jueves, 10 de noviembre de 2011

El seis

Cuando iba al colegio –no recuerdo con exactitud el curso- mi madre fue a entrevistarse con mi tutor, tal y como hacía siempre a principios de noviembre, justo antes de que nos dieran las primeras notas. Su hijo es un alumno de seis, le dijo. Recuerdo que aquel diagnóstico me humilló enormemente. A fin de cuentas, el cinco es la frontera entre el suspenso y el aprobado, el límite de la salvación, el símbolo de la conquista del algo. Por su parte, el siete es una nota que apunta hacia las calificaciones nobles, es ya un notable, una especie de oficial de bajo rango, pero oficial al fin, como lo es un alférez o un teniente con visos de ascenso. Pero un seis... un seis es el retrato mismo de la mediocridad.
Durante un tiempo me esforcé por demostrar a mi tutor, a mi madre y a mí mismo que yo no era un alumno de seis, pero todos los síntomas parecían apuntar a que sí lo era. Si en un trabajo lograba encaramarme al siete o al ocho, en el siguiente examen sacaba un cinco y la media me devolvía de nuevo a mi centro de gravedad: el dichoso seis. No entendía por qué debía vivir con ese sambenito y dónde estaba escrito que era ésa y no otra, mi nota. Me tranquilizaba a veces pensar que otros compañeros eran alumnos de cinco, de cuatro o de tres, y que estaban igual de encadenados que yo a un número que parecíamos llevar cosido a la espalda. A la vez, qué envidia sentía de Alberto, de Oscar o de Sebas, que eran alumnos de ocho y de nueve, y no digamos del estúpido de Luis Alfredo Orbaneja, del que una vez el profesor de Sociales dijo ser un alumno de diez. Maldición
De aquella época me viene mi costumbre de retratar y clasificar a las personas con una nota, una técnica que –a decir verdad- me ha ayudado mucho en la toma de decisiones críticas en mi vida. Sobre todo, me ha ayudado a situarme entre los demás. He asumido que mi seis es inamovible y no guardo rencor a mi tutor, quien creo que, honestamente, acertó bastante al calificarme. Mis padres fueron los primeros en ser evaluados. Sopesando sus defectos y virtudes, les di un ocho, que es una nota más que digna. No tuve dudas de que mi hermano era un hermano de siete y la petarda de mi hermana de cinco. Rogelio era un amigo de nueve, pero Jesús lo era de seis, especialmente después de que un verano nos peleásemos por Susana, a la que los dos veíamos como una niña de diez, hasta que terminó saliendo con el gilipollas de Niko y de sopetón le bajé la nota a un tres. Ahora sé que nunca, nunca, a pesar de que me rompiera el corazón, me creí lo de aquel tres. Era la chica más guapa y adorable del colegio y esas cosas no se pueden cambiar.
Desde entonces he tenido compañeros de mili de nueve, jefes de cinco, porteros de dos, panaderos de cuatro, y una mujer de siete. Muchas veces, en los años que llevo casado con ella, he querido rebajarle la nota, pero luego pienso que bastante mérito tiene que pudiendo haber aspirado a más, siga casada con un marido de seis –inapelable- como yo. Un siete es lo justo.
Al comenzar mi vejez me volví más exigente con todos y anduve un tiempo repartiendo treses y doses a diestro y siniestro. Incluso unos y ceros, como los que les cayeron a los cuatro presidentes de gobierno que dejaron el país para los leones. Desde luego, el cretino de mi cuñado siempre se lo ganó a pulso y creo que bien podría deberme nota el muy patán. Andando los años pasé a ser mucho más tolerante y generoso en mis evaluaciones. Tuve un médico de nueve, una pareja de mus de cinco pero amigo de diez, un cirujano de siete y una vecina de veinte que solía tender la ropa en la terraza a mediodía, y para la que creo que no se han inventado todavía números. Y luego tuve un enfermero de ocho, un conductor de ambulancia de nueve y medio, y un funerario de seis.
Pobre infeliz, un seis -como yo-. ¿No le da vergüenza? – pensé mientras el hombre me maquillaba para presentarme ante mi familia. Un seis, que es el retrato mismo de la mediocridad.

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