domingo, 25 de noviembre de 2012

Camino de Jartum

Yo he visto nacer al Nilo. Vi cómo se asomaba al mundo como el brazo de un gigante saliendo del vientre de su madre, saludaba al cielo desde los míticos glaciares de Ruwenzori, y se dejaba caer 4.000 metros por laderas y páramos hasta arrojarse como un loco al lago Victoria. 
He visto sus aguas galopantes formar cataratas estruendosas, salpicar de ruido selvas tropicales y bendecir después los campos como si fueran sus hijos.
He observado los pliegues adormecidos de esta tierra, a la que llaman de las mil colinas, curvando la vista y el oído del viajero asombrado.
He visto así dar a la Naturaleza una de sus más espectaculares muestras de poder: la creación continua y perpetua de vida.
Y entonces llegó 1994. Aquel maldito año en que el demonio mismo ascendió por las grietas del suelo y poseyó a los hombres durante cien días.
Yo he visto fabricar el infierno a orillas del río Kagera. He visto abarrotar sus aguas de cuerpos desmembrados, y mezclar la sangre roja con el agua dulce, como en una siniestra pócima.
He visto a madres suplicar que disparasen al corazón de sus hijos para eludir así el tormento del ensañamiento... y no conseguirlo. He oído a las emisoras hablar de la aniquilación total como un proyecto de Dios. El Dios del cristianismo.
He visto a turbas de adolescentes dejar el fusil y elegir el machete, avanzar como la noche sobre los gritos sin distinción de edad, silenciando unos y desgarrando aún más los otros.
En mi identificación ponía “prensa”, pero casi nadie me dio el alto ni me pidió pasaporte alguno al entrar en las ciudades y aldeas. En la solapa de mi libro dice que fui corresponsal de guerra durante el genocidio de Ruanda. Pero yo no fui nada. Porque la información que envié no ayudó a evitar ni una sola muerte.
No volveré a dormir. El agua me sabe a sangre.
He vuelto a África central dieciocho años después porque una vez vi llorar al Nilo, lo vi llorar a su paso por la tierra de las mil colinas. Lo vi llevar, sin él quererlo, cientos de cadáveres al lago Victoria y arrojarlos allí. Quiero verlo nacer otra vez.
En el aeropuerto de Kigali, un policía me preguntó el motivo de mi viaje. Ya no tengo ninguna identificación de prensa. Le dije vengo a asistir a un nacimiento. Acogió la respuesta con indiferencia, me devolvió el pasaporte mirando ya al siguiente de la fila y me dejó pasar.
Ascenderé hasta las cimas de Ruwenzori, en Uganda, saludaré al cielo desde sus glaciares y beberé en las aguas blancas del joven Nilo, que seguirá su curso camino de Jartum, camino luego de El Cairo de los faraones, y camino, por último, del mar que me vio nacer a mí.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Amarillo oscuro

En los años 60 se hizo una película sobre mi vida. Cierto que la cinta nunca llegó a estrenarse en salas comerciales, pero sí se hizo un pase, privado, para productores, artistas y algunos medios. Yo no pude asistir, naturalmente, porque no había nacido. El film era una especie de thriller sin apenas efectos especiales, una road-movie con toques de comedia clásica. Y, aunque llegando al clímax apuntaba al melodrama romántico, terminaba mal, porque la chica se iba y el chico se quedaba solo, sobre un fundido en negro.
En los años 70 se hizo una obra de teatro sobre mi vida. Nunca se presentó en Broadway, pero fue leída por algunos críticos –al menos uno-, y se hicieron ensayos para una representación escolar que nunca tuvo lugar. Yo no la vi, ni la leí tampoco (era tan pequeño...) Pero, según me contaron, era más bien una tragedia con elementos de enredo e ingredientes satíricos, un par de largos monólogos y un trasfondo onírico que hacía su segundo acto un poco incomprensible. Hay quien podría pensar que se trataba más bien de una farsa. El final era simbólico, con la escena casi vacía, y el telón cayendo sobre un pequeño butacón frente a un espejo. Es lo que me contaron.
En los años 80 un cantautor compuso una canción sobre mi vida. No se llegó a grabar, pero pudo escucharse, de pasada, en ciertos bares, haciéndose un hueco entre algunos éxitos del momento. Una especie de interludio para que el público pida otra copa. Tenía un estribillo breve y seis estrofas. La tercera y la quinta rimaban mal. Una melodía simple, en tono menor, con acordes de séptima y un punteo en el medio. Compás binario. Su final era abrupto, no en fade-out como en la cara A de los singles. Terminaba sin más, después de repetir seis veces el estribillo –seis, sí-, que no era del todo pegadizo.
En los años 90 se escribió una novela sobre mi vida. No se publicó jamás, pero un editor anotó a lápiz palabras en los márgenes del manuscrito antes de devolverlo: trama endeble, final previsible, secundarios sin alma, acotaciones confusas, ¿por qué ella se comporta así?... No era muy larga, pero se reescribió pensando en una edición en rústica. Tampoco. No la leí. Entonces yo estaba a otras cosas, las cosas de mi vida, las cosas, supongo, que se contaban en la novela.
Hace unos años se pintó un cuadro sobre mi vida. Era un collage, con los bordes quemados y texturas arrasadas por los contrastes: tela, madera, pegotes y manchas, pequeñas chapas de latón atornilladas. Tenía vocación figurativa pero sólo como sugerencia leve, y, por alguna razón, tras los azules y verdes, se escondía un indescriptible e inquietante amarillo oscuro. No se exhibió en galería alguna, ningún catálogo, ninguna exposición en ningún centro de cultura municipal. Pero me han dicho que un niño lo fotografío con el móvil y lo subió a su Facebook.
Estoy tratando de encontrarlo, pero no sé qué poner en el buscador. Escribo mi nombre, con su tilde y todo, pero sólo aparecen referencias de un futbolista famoso.