domingo, 15 de diciembre de 2013

La niña de la curva

         A la niña Albita le pusieron ese mote porque era delgadita y pálida como si al despertarse, un duende malo le sacara un litro de sangre todas las mañanas. La niña Albita no era callada, era silenciosa; mucho más frágil que débil; y más que tímida, era invisible. Ojos claros y un poco saltones que nunca miraban al frente, como si el sentido de su vida lo esperara encontrar enredado en algo que se le hubiera caído por el suelo. El pelo liso, y tan negro que pareciera pintado en los pozos profundos en los que nace la noche.
Escuchar, escuchaba, pero hablar, lo que se dice hablar, hablaba muy poco: hola, adiós, hace frío, me duelen los brazos, hoy no iré a jugar... Andando los años, su rostro fue escondiéndose del mundo, ayudado por su pelo negro que hacía como de telón cerrándose al término de una función teatral sin aplausos.
Las leyendas y mitos terroríficos que asolaban las imaginaciones de los adolescentes hicieron rápidamente un hueco a la niña Albita. Era perfecta. Todo cuadraba. Cuando alguien contaba la historia de la niña de la curva, todos pensaban en ella. Todos la imaginaban así, tal cual era, como un espectro blanquecino, apareciéndose en el giro de la carretera donde una noche sin fecha ni año conocidos, alguien muy malo la atropelló y se dio a la fuga. Y desde entonces pasó a ser la niña de la curva, un espíritu prisionero del olvido que aterroriza con su sola presencia a los viajeros.
Al principio, para no herirla, la llamaban así cuando no estaba delante, pero poco a poco, al intuir que le era indiferente, empezaron a usar el mote en su presencia. Y ella callaba.
La historia de la niña Albita podría haber sido una de esas historias de venganza. Como en esas películas de terror, en las que el ser vulnerable y machacado, el apestado, el marginado, obtiene finalmente su compensación infligiendo dolor y tormento a quienes lo hicieron objeto de sus burlas. Pero no, ésta historia no es así. La niña Albita –la niña de la curva, como la llamaban- vivió al margen de todo, en su refugio de silencio negro y cristal blanco, hasta que se fue. Pasó por el instituto como un ave que se nos cruza camino del bosque, y después desapareció. Con el tiempo, sus antiguos compañeros, hoy casados, con hijos, uno contable, otra peluquera, dos en paro, otro enfermero, otra esposa y madre ejemplar, otro monitor de tiempo libre... cuando se reúnen una vez (más o menos) cada uno o dos años, tras la puesta al día pertinente (salud, familia, novedades significativas), se agarran a sus recuerdos escolares para contar y recontar cien veces las mismas anécdotas, y siempre hay alguno –no falla- que pregunta: ¿oye, y sabéis qué fue de la niña de la curva?, ¿cómo era que se llamaba...?, ¿Ana... o Alba, creo, no?... sí, Alba, Albita se llamaba. Y todos hacen el mismo gesto de no saber nada. Simplemente desapareció. Y es en ese momento cuando recuerdan entre risas varias de sus historias, la describen, cada vez más caricaturizada y más terrorífica, y la sitúan en algún episodio tronchante en el patio, en el pasillo, o en la clase de Roberto, el profe de Física, al que le llamaban el Joker, porque siempre se estaba como riendo y nadie sabía de qué.
Pero cada año, cuando eso ocurre y recuerdan a la niña de la curva – a la niña Albita-, sus risas van apagándose antes, y una cierta vergüenza interior asoma por algún sitio y dejan de hablar de ella. De un tiempo a esta parte, siempre hay alguno que termina diciendo algo así como “la verdad es que nos pasábamos un montón” y cada vez son más los que responden que sí, que lo que hicieron no estuvo bien. Por alguna razón, a todos les gustaría saber qué fue de ella pero se le perdió el rastro.
Han pasado casi cuarenta años desde que dejaron el instituto y el ritual de cenas y cañas por los viejos tiempos se mantiene. Ahora, uno de los que estaba en paro trabaja en Jazztel, la peluquera se separó y el monitor de tiempo libre tuvo que operarse de la espalda, hay más fotos de hijos que enseñar, algunos bebés, otros de ocho o diez, y algunos ya más mayores. “¡Cómo ha crecido!”, “mira qué rico!”, “es igualito que tú”, etc. Y el que es contable ha sacado una tablet y ha enseñado sus fotos de familia, fotos del verano en Mallorca. Su mujer, su hijo pequeño Daniel, de nueve años, y su hija Clara de trece, que es muy blanquita de piel, y morena de pelo, y muy delgada, con los claros ojos un poco saltones, y de semblante algo triste, frágil... Todos la miran. “¡Qué mayor está ya!”, “Dentro de nada a la universidad”. Y el contable, tan orgulloso, guarda su tablet, y beben, comen y charlan como siempre. Pero ya nadie ha peguntado más por la niña de la curva. 

domingo, 17 de febrero de 2013

Sueños

            Es extraño. Desde hace algunas semanas tengo sueños que no me pertenecen. Me refiero a sueños de dormir, no sueños de soñar. Cierto que los sueños son siempre extravagantes, y mezclan personas y situaciones de nuestra vida que no están relacionadas, pero lo que a mí me ocurre es que no reconozco a nadie que aparece en ellos. Tampoco los lugares. Ni remotamente. Empiezo a pensar que estoy soñando los sueños de otra persona.
            Es todo muy raro. Desde hace algunas semanas mis gustos y aficiones están cambiando de manera precipitada. Mi interés por el ajedrez ha decaído y no me apetece escuchar a Keith Jarrett, a quien adoro –o adoraba-. Sin embargo, me sorprendo deteniéndome frente a tiendas de mascotas, a las que siempre he ignorado, y en las librerías, una fuerza interior me empuja a ojear libros de viajes por Asia y lugares exóticos, en vez de las novelas americanas que ahora me seducen con impulso decreciente.  
            Estoy realmente confuso. En las últimas semanas me ha dado por vestirme y peinarme de manera distinta, por cambiar de lugar los objetos de mi casa: el sofá, la mesa y un par de cuadros a los que cada vez encuentro menos sugerentes. Me apetece comer más vegetariano, y desayuno té en vez de café. El vino me da ahora dolor de cabeza, y, para mi asombro, empieza a interesarme la tónica y la fanta de limón. Sufro menos cuando pierde el Madrid y me está dando por escuchar M80. Es de locos.
            Hace unos días, un joven me abordó por la calle y se me puso a hablar como si me conociera desde la infancia. Nunca antes lo había visto y no comprendí ni una palabra de lo que me decía, pero él no dejó de contarme su vida –y un poco la mía- con absoluta complicidad. Hasta me palmeó el hombro mientras se refería al lugar en que me compré mi abrigo, un día que –según explicó- íbamos juntos camino de la casa de una tal Guadalupe. No acertó en nada –creo yo-. Pero me limité a asentir a todo –por educación- y al poco rato se despidió: “hasta otra, Arturo”, me dijo. Pero yo no me llamo así.
            Mi vida ha pasado a ser una obra surrealista. Mis ambiciones cambiaron, y no sé cómo ni por qué. Busco otras cosas. Mi trabajo me aburre y mis proyectos son nuevos. Mis sueños están viviendo una revolución. Me refiero ya a los sueños de soñar, no a los de dormir. Estoy viviendo un proceso de transformación hacia otra persona de la que apenas sé nada. Pero siento que si me opongo, estaría traicionando un plan trazado que ya es imposible alterar.
            Hoy por la mañana me sonó el móvil. ¡Arturo! – me dijo una voz. No sabía quién era pero, por alguna razón, su tono me resultaba cercano. Me preguntó si se mantenía en pié lo de ir la fiesta de esta noche. Lo pasaremos bien, ¿quedamos donde siempre?- me preguntó. Bueno... no sé... donde siempre no me viene bien –improvisé-... mejor quedemos en la Puerta del Reloj, junto al metro –me lancé a sugerir a riesgo de decir un disparate-. La voz del otro lado del teléfono estalló en risas: ¡claro! ¡donde siempre entonces!. ¿A las ocho, ok?. Sí, a las ocho nos vemos.
            Estoy preparándome para la fiesta (una fiesta), pero no sé qué fiesta. Estoy frente al espejo. Me miro atentamente. Soy yo, creo. Aunque me veo distinto. Tal vez sea el pelo, o la barba incipiente que no me animo a quitarme desde hace días por sentirla cada vez más propia. He dicho varias veces mi nombre en alto. Mi nombre. Soy yo. Pero en realidad el nombre de Arturo no me suena menos familiar. Me pregunto si a estas alturas seguiré teniendo el mismo apellido.
            No me importa empezar una nueva vida. No tiene porqué ser peor que la actual, la original –de la que cada vez me siento más lejos-. Probemos. Lo que nunca imaginé es que todo empezaría por los sueños. Me refiero ahora a los sueños que se tienen cuando se está durmiendo, no a los sueños que se tienen cuando se está soñando.