Nos
enteramos de su muerte por una nota en el portal.
El
martes día 2 de octubre falleció Don Federico Tortosa Marín (3º B), vecino de
esta comunidad desde hacía sesenta y dos años. El viernes
Yo
vivo en el 3º A desde hace quince años. Apenas tenía relación con Federico. Lo
conocía de cruzarme con él en el portal, darnos los buenos días y buenas tardes
de rigor y poco más. Era un hombre muy mayor y vivía solo. Nunca asistía a las
juntas de vecinos. Aunque se trata de una finca centenaria, las paredes no son
demasiado gruesas y es fácil escuchar los ruidos de los pisos colindantes. Pero
en el caso de Federico, el silencio que emanaba de la pared que compartía con
su casa era prácticamente total. Ni una conversación, ni una radio, ni la
tele... ni siquiera un vaso o un plato esporádico reventándose contra el suelo.
Nada.
Pregunté
al portero y me contó que tenía ochenta y ocho años, esa era básicamente su
única enfermedad, y que su hija, que
vivía en Toledo –me pareció entenderle- había venido a encargarse de todo tras
su muerte. Ella había puesto la nota. Por un momento pensé acercarme al funeral
a San Justo, pero en los días siguientes no me costó encontrar excusas para
finalmente no ir. No conocería a nadie, no soy religioso, no me unía ninguna
amistad con el difunto, qué pintaba yo allí, etcétera.
Como
decía, en el tiempo que fui su vecino apenas lo sentí, pero en los días
posteriores a su muerte sucedió algo curioso. Todas las mañanas, sin excepción,
a las ocho en punto, sonaba el teléfono de su piso. Al principio no le di
demasiada importancia, aunque me extrañó que, después de tantos años de
silencio, justo ahora, cuando nadie podía contestar, alguien llamara de modo
tan perseverante. En realidad, no podía asegurar que se tratara de la misma
persona, pero el hecho de que fuera todos los días y a la misma hora, con esa puntualidad
kantiana, me hizo convencerme de que así era.
Comprobé
que el número de sonidos era siempre el mismo: ocho. Tras ellos, el teléfono
dejaba de sonar, y no volvía a hacerlo hasta el día siguiente a las ocho en
punto de la mañana.
Mi
vida no está tan repleta de ocio como para que algo así desvíe mi atención,
pero coincidirán conmigo que la curiosidad, unida a la reiteración de un hecho
que tiene algo de inexplicable y enigmático, puede acabar derivando en una
pequeña obsesión por encontrar una razón a todo esto.
Un
día, unos meses después de que Federico falleciera, pregunté al portero por la
situación del piso, sin mostrar mayor interés. Me extrañaba que a esas alturas
no se hubiera colgado en la fachada un cartel de SE VENDE. Santiago –que así se
llama el portero, y que no es persona precisamente de mucha conversación- se
encogió de hombros sin sacar las manos de los bolsillos. La hija no ha vuelto,
no sé si pensará venderlo o alquilarlo – me dijo-. Es raro –le sugerí simulando
que mi intención no era otra que hablar de algo-, no parece que hayan venido a
retirar muebles ni nada. La hija no ha vuelto, ya le digo –volvió a responder
con el mismo tono-, certificando su nulo interés por hablar conmigo.
Comencé
a imaginar historias sobre quién podría llamar todas las mañanas al número de
Federico. Tal vez un acreedor, o algún vendedor de algo. Pero la hora no era
propia de nada de eso. De este modo, como dije antes, fue naciendo en mí,
lentamente, la obsesiva necesidad de desvelar el misterio del teléfono. Saber
quién llamaba no tardó en convertirse en una fijación. Un síntoma más –supongo-
de lo poco que necesitamos a veces para crearnos un objetivo en la vida, por
absurdo que pueda ser, capaz de absorber los recursos más valiosos de nuestra
energía vital.
El
problema era, naturalmente, cómo podría entrar en casa del difunto Federico
para descolgar el teléfono. Barajé varias opciones, como saltar por la ventana
del patio interior. La descarté enseguida por el alto riesgo de abrirme la
cabeza contra el suelo -son tres pisos- y el no menor riesgo, caso de conseguir
llegar hasta su ventana, de encontrármela cerrada a cal y canto. También pensé
en generarme una humedad en el salón y provocar que el portero subiera al 3º B
a mirar, pero tampoco era buena opción: subiría, vería que no hay nada y se
terminó. Necesitaba poder entrar yo sólo, minutos antes de las ocho y esperar
allí a que sonara.
Al
cabo de dos semanas tenía listo un plan que revisé cuidadosamente. Podían
fallar muchas cosas de él pero de ocurrir así, no habría nada de sospechoso en
mi actuación. Una mañana, a las 7:40 minutos salí al pasillo y deslicé un par
de facturas bajo la puerta de la casa de Federico. Bajé al portal y le dije a
Santiago, que, al ir a cerrar mi puerta, se me habían caído del maletín –que debía
llevar abierto- varias hojas, desparramándose por el suelo. Al recogerlas, eché
en falta algunas de ellas, dándome cuenta entonces de que se habían podido
introducir por debajo de la puerta del 3º B. A esa hora el portero está
limpiando, así que me ofrecí, con el fin de no molestarle más de lo necesario,
a recoger yo mismo mis facturas sin necesidad de que él subiera conmigo. Sería
un momento nada más. Incluso tenía preparadas varias frases para insistirle en
que se quedara abajo, caso de que se empeñase en venir conmigo. Pero no hizo
falta. Prácticamente fue él quien me pidió que fuera yo sólo.
