Por
alguna extraña razón, que se me escapa, las estancias acordaron adoptar las
trazas más severas de la confidencialidad. Sellar los trayectos que dan vida a
la luz entrometida, y cortar toda comunicación con los sonidos descendidos de
las almenas.
Por
alguna singular razón, del todo inaccesible para mí, los umbrales fueron desde
entonces una solemne continuación de los muros persistentes, hasta el punto de
que ni el más refinado de los tactos, era capaz de discernir el punto exacto en
que nacía una puerta o moría la frontera cincelada de las piedras.
Por
alguna misteriosa razón, que desconozco, los espacios soberanos del castillo no
dudaron en conceder al hermetismo el honorable privilegio de los altares, mayorazgo
conciliar sin posibilidad de réplica, para así desterrar, más allá de los fosos
y los puentes levadizos, a las milicias intenciones de imprecisa vocación y
oscuros retos.
Pero
entonces, por alguna razón que se me escapa, llegó un viento insospechado, imprevisible
generador de desconciertos, cruzó el foso sin violentar la empalizada, y rodeó la barbacana con un millón de razones intuidas. Entró en el patio con sus
huestes y liberó las cerraduras de la dictadura de sus llaves, fundió el hielo
de las bóvedas y las capillas, y regaló al corredor una sonrisa acaudalada.
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