martes, 4 de septiembre de 2012

Ser o estar

Esta mañana me ha atropellado un coche, y si no he entendido mal –cosa que puede suceder: en esa situación mi nivel de atención no es el más fiable- ingresé ya cadáver en el hospital, a pesar de que en la ambulancia trataron inútilmente de reanimarme.
            Es extraño, porque yo no siento que esté muerto, soy perfectamente consciente de la realidad que me circunda, pero si los médicos así lo han entendido, debe ser que sí, que estoy muerto. Yo confío mucho en los médicos. Recuerdo con nitidez el momento del golpe, en el que el coche lanzó mi cuerpo a varios metros de distancia. Debía venir muy rápido y no me vio. Otra explicación no cabe, yo no tengo enemigos. Pienso que cuando el conductor quiso darse cuenta ya me tenía encima y no le dio tiempo a frenar. Ha sido un accidente, todos los días ocurren accidentes. Recuerdo también el modo antinatural de caer al suelo, como un muñeco de trapo arrojado al azar, y cómo del impacto, varios de mis órganos se colapsaron. Mi corazón, desde luego, dejó de latir en ese instante y varias de mis costillas se quebraron hacia dentro. De los siguientes minutos tengo una imagen vaga y confusa, con voces a mi alrededor y sirenas acercándose. Ya en la ambulancia sentí que todos actuaban con una gran profesionalidad, como siguiendo de memoria un protocolo cien veces repetido. Pero, como dije antes, no valió de nada y debió ser en ese momento, camino del hospital, cuando determinaron que era imposible salvarme.
            Hace un rato han llegado mis hermanos, también mi mujer. Intuyo que mis padres no vendrán ahora. Algo me hace suponer que, de momento, no les han dicho la verdad (creo que lo llaman mentira piadosa). El médico les ha contado cómo ha sido todo y ellos se han echado a llorar. A mi hermano Carlos le ha tocado bajar a identificarme. Lo siento por él, es bastante aprensivo y odia los hospitales pero ha asumido con responsabilidad su papel de hermano mayor. Por suerte, mi rostro no ha quedado muy desfigurado y ha sido todo muy rápido. Mi mujer, la pobre, está arriba, con un ataque de ansiedad. Me gustaría ayudarla, pero no sé muy bien cómo podría hacerlo. Luego, un señor muy serio, con traje y corbata oscuros, les ha pasado a una sala y les ha estado explicando cosas de papeleo, los trámites que deben hacer, también les ha dicho que cuando una muerte se produce por un accidente de este tipo, los seguros deben investigar y todo se complica un poco. Supongo que al no haber sido culpa mía, alguien deberá pagar a mi familia una cantidad de dinero, una especie de indemnización (creo que se llama así). Ahora me pregunto cuánto vale mi vida a los ojos de un seguro. Es algo que nunca me había planteado. Finalmente, todo se resume en un número, un coste, una cifra contable. Lo curioso es que todo lo que uno ha hecho, bueno o malo, no se verá reflejado en esa cantidad. Aplicarán con frialdad los valores de unas tablas prefijadas y en paz. ¿Quién sabe? Tal vez la cantidad que me asignen esté por encima de mi valor real. Las aseguradoras también pueden equivocarse.  
            Para hacer tiempo he estado paseando por el hospital. Mi naturaleza espectral me ha permitido entrar por primera vez a lugares sólo permitidos al personal sanitario. Son esos lugares separados por puertas gemelas, sin tiradores, que se abren a la par pero retoman su posición aleteando ligeramente desparejas, como en las grandes cocinas, pero empujadas aquí por camillas y no por camareros llevando fuentes y soperas humeantes. Esas puertas que cuando uno va de visita, mira y se pregunta qué estará sucediendo al otro lado, si la vida estará ganando o perdiendo. He visitado varios quirófanos, algunos en pleno funcionamiento. Me ha llamado la atención que durante las operaciones no se para de hablar, de cualquier tema (no sé porqué, pero siempre imaginé que una operación era un ceremonial gobernado por un inquebrantable silencio). He pasado también a algunas consultas, la mayoría rutinarias: siga con la medicación y nos vemos en seis meses, trate de no hacer esfuerzos y beba mucha agua, si no le baja la inflamación en una semana venga otra vez, etc. Pero en una de ellas el médico usaba un tono mucho más grave: el tratamiento no está respondiendo como debería, es el momento de sopesar el avance de su enfermedad, le decía a una señora que no tendría los cincuenta. Ella estaba serena, mientras el marido le apretaba la mano con los ojos humedecidos de impotencia.
            Pero lo que más me ha conmovido han sido las salas de espera. Es curioso, entrar en ellas no ha sido un privilegio de mi actual estado -todos hemos pasado antes por alguna-, pero cuando eso ocurría nuestra dolencia acaparaba toda –o casi toda- nuestra atención. Hoy, por primera vez, liberado para siempre de cualquier sombra de enfermedad, he podido observar, simplemente observar, las mil caras de la incertidumbre, las mil formas que los seres humanos tienen de esconder ante sus semejantes el rostro ingobernable de la angustia.
            Al atardecer he salido a la calle, mientras mi cuerpo seguía inmóvil en uno de los sótanos, cubierto por una sábana, esperando pasar no sé muy bien por cuántas manos, hasta que en unos días un horno a novecientos grados lo reduzca todo a un polvo espeso y gris, no muy distinto del que encontramos en el tejado de los muebles o en el canto de los libros que ya no leemos.
En seguida pude reconocer, sentados en las cornisas de las casas, a otros muertos que, como yo, miraban el cauce de las cosas sin posibilidad alguna de alterarlo.
            ¿Y qué hacemos ahora?, pregunté a uno de mi misma edad
            Esperar
            ¿Esperar? ¿a qué? ¿cuál es exactamente nuestra situación?
            No tengas prisa, las respuestas a tus preguntas irán llegando poco a poco
            Contéstame al menos a la más urgente
Tú dirás
¿Existe Dios?
            Sí, claro que existe
            …¿Y dónde está?
            ¿Estar? No, verás. Dios existe, sí. Pero me temo que no está