Sintió el empuje incesante
de una asamblea de decisiones, la presión irremediable del cónclave, la caída libre
del edificio de la responsabilidad. Y sin embargo, sin necesidad de encaramarse
a la solemnidad de los acantilados, susurró para sus adentros: “por supuesto”.
Notó el miedo irreverente que
nace en el salón de la inseguridad, y avistó a lo lejos la sombra que proyecta
el pánico sobre las paredes blancas que pintan los niños con sus lápices de
colores -blancos-, pero consciente de que las voces del futuro solo cantan una
vez cada siete años, garabateó en el reverso de una hoja de solo dos bordes: “por
supuesto”.
Se despidió de su pasado
reciente con la sonrisa opuesta a la alegría y las lágrimas contrarias al
desconsuelo. Retomó el tranvía de la elegancia y la sutileza, y al salir por la
puerta, aun escuchando el ruido que hace la nostalgia al entrar en algunos
corazones (ese ruido opaco que ni los poetas más diestros aciertan a describir),
nada de ello le impidió responder de golpe a las cien primeras preguntas de la
nueva lluvia: “por supuesto”.
Ya en el nuevo mundo, paralelo
al de un universo privado e íntimo, sin techos ni suelos, se pregunta si la
duración de los días será la correcta, si las semanas no estarán avanzando demasiado
deprisa, y los meses demasiado despacio, si los años no son sino peldaños de
una escalera de Escher, o si las horas se convierten en minutos por algún
exótico efecto de un teorema de la Física aún por enunciar y demostrar.
Pero en esencia, como esas
fotos en blanco y negro, privadas ya de todo frívolo artilugio, lo que queda es
un océano de posibilidades inquietas, opciones excluyentes que habrán de ser
sacrificadas cada día sin recurso. Y que, obsesionadas por coronar sus más
ambiciosas inquietudes, pregunten justo antes de desaparecer si merece la pena
esperar un poco más. Solo un poco. A sabiendas que la respuesta ha de ser pronunciada con intención decidida, y será, una vez más y para siempre: “por
supuesto”.
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