Voló entre mi mano y el agujero del suelo. Rebotó en la pared desconchada y se quedó a dos palmos de la sima redonda. Un blanco fácil. Estaba perdido. Debí haber sido menos ambicioso, haberla dejado caer cerca de mí e ir acercándome poco a poco, según fuera viendo lo que hacían los demás. Pero no, me mataron las prisas. Y ahora estoy a dos palmos de un golpe seco y duro que acabe conmigo. Una menos (no debí jugar a muerte, con ésa no, por Dios, con ésa no, era mi preferida, blanca como un cuarzo lechoso, con vetas pardas y azules, era preciosa).
Lanzó Paulino, lanzó Peláez, lanzó Andreu, todos fuera. Fuera pero más lejos. Lanzó Jacobo y la metió como si la absorbiera la tierra. Estábamos muertos. Todos. Las distancias al hoyo marcarían el orden de ejecución. Requiem aeternam dona eis domine.
Pero Jacobo funcionó a la inversa. Se lo podía permitir porque era el mejor. Nadie como él, con su chaleco de Zipi y Zape, su pelo de niño de la posguerra y su mirada ladeada de chacal. Si en el diccionario buscabas la palabra “puntería” salía una foto de Jacobo. Por eso, supongo, dejó el plato más fácil para el final. Y ese plato era yo. Como un francotirador que nace de su tumba fue repartiendo finiquitos. Dos, tres o cuatro metros de distancia. Daba igual. La curva, la fuerza, el vuelo con tiralíneas, todo era perfecto. Disfrutemos del espectáculo. Conformémonos con eso. Varias leyes de la Física que Jacobo no acertó nunca a aprender, aplicadas con la perfección del relojero a una serie finita de cristales esféricos sobre la arena gris. Como cada recreo, su única arma, mortífera e infalible, doblegaba a quien osara retarle. Era algo más gorda de lo normal, pero de semblante antiguo, pesada, mellada, fea, con burbujas minúsculas atrapadas en su interior, rodeando una hélice verde pistacho. Decía para asustarnos que un día fue el ojo de un niño tuerto y que un anciano vagabundo se la regaló si a cambio hacía de ella una ganadora. Lo decía para asustarnos, pero de haber sido cierto, Jacobo cumplió con el viejo. Lo hacía cada mañana y cada tarde, engrosando su bolsa blanca de trofeos traslúcidos, botín de guerra bien ganado, carne de tarro de vidrio bajo su cama.
Comenzó la cacería, el festín de sonidos opacos como tiros. Newton y sus dogmas en toda su grandeza. Pac!! Gua! –adiós Peláez. Pac!! Gua! –Ciao Paulino, otra vez será. Pac!! Gua –despídete Andreu. Y luego, me tocó a mí. A dos palmos. Maniatado y vencido. Jacobo apuntó, ladeó la vista afilando su mirilla, tensó el pulgar tras su mortal bola de cristal como hace un percutor ante el proyectil, toda la tensión y la furia de un niño vencedor contra mi pequeña y blanca canica de sonrisa azulada. Cerré los ojos, no quería verlo.
- De éstas ya tengo muchas, son una mierda, no pesan nada –le escuché decir.
Sonó la sirena. Abrí los ojos y lo vi alejarse hacia la fila. Mire al suelo y ahí estaba, mi preferida, intacta y todavía viva. Mi insignificancia me valió el indulto. Tocaba Mates, Sociales y Reli. Luego llegué a casa, comí en silencio y me tumbé en la cama. Miré un rato mi canica blanca. Es verdad, no pesaba apenas. La metí en una bolsa y la guardé en un cajón. Al día siguiente jugué a las chapas. Eran la nueva sensación del patio.
Escribes muy bien, has escrito un maravilloso cuento de algo tan sencillo como es el juego de las canicas, pero muy importante cuando se es niño.
ResponderEliminarUn saludo