Siempre
quise construir una torre. Una gran torre. Del tipo que fuera. Su forma y
ubicación eran irrelevantes. Una torre, inalcanzable para los hombres, insólita
para los gigantes y digna de consideración para los cielos.
Supongo
que todo comenzó de niño. Construía los castillos más esbeltos y señoriales de
toda la playa, capaces de congregar a su alrededor docenas de bañistas y
curiosos. Pero apenas el mar se enteraba de que eran de arena, arremetía contra
ellos con furia oceánica, reduciéndolos a una masa informe de rojo húmedo,
indistinguible del eco que deja la abatida sombra del fracaso.
Mis
juguetes siempre fueron artefactos para construir y levantar. Cubos, módulos,
piezas, bloques... Los apilaba sorteando la plomiza e innegociable gravedad y
me alejaba despacio para admirar sus conquistas en el plano vertical. Pero el
techo de mi habitación castraba mis ambiciones babelescas. Eran sólo un niño.
Ya
en el instituto, convencí a mis amigos para amontonar mesas y sillas en el
patio en una suerte de zigurat hueco de cinco metros sin inspiración solar. La
cojera e imperfección de algunas de las patas hizo colapsar mi atalaya de
madera y hierro, y el estruendo se escuchó en todo el barrio. Al pequeño Toño
casi le pilla debajo y sí, ahora sé que de haber sido así le podría haber
matado. Me expulsaron del centro con justicia, pero mi profesor de Dibujo –Maurico
Solana se llamaba- me dijo antes de irme: “Era una locura total, pero la
estructura era hermosa”.
Llegué
a la escuela de Arquitectura como el acólito que entra en la basílica del
saber. Recuerdo casi con miedo las decenas de retratos que custodiaban los
pasillos con mirada solemne: Vitruvio, Brunelleschi, Palladio, Bramante, Aalto,
Lloyd Wright, Le Corbusier, Gaudí, Gropius... Con voracidad incesante digería a diario integrales,
teoremas, langrangianas, sistema diédrico, resistencia de materiales... pero
nada de torres. Terminé la carrera y comencé a trabajar en un estudio que
trazaba parques y jardines. En él adquirí la destreza de la vista de pájaro. Deambulé
por diversas empresas, despachos y constructoras. Reformas, un módulo de
viviendas sociales, vuelta a los jardines, unos pareados en Leganés, una
ampliación en un colegio de frailes, un centro comercial en Mejorada y, por fin,
una torre. Un edificio de catorce plantas en Lyon, cristal por los cuatro
costados, afilado, oscuro, puro Mies van der Rohe revisitado. Yo repasaba los
cálculos de la estructura, aporté algunas ideas para el acabado de la entrada y
mis jefes no tardaron en advertir mi obsesiva vocación por las alturas.
Después
de aquél vinieron cuatro más, siempre rascacielos, el último de ellos de
Poco
después, a los sesenta y siete años, el destino llamó a mi puerta y pude
realizar mi gran sueño. Gané el concurso para la construcción de
Para
la inauguración hice subir varias toneladas de arena de playa a la azotea. Tras
los discursos preliminares, comenzó el espectáculo. Tan sólo con agua, una pala
y mis propias manos di forma a un enorme castillo de casi tres metros. Con tan
ingenuo estrambote, el edificio había sobrepasado el kilómetro de altitud y el
champagne empezó a servirse a los invitados. Las luces y los aplausos formaban
un todo, con las cámaras de televisión como testigos. Mi castillo y yo seríamos
portada en todos los periódicos del mundo. Desde lo alto miraba el mar mientras
sonreía victorioso. Esta vez no vencerás, mi castillo ahora es inmortal – le dije
a las aguas oceánicas que me observaban silenciosas.
Pero
apenas el viento se enteró de que era de arena, curvó el aire como un látigo y
lo lanzó hacia mí. Uno a uno, esparció los granos entre los presentes hasta
desintegrar por completo su fisonomía colectiva y hacerlos volar suspendidos en
el tiempo y el espacio a mil metros. Un vuelo sin ambición, apático, indistinguible
del eco que deja la abatida sombra del fracaso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario