sábado, 16 de abril de 2011

Arianne

La vi por primera vez hará cosa de un año. Era pequeña aunque no imperceptible. Una nota oscura, anecdótica, en el gris azulado de mi cuarto de baño. Como todas las arañas permanecía la mayor parte del tiempo inmóvil, ajena a la vorágine del mundo que nacía desde la ventana. Mi intención inicial fue matarla, acabar con ella: arrugarla entre los pliegues de un papel y echarla al retrete, tal vez empujado por ese instinto primitivo, y casi nunca justificado, que desde niño nos hace ver a los insectos como amenazas. Pero por fortuna no lo hice. Ella no me había hecho nada y no se trataba de una viuda negra ni de una mígala peluda del tamaño de mi mano; era una vulgar y casi diminuta araña como un botón de camisa. Además, fuera cual fuera su dieta, seguro que incluía mosquitos y algún que otro bicho mucho más molesto para mí que su silenciosa estancia en las fronteras del techo.
Durante un tiempo la observé en la distancia. Su radio de acción era relativamente amplio, pero la esquina encima del armario parecía su lugar preferido. En él no había tela alguna. Concluí que no todas las arañas se sirven de una tela para cazar, hecho confirmado luego por lo que de ellas leí en Internet. Un día, mientras me secaba las manos me pregunté ¿cómo habrá llegado hasta ahí?, ¿cuál será su historia? Porque historia tendrá. Por muy despreciables que nos parezcan otros seres inferiores que nos rodean, todos caminan por una senda incierta, y tan seres vivos son como lo fueron Julio Cesar, Napoleón o Einstein. ¿Quién sabe? A lo mejor mi araña era un miembro notabilísimo de su comunidad, y vivía apartada del colectivo para meditar o crear cosas importantes en el mundo arañil.
Llegué a coger una lupa para mirarla de cerca, pero decidí no hacerlo. Lo que desde la lejanía parecía algo pacífico y simpático, podía convertirse en algo monstruoso visto en primer plano. Mejor dejarlo así. Siempre que pasaba al cuarto de baño la buscaba, y siempre la encontraba, en una esquina u otra, en mitad de una pared o junto al aplique del espejo. Por alguna razón evitaba aproximarse al suelo. Rara vez la vi caminar, trepar o como se deba decir para los insectos. Tal vez intuía mi presencia y prefería pasar desapercibida ocultándose en el inmovilismo. Casi sin darme cuenta, la araña se había convertido en un pequeño ingrediente de mi vida, uno mínimo desde luego, pero habitual y más fiel que muchos otros eventos de mi agenda. Entonces, me propuse a mí mismo una tarea, muchos dirán que absurda: la de hacer un seguimiento de su vida, ser su biógrafo, recoger su historia.
Compré una pequeña libreta de color verde para anotar -simplemente anotar, sin ningún ánimo científico- los episodios de su existencia en mi cuarto de baño. Para ello, antes de empezar, era necesario darle un nombre. Decidí llamar a mi araña Arianne (perdonen mi absoluta falta de originalidad).
Así comencé su crónica, sin su conocimiento ni consentimiento. Desde ese momento, tuve la sensación de que ella también me observaba a mí, y, tal vez -¿quién sabe?- ella llevara igualmente, a su manera, un registro de mis evoluciones. El procedimiento era muy simple. Cada entrada en la libreta se componía de una fecha, un momento del día y el lugar en el que se encontraba. Nada más.
La experiencia duró cerca de dos meses. En ella se confirmó su sedentarismo así como su manifiesto desinterés por los viajes largos y la aventura. Evitaba las zonas húmedas y prefería las sombras al sol. Hasta que un día, sin más, desapareció.
Desconozco si finalmente se lanzó en busca de nuevos horizontes, o fue engullida por algún predador superior, o simplemente se murió de vieja, cayó al suelo y, sin yo saberlo, le di sepultura con mi aspirador. Sea como fuere, Arianne se marchó de mi vida y de mi techo azulado y el mundo siguió girando. De esto hace ya ocho o nueve meses.
No hablé a nadie de mi extraño proyecto, salvo con mi amigo Luismi. ¡Necesitas una novia ya!, me dijo. Tal vez tenga razón. El mismo consejo me dio dos años antes cuando le conté que a veces hablaba solo frente al televisor.
Y hace dos semanas, un punto negro reapareció en la pared norte de mi cuarto de baño. De ocho patas, inmóvil pero vivo. Hola, amiguita, ¿eres tú?, ¿has vuelto? Naturalmente no era ella. Ésta era algo más clara de color, aunque de tamaño muy semejante. Tal vez fuera su hermana, o su prima, o su hija. O puede que fuera de otra subespecie completamente distinta, que sólo un aracnólogo sería capaz de diferenciar. Pero allí estaba, ocupando los dominios de su predecesora y exhibiendo costumbres e itinerarios casi idénticos. Tampoco podía dejar de observarla en la intimidad, tanto la suya como la mía, y por eso, a los pocos días, le formulé mi proposición.
    ¿Quieres que sea tu biógrafo? La araña permaneció quieta. Terminé de afeitarme y al girarme vi que se había movido. Poco, apenas unos centímetros. Interpreté aquello como un sí. Esa tarde compre una libreta de color azul y me dispuse a levantar acta de una nueva e ínfima vida colindante con la mía. La llamé Arianne (perdonen, otra vez, mi absoluta falta de originalidad).

2 comentarios:

  1. Disfruto leyéndote, construyes un buen y original relato de la cosa más nimia.
    Hay un estado que planea sobre el personaje (seas tú o no) a lo largo de todo el cuento: la soledad.
    Muy bueno, si señor.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Parece que, por mucho que lo intentemos a veces, nunca estamos completamente solos. Un saludo.

    ResponderEliminar