Encontré en el punto exacto en que nace
la Geometría un cuadernillo opaco con las esquinas abarrotadas de coordenadas. Una
suma de hojas siamesas, unidas por el occidente de sus líneas y los bordes convocados
en el mismo acantilado de los mapas.
Incomprensible a mis ojos de ciencia
fragmentaria, busqué entre las fórmulas que en él se anunciaban, alguna voz que
me explicara la suerte bidimensional de los planos acotados. Acaso algún indicio
de una representación desdibujada, como insinúan las orillas a las playas en calma, cuando el mar deja respirar a sus corrientes.
Pero ni los dibujos procedentes de los
lápices, ni los ángulos sometidos al dictado iluminado de las brújulas me
dieron más informe de aquel diario de sesiones geográficas, que el propio hecho
de encontrarme ante un laberinto de suposiciones planetarias.
Decidí entonces devolverlo a su lugar y
seguir rumbo, imaginando que eran cartas, escritas por la misma superficie de
las cosas y llamadas a orientar a los mortales en su tránsito hacia el extremo
más meridional de sus hazañas. Hacia el margen más septentrional de sus deseos.
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