Así
que ahí estaba, a las 7:49 minutos de la mañana, a punto de abrir la puerta que
me llevaría a desvelar, al fin, el absurdo misterio de las llamadas de
teléfono. Mientras giraba la llave fui por un momento consciente de lo ridículo
de mi actuación y pensé en volver a cerrar y olvidarme de las dichosas
llamadas, que bastante me debían importar a mí. Un estúpido teléfono me había
hecho interesarme por alguien que ya estaba muerto, alguien además a quien no había
prestado atención alguna mientras vivía. Todo aquello era una extraña ironía,
patética si se mira desde fuera. Pero enseguida supe que si hacía eso, se renunciaba,
no me lo perdonaría. La única oportunidad de entrar al 3º B se me había
brindado con más facilidad de lo esperado. Mi plan había funcionado a la
perfección. Tal vez fuera ésa la manera que el destino tenía de decirme que,
llegado hasta ese punto, no había marcha atrás.
Entré.
La casa tenía un desagradable olor a humedad, olor a cerrado, olor a polvo, olor
a abandono. Abrí ligeramente la persiana del salón pues no había luz eléctrica.
Encontré enseguida el teléfono, encima de una mesita en el pasillo, junto a la
puerta del baño. Era un teléfono anterior a la era digital, de esos que no
necesitan corriente eléctrica para sonar. Eran las 7:51. Disponía de nueve minutos para
contextualizar mi proyecto y así empecé a caminar despacio por la penumbra de
la casa. Me preguntaba dónde murió exactamente Federico. Su cama estaba hecha y
era evidente que todo estaba tal y como él lo tenía. Por alguna razón imaginé
que lo hizo sin dolor, sentado en el sillón, tal vez mientras dormía la siesta.
En la cocina, la nevera abierta, como suele hacerse cuando está desenchufada, y
los armarios casi vacíos. Un frasco ya empezado de Nescafé en la encimera fue
el único alimento que encontré. El salón tenía un pequeño butacón, una alacena
y un mueble de esos con una radio de los años 60 incrustada en el medio. Las
7:56. En las paredes un par de pequeños cuadros sin interés. Sólo encontré una
única foto en un marco de plata, encima de la mesita, junto al sillón. Dos
jóvenes abrazados en el estanque del Retiro. Una foto en blanco y negro, bien
conservada por esa condescendencia que el tiempo muestra con frecuencia hacia
las imágenes únicas, aquellas que permiten a las personas que se asomaron a la
vida adulta cuando una foto era un acontecimiento, agarrarse a alguno de sus
recuerdos y pensar “yo soy –o fui- ése”. Calculé que debió hacerse en los años
50 y, naturalmente, los dos jóvenes debían ser Federico y su mujer, o, tal vez,
entonces, su novia. A ella nunca la conocí. Federico debió enviudar antes de
venir yo a vivir al 3º A. Desde luego, todo eran conjeturas, pero basadas, como
pueden comprobar, en la más sencilla de las lógicas. Las 7:58. Cogí aquel
retrato y lo miré con atención. Reconocí efectivamente a Federico, aunque,
hasta ese momento, de él sólo había visto su rostro de octogenario agotado y
aburrido por los días, los meses y los años. Sin duda era él. En lo esencial,
digo, era él. Entonces sonó el teléfono. Eran las ocho de la mañana.
Me
dirigí al pasillo con la foto en la mano. Había llegado el momento.
El
plan era, naturalmente, descolgar, pero... para qué. No disponía de mucho
tiempo. A los ocho timbrazos todo se desvanecería. El cuento de los folios bajo
la puerta no podría usarlo más. Tanto tiempo planeando todo y ahí estaba,
petrificado, sin saber qué hacer. Cinco timbrazos, seis... el tiempo se
agotaba. Al fin me decido, dejo la foto junto al teléfono y descuelgo.
Preguntar
“¿quién?” o decir “aló” o algo así, era arriesgarme a encontrarme con una
contrapregunta del tipo “¿con quién hablo?”. Demasiado riesgo. Así que me
limité a escuchar. Era evidente que al otro lado había alguien. Al cabo de unos
segundos de silencio escuché una voz. Una voz ligeramente familiar para mí,
familiar por haberla oído antes, por haberla tenido cerca, en el portal,
dándome los buenos días y buenas tardes de rigor: “Ahora tengo interés para
ti... ¿ya existo?... Deja la foto en su sitio y sal de mi casa”. Y colgó.
Tardé
unos segundos en reaccionar. Estaba aterrado. Casi sin poder caminar, me dirigí
al salón y dejé la foto en su sitio. Cerré la puerta y le devolví la llave al
portero disculpando mi retraso porque tuve que pasar a mi piso a contestar una
llamada (más ironías). Ni se inmutó.
El
teléfono de Federico no volvió a sonar nunca más.
Unas
semanas después, en la fachada de nuestro edificio, a la altura del tercero, se
colgó un cartel de SE VENDE con un número de teléfono.
Era
mi piso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario