sábado, 11 de febrero de 2012

Miradas

De camino a comprar el pan, pasé junto a la valla del colegio de mi barrio. Desde la calle se escuchaba el griterío caótico de cientos de niños en la hora del recreo. Observé a una mujer, mayor, que miraba a través del enrejado. Me pregunté a quien estaría mirando. Yo la miraba a ella, mientras ella miraba a un niño del patio, pequeño, moreno, abrigado, sentado en uno de los bancos, que miraba al frente. Me pregunté entonces a quien miraría aquel niño. Miraba a una niña de pelo rizado que estaba junto a la puerta del gimnasio, rodeada de otras niñas a las que no prestaba atención. Sus ojos estaban puestos en otro lugar. Me pregunté a quien miraría así aquella niña. Ella miraba a un niño rubio y nervioso que jugaba con sus amigos al fútbol en el otro extremo del patio.  
De repente, el niño pegó un puntapié al balón y éste se elevó por encima de la valla para caer justo en mis manos. El niño rubio me miró. Yo había vuelto a fijarme en la señora mayor, la que miraba al niño del banco que miraba a la niña de rizos que miraba al niño rubio que me miró a mí. Y así, por un instante, el círculo de miradas se cerró, como inscrito en un polígono de cinco puntas.
Le devolví el balón por encima de la valla y el niño lo recibió sin decir “gracias”. Sin duda, que la calle devolviese los balones que se escapaban era para ellos algo casi automático. Seguí mi camino. Compré el pan y el periódico. De regreso a casa, pasé de nuevo por el colegio. El estruendo había cesado. En el patio no había ni un alma y el silencio recorría ya las canchas, los bancos y la fuente con cuatro grifos. Me paré entonces a mirar el ventanal de los aularios, con sus marcos metálicos repetidos, distribuidos en varias plantas, ocupando toda la fachada lateral del edificio. A través de los cristales se podía ver a los niños que un rato antes evolucionaban sin orden ni concierto, sentados ahora en sus mesas, regulados, clasificados, mirando al frente, convocados por la voz elevada con la que los profesores tratan de imponerse.
Busqué a alguno de los niños que habían representado conmigo el círculo de miradas, pero no vi a ninguno. Caminé hasta el semáforo de la avenida, los coches pasaban a toda velocidad. Estaba allí, parado en la acera, junto a otras personas, esperando la luz verde, y se me ocurrió preguntarme si en ese preciso momento, desde algún lugar de todo aquel espacio, habría alguien que me estuviera mirando a mí.