Conocí a Pinocho en el lupanar de la colonia San Telmo. Un sitio de lo más exclusivo. No me pareció tan mal tipo. Un vivo, sí, eso sí, pero no mal tipo. Estaba en la barra, comiendo ganchitos y metiéndose con maestría un cubata de ron con Mirinda. Los hielos, ahí dentro, en el tubo de vidrio, hacían tilín-tilín, y se empujaban los unos a los otros al derretirse un poco y mover las burbujitas como si se llevaran mal. Ese ruido me encanta. Es ruido de lío, de guateque, de noche, de chiribitas, es el ruido del triunfo. El barman era un viejo gordito con corbata y chaleco de domador de leones, un veterano con los ojos nublados por el ruido rojo del local y cara de pazguato, supongo que de tanto dar cambio para las máquinas tragaperras. Yo paro poco por allí, a mí las mujeres me dan un poco lo mismo, pero ese día iba con Camilo y un socio suyo de Belgrado que quería conquistar Flandes. Después de la mariscada en O’Pazo no era cosa de llevarle a su hotel y leerle un cuentito para que tuviera dulces sueños. No señor, Camilo quería echarle el lazo otra vez y meterle de lleno en su película de vikingos, una especie de cadena de muebles low-cost para embestir por el trasero a los de IKEA. Sueños. Camilo lleva con ese rollo desde que una vez, hace tres años, fue a comprarle una cocina a los suecos y vio que los seguratas habían cerrado las puertas hasta que se desalojase un poco el local. ¡No cabía ni un alma más! Y no eran ni las seis. Desde entonces se volvió loco con meterles la espada y forrarse también, mordiendo la misma presa. Ninguna idea, por buena que sea, merece tanta pasta, solía repetir cuando salía el tema y se ponía a teorizar sobre la libre competencia y esas chorradas.
Pero a lo que iba, lo de Pinocho. Decía que estaba sentado en la barra como un caballero cruzado, sin mover un músculo, con su nariz de medio metro y el pantaloncito de niño del Tirol. Dos monumentos que le entraron, dos que rechazó: el chico de pino estaba a otra cosa. Mientras Camilo enseñaba el género al pringanovic yo me pedí una cerveza helada y le pregunté al gordo.
- ¿Y éste qué hace aquí?
- Pues qué va a hacer, ha venido con sus primos.
- No jodas, ¿pero a esos no se las llevan a casa?
- Depende del día, ir de compras es más divertido que pedir por catálogo, ¿no?
El gordo llevaba razón, lo que no alcanzaba a entender es para qué se trajeron a Pinocho. La cosa es que después de la segunda probeta me senté a su lado y me lancé a dialogar como un griego en la academia.
- ¿Pero qué haces bebiendo? ¿No es eso malo para tus vetas?
Pinocho me miró de reojo sin dejar de beber, luego bajó el vaso, eructó mirando la tele, y levantó su mano derecha poniendo los dedos en V.
- Dos cosas –dijo, con su voz grave-. Una. ¿Por qué no voy a beber? Mira a tu alrededor. Esto es la fiesta de Blas.
- ¿Y la segunda?- le pregunté yo.
- ¡Que no me tutees!
Ciertamente, no sé por qué lo hice. No soy de los que olvida los buenos modales pero en esa ocasión me dejé contagiar por el ambiente y empecé mal. Sin embargo, fue él quien retomó la cháchara. Se sentiría sólo, qué sé yo.
- Bueno, chico listo, ¿y tú quién eres?
- ¿Yo?, pues uno más, ya me ves, aunque no voy a hacer caja esta noche. A mí esto de pagar por cosas que son gratis como que no...
- ¡Vaya! Un don Juan entonces. Los tipos así me encantan. Escucha: ¿y los espejos no te bajan un poco los humos? porque eres más bien feíto.
- Nada, nada, ni me ha rozado. Sé que miente como siempre. Aunque no me crea, soy un triunfador.
- Te creo, te creo.
- ¿Y usted qué: buscando un arbolito que perforar como el pájaro loco?
- No seas grosero chaval, además ya te figurarás que yo... con esta pinta.
- ¿Pero qué me dice? Usted, ahí, mandando, como Cyrano de Bergerac.
- Exacto, como Cyrano, que no se comió una rosca.
- Bueno, no sé, yo lo decía por el porte, por el aire, por... bueno, tal vez no fue un buen ejemplo.
- No, no lo fue.
- Lo que no me negará es que usted... en fin... así, todo de madera, a la hora de la verdad, no sé, ya sabe... ¡muchos ya quisieran!
- ¿Oye, pero tú de dónde ha salido? Lo digo porque no paras de decir sandeces.
Y así arrancamos una conversación. Me sumé a su menú de destilados y pedí dos copazos. Pinocho bebía como una esponja. ¡Qué cabrón!, con la de muescas que lleva encima.
- Me dice el gordo del fondo que ha venido con sus primos ¿es así?
- Puede.
- No va a soltar prenda ¿verdad?
- Sigo en mis trece.
- Pues si es así, no sé yo si éste es escaparate para esos maniquís.
- Esos maniquís –como tú dices- te pueden aplastar con su dedo meñique y por eso se meterán en los escaparates que les salga de los
- eso es un sí
- ¿El qué?
- Pues eso, que ahí dentro hay fiestuki de pupilos suyos, que me lo estoy viendo.
- Y qué si es así. Tú bebe y calla.
Así lo hice, pedimos varios tubos, el gordo nos servía sin tregua y el mito acabó por venirse abajo.
- Mira ojos verdes: si yo estoy ahora aquí es porque las personas a las que doy clase necesitan, de cuando en cuando, lo que necesitan todos, ni más ni menos.
- Ya supongo, es sólo que uno no quiere saberlo. A alguno de ahí dentro yo le he dado mi voto ¿sabe?
- Pues sigue dándoselo, el espectáculo no se va detener por ti.
El ruido era cada vez más insoportable, las luces se metían bajo mis párpados y empecé a sentir nauseas. Justo a tiempo apareció Camilo con su nuevo inversor. Venía sonriendo como un etrusco y la camisa por fuera. Estaba en el bote. ¡Tiembla IKEA! Mejor reírse, pensé. Me quería largar de allí.
- Un placer Don Pinocho –le dije estrechándole su mano de roble-. Mis hermanos y yo lo admiramos mucho siempre. Mi escena favorita era la de la ballena. El vientre de la virtud, ¿no? Qué gran final. Hasta pronto.
- Adiós ojos tristes, duerme y vive, que anda que no te queda...
- Por cierto, dígame algo. ¿Y Gepeto?, su padre ¿qué opina de todo esto? ¿sabe lo que está ocurriendo? Él no era así, era un tipo recto, un hombre íntegro.
- ¿Gepeto dices? Quédate tranquilo monaguillo. Gepeto está perfectamente. Es el gordito de detrás de la barra.
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