el género al pringanovic yo me pedí una cerveza helada y le pregunté al gordo.
-          ¿Y éste qué hace aquí?
-          Pues qué va a hacer, ha venido con sus primos.
-          No jodas, ¿pero a esos no se las llevan a casa?
-          Depende del día, ir de compras es más divertido que pedir por catálogo, ¿no?
El gordo llevaba razón, lo que no alcanzaba a entender es para qué se trajeron a Pinocho. La cosa es que después de la segunda probeta me senté a su lado y me lancé a dialogar como un griego en la academia.  
-          ¿Pero qué haces bebiendo? ¿No es eso malo para tus vetas?
Pinocho me miró de reojo sin dejar de beber, luego bajó el vaso, eructó mirando la tele, y levantó su mano derecha poniendo los dedos en V.
-          Dos cosas –dijo, con su voz grave-. Una. ¿Por qué no voy a beber? Mira a tu alrededor. Esto es la fiesta de Blas.
-          ¿Y la segunda?- le pregunté yo.
-          ¡Que no me tutees!
Ciertamente, no sé por qué lo hice. No soy de los que olvida los buenos modales pero en esa ocasión me dejé contagiar por el ambiente y empecé mal. Sin embargo, fue él quien retomó la cháchara. Se sentiría sólo, qué sé yo.
-          Bueno, chico listo, ¿y tú quién eres?
-          ¿Yo?, pues uno más, ya me ves, aunque no voy a hacer caja esta noche. A mí esto de pagar por cosas que son gratis como que no...
-          ¡Vaya! Un don Juan entonces. Los tipos así me encantan. Escucha: ¿y los espejos no te bajan un poco los humos? porque eres más bien feíto.
-          Nada, nada, ni me ha rozado. Sé que miente como siempre. Aunque no me crea, soy un triunfador.
-          Te creo, te creo.
-          ¿Y usted qué: buscando un arbolito que perforar como el pájaro loco?
-          No seas grosero chaval, además ya te figurarás que yo... con esta pinta.
-          ¿Pero qué me dice? Usted, ahí, mandando, como Cyrano de Bergerac.
-          Exacto, como Cyrano, que no se comió una rosca.
-          Bueno, no sé, yo lo decía por el porte, por el aire, por... bueno, tal vez no fue un buen ejemplo.
-          No, no lo fue.
-          Lo que no me negará es que usted... en fin... así, todo de madera, a la hora de la verdad, no sé, ya sabe... ¡muchos ya quisieran!
-          ¿Oye, pero tú de dónde ha salido? Lo digo porque no paras de decir sandeces.
Y así arrancamos una conversación. Me sumé a su menú de destilados y pedí dos copazos. Pinocho bebía como una esponja. ¡Qué cabrón!, con la de muescas que lleva encima.
-          Me dice el gordo del fondo que ha venido con sus primos ¿es así?
-          Puede.
-          No va a soltar prenda ¿verdad?
-          Sigo en mis trece.
-          Pues si es así, no sé yo si éste es escaparate para esos maniquís.
-          Esos maniquís –como tú dices- te pueden aplastar con su dedo meñique y por eso se meterán en los escaparates que les salga de los
-          eso es un sí
-          ¿El qué?
-          Pues eso, que ahí dentro hay fiestuki de pupilos suyos, que me lo estoy viendo.
-          Y qué si es así. Tú bebe y calla.
Así lo hice, pedimos varios tubos, el gordo nos servía sin tregua y el mito acabó por venirse abajo.
-          Mira ojos verdes: si yo estoy ahora aquí es porque las personas a las que doy clase necesitan, de cuando en cuando, lo que necesitan todos, ni más ni menos.
-          Ya supongo, es sólo que uno no quiere saberlo. A alguno de ahí dentro yo le he dado mi voto ¿sabe?
-          Pues sigue dándoselo, el espectáculo no se va detener por ti.
El ruido era cada vez más insoportable, las luces se metían bajo mis párpados y empecé a sentir nauseas. Justo a tiempo apareció Camilo con su nuevo inversor. Venía sonriendo como un etrusco y la camisa por fuera. Estaba en el bote. ¡Tiembla IKEA! Mejor reírse, pensé. Me quería largar de allí.
-          Un placer Don Pinocho –le dije estrechándole su mano de roble-. Mis hermanos y yo lo admiramos mucho siempre. Mi escena favorita era la de la ballena. El vientre de la virtud, ¿no? Qué gran final. Hasta pronto.
-          Adiós ojos tristes, duerme y vive, que anda que no te queda...
-          Por cierto, dígame algo. ¿Y Gepeto?, su padre ¿qué opina de todo esto? ¿sabe lo que está ocurriendo? Él no era así, era un tipo recto, un hombre íntegro.
-          ¿Gepeto dices? Quédate tranquilo monaguillo. Gepeto está perfectamente. Es el gordito de detrás de la barra.

jueves, 6 de enero de 2011

Cuentos de Cine

El próximo día 25 de enero de 2011 tendrá lugar en Córdoba (Filmoteca de Andalucía) la presentación del libro Cuentos de Cine, en el que he tenido el placer de participar con el relato 35 mm... más o menos