Desde hace aproximadamente un año me sucede algo bastante llamativo, y es que no me creo ni una palabra de nada de lo que me cuentan. Ya sea en el trabajo, en casa, en el mercado, en los periódicos o en las noticias de la tele. Tal vez se trate de algún tipo de enfermedad, una especie de síndrome raro, pero tengo el firme convencimiento de que todo el mundo me está mintiendo desde el momento en que abre la boca. Sea como sea, y mientras no haya un diagnóstico concluyente, he de comportarme en coherencia con tal sentimiento. Así, cuando mi mujer me dice que ha estado de compras, pienso que ha estado haciendo gestiones bancarias o de paseo, si mi jefe me comunica que al día siguiente se ausentará porque tiene una reunión en Bilbao, estoy convencido de que piensa quedarse en casa o visitar a su tío. Si en la tele dicen que el Barça ha ganado 3-1, lo niego. Puede que haya ganado, eso puedo concederlo, pero seguro que no con ese resultado. Si dicen que hay guerra en Kazajistán, asumo que el conflicto debe ser en Armenia o en Burkina Faso, si dicen que la Bolsa sube es que se está desplomando. Cuando dicen que hará sol, salgo con el paraguas, y si, finalmente, no llueve, interpreto que tal discrepancia se debe a la reiterada imposibilidad de predecir el tiempo con un 100% de fiabilidad, no a la intención de los meteorólogos de no faltar a la verdad. El mundo que me circunda queda, en definitiva, anegado por una máxima cada vez más incuestionable para mí: todos mienten en todo.
Esta situación ha modificado en muchos sentidos mi vida, y, por supuesto, el trato que tengo con los demás. Por ejemplo, la relación con mi portero se ha enfriado necesariamente. Figúrense, por las mañanas, cuando nos cruzamos en el portal, él me desea siempre “que pase un buen día”.
Tardo mucho más que antes en llegar a los sitios a los que voy por primera vez, ya que desconfío de las señales y letreros. No digamos ya de las explicaciones de las personas a las que pregunto. En una ocasión, pregunté a un joven cómo llegar a la calle Hércules, y tras indicarme con todo detalle el itinerario a seguir –falso, a todas luces- decidí caminar justo en sentido contrario. Al cabo de una hora de dar vueltas, y sumido, como Pulgarcito y sus hermanos, en la más angustiosa desorientación, recurrí a los servicios de un taxi. Debo decir que el trayecto fue de lo más desagradable. El taxista se empeñó en convencerme con vehemencia de que “julio es uno de los meses más calurosos del año”.
Respecto a mi hijo Carlitos, está llevando el nuevo escenario con el mayor agrado: cada vez que me dice que ha suspendido Matemáticas o Sociales yo le felicito, lo cual –superada su sorpresa inicial- le está haciendo tomarse sus estudios de una manera mucho más relajada. Creo que es la razón de que, por lo que me va contando, esté sacando cada vez mejores notas.
Un día, hace unos meses, mi mujer –con la que tengo una buena relación a pesar de los años de matrimonio- me dijo que “me quería mucho”. Comprendí entonces que estábamos entrando en la antesala del divorcio. Sin embargo, antes de tomar ninguna decisión precipitada fui a visitar a un especialista, un psicólogo que me recibió muy cortésmente. Era alto, delgado y moreno. Di por supuesto que se teñía las canas. Me escuchó con mucha atención y me dijo que se trataba de una patología ciertamente novedosa. Mentir compulsivamente era un cuadro bien conocido, pero éste mío de pensar que son los demás los que siempre mienten nunca lo había tratado. Me prometió documentarse sobre ello para la próxima sesión. Naturalmente, no le creí y no he vuelto a ir más.
Convencido de que había que agarrar al toro por los cuernos, me senté con mi mujer en la cocina y le pregunté abiertamente si había otro hombre.
- ¿Otro hombre? ¡No!, ¿pero qué estás diciendo?
Aquella respuesta confirmó mis peores temores. Yo entonces le pedí que me aclarase si se trataba de algo serio, o era más bien una relación pasajera, un desliz.
- ¿Pero qué te pasa? ¿Es que no me has oído lo que te acabo de decir?
La vi manifiestamente molesta y decidí no seguir por ese camino. Son cosas que ocurren –pensé- y no volví a mencionar el tema. Pasó el tiempo y mi vida fue, poco a poco, adaptándose a mi nueva “característica” (no creo a los que me dicen que es un tipo de neurosis). Todo es cuestión de acostumbrarse.
Hace dos semanas, mi mujer fue la que me habló en la cocina.
- No aguanto más. Te dejo – me dijo
- Lo siento pero no te creo - le respondí yo.
Tres días después, hizo las maletas y se marchó.
- Esta noche Carlitos que se quede aquí pero mañana vendré a por él: entenderás que debe ser conmigo con quien viva.
Cuando los dos salieron por la puerta, sentí como si me arrancaran un brazo, o los dos. Desde entonces me da miedo salir a la calle, permanezco a oscuras en el salón, no leo los periódicos ni veo esa absurda televisión de mentirosos. Cuando abro alguna lata para comer, comprendo que no sé qué es exactamente con lo que me estoy alimentando, ya que las etiquetas pueden decir cualquier cosa. Mi jefe me telefoneó para decirme que si no iba a trabajar me iban a despedir. No le creo.
A setenta kilómetros de mi casa hay un precioso paraje, recorrido por una carretera que serpentea entre las montañas hasta las cimas. Antes de llegar al mirador, una señal anuncia una “curva peligrosa”. Ahora sé que no debe serlo tanto. Me pregunto qué ocurría si en la recta antes de llegar pisase el acelerador y no lo levantase más. Me gustaría intentarlo. ¿Me creen?
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