martes, 21 de enero de 2020

Setenta veces siete



Setecientos escalones más al sur del quirófano donde me extirparon el miedo, me detuve a descansar del ruido incesante que produce el silencio plegado sobre sí mismo. Apoyado sobre un saliente anecdótico del muro, permanecí quieto, casi estático, con el fin de no incomodar a las calladas piedras y sus penínsulas.
Para cuando empezó la arrebatada coreografía de sombras y discrepancias que, como el canto de los condenados, apenas se siente si no estás próximo, yo ya estaba nuevamente en camino, apretando el paso, con la vista puesta en los primeros milímetros del futuro.
Así es cómo me encontré con ellas, una cuerda de almas, atadas unas a otras por la cintura, para evitar que alguna se desplomara hacia el abismo de la virtud y hubiera entonces que sacarla de la fila y recomponer toda la catenaria de desahucios.
Miles de veces escuché hablar de aquel exilio uniformado de rostros rotos, de esa peregrinación hacia el infierno a la que se puede uno sumar pero nunca restar. Leyendas de creyentes – pensé -, chifladuras de chamanes y clérigos interesados. Pero apenas me acerqué, la columna aminoró su paso para hacerme un hueco mientras una mano fría me anudaba la cuerda como una mecha al explosivo. Nadie se interesó por mis causas ni mis culpas. Nadie me preguntó por mi proceso. Cada uno rumiaba lo suyo sin poder escupir ya nada.
¿Y el perdón? – pregunté yo- ¿no existe entonces?
Silencio.
¿Y el perdón? – pregunté de nuevo
Alguien desde atrás lanzó su voz contra mí, como repitiendo un estribillo memorizado a golpes:
Podrás compensar tus errores con acciones. Tiempo habrá. Tiempo tendrás.
¿Y qué tiempo es ese? ¿son días, semanas, meses? ¿No serán los siete años que anunciaron los libros sagrados?
No lo son – dijo la voz-, son setenta veces siete.



martes, 14 de enero de 2020

Relato breve de un niño y su planeta


De ninguna manera sabría aproximarme ya al tribunal implacable de los pozos. Trasladarme a los sótanos ingenuos de mis juegos, convencido -como estaba- que eran torres, protegidas por algún tipo de gigante desterrado de la cara más oculta de la luna.
Porque aquel globo metálico llegado desde el cielo era mi parque, mi mundo tatuado de geografía confusa, un reino esmaltado de océanos sombríos, continentes negruzcos, un ecuador malgastado, y volcanes hambrientos donde esconder mis canicas. Me gustaba ascender a la estepa siberiana para sentarme a fumar mi pipa de burbujas asteroides, que se desintegraban -creo que por efecto del viento- al acercarse a los circos acechantes del Himalaya.

Recuerdo con nitidez la cara de aquel hombre, bombero la mayor parte de su tiempo, héroe sin dudarlo de la causa y de su sueldo, que usó su mano tendida para separarme de la esfera, jugándose el todo por el todo, y maldiciendo los ecos de la guerra que dejó allí -años atrás- el infernal artefacto, ahora mi planeta, mi universo.
No me consta si el ruido del instante alcanzó la frontera de las gentes, si paralizó sus relojes tanto como el mío, si el fuego efusivo reemplazó los átomos de aire circundante, o el alcance exacto de las ondas de mi estrella. No me consta. Pero sí recuerdo sentirme ganador un poco antes, allá en mi cima, con mi helado de vainilla, mi jersey de rombos tristes y mis ojos blancos de niño victorioso, porque aquel segundo fui más fuerte de lo que nunca fui. Porque fui más alto que en el más generoso de mis sueños.