domingo, 25 de noviembre de 2012

Camino de Jartum

Yo he visto nacer al Nilo. Vi cómo se asomaba al mundo como el brazo de un gigante saliendo del vientre de su madre, saludaba al cielo desde los míticos glaciares de Ruwenzori, y se dejaba caer 4.000 metros por laderas y páramos hasta arrojarse como un loco al lago Victoria. 
He visto sus aguas galopantes formar cataratas estruendosas, salpicar de ruido selvas tropicales y bendecir después los campos como si fueran sus hijos.
He observado los pliegues adormecidos de esta tierra, a la que llaman de las mil colinas, curvando la vista y el oído del viajero asombrado.
He visto así dar a la Naturaleza una de sus más espectaculares muestras de poder: la creación continua y perpetua de vida.
Y entonces llegó 1994. Aquel maldito año en que el demonio mismo ascendió por las grietas del suelo y poseyó a los hombres durante cien días.
Yo he visto fabricar el infierno a orillas del río Kagera. He visto abarrotar sus aguas de cuerpos desmembrados, y mezclar la sangre roja con el agua dulce, como en una siniestra pócima.
He visto a madres suplicar que disparasen al corazón de sus hijos para eludir así el tormento del ensañamiento... y no conseguirlo. He oído a las emisoras hablar de la aniquilación total como un proyecto de Dios. El Dios del cristianismo.
He visto a turbas de adolescentes dejar el fusil y elegir el machete, avanzar como la noche sobre los gritos sin distinción de edad, silenciando unos y desgarrando aún más los otros.
En mi identificación ponía “prensa”, pero casi nadie me dio el alto ni me pidió pasaporte alguno al entrar en las ciudades y aldeas. En la solapa de mi libro dice que fui corresponsal de guerra durante el genocidio de Ruanda. Pero yo no fui nada. Porque la información que envié no ayudó a evitar ni una sola muerte.
No volveré a dormir. El agua me sabe a sangre.
He vuelto a África central dieciocho años después porque una vez vi llorar al Nilo, lo vi llorar a su paso por la tierra de las mil colinas. Lo vi llevar, sin él quererlo, cientos de cadáveres al lago Victoria y arrojarlos allí. Quiero verlo nacer otra vez.
En el aeropuerto de Kigali, un policía me preguntó el motivo de mi viaje. Ya no tengo ninguna identificación de prensa. Le dije vengo a asistir a un nacimiento. Acogió la respuesta con indiferencia, me devolvió el pasaporte mirando ya al siguiente de la fila y me dejó pasar.
Ascenderé hasta las cimas de Ruwenzori, en Uganda, saludaré al cielo desde sus glaciares y beberé en las aguas blancas del joven Nilo, que seguirá su curso camino de Jartum, camino luego de El Cairo de los faraones, y camino, por último, del mar que me vio nacer a mí.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Amarillo oscuro

En los años 60 se hizo una película sobre mi vida. Cierto que la cinta nunca llegó a estrenarse en salas comerciales, pero sí se hizo un pase, privado, para productores, artistas y algunos medios. Yo no pude asistir, naturalmente, porque no había nacido. El film era una especie de thriller sin apenas efectos especiales, una road-movie con toques de comedia clásica. Y, aunque llegando al clímax apuntaba al melodrama romántico, terminaba mal, porque la chica se iba y el chico se quedaba solo, sobre un fundido en negro.
En los años 70 se hizo una obra de teatro sobre mi vida. Nunca se presentó en Broadway, pero fue leída por algunos críticos –al menos uno-, y se hicieron ensayos para una representación escolar que nunca tuvo lugar. Yo no la vi, ni la leí tampoco (era tan pequeño...) Pero, según me contaron, era más bien una tragedia con elementos de enredo e ingredientes satíricos, un par de largos monólogos y un trasfondo onírico que hacía su segundo acto un poco incomprensible. Hay quien podría pensar que se trataba más bien de una farsa. El final era simbólico, con la escena casi vacía, y el telón cayendo sobre un pequeño butacón frente a un espejo. Es lo que me contaron.
En los años 80 un cantautor compuso una canción sobre mi vida. No se llegó a grabar, pero pudo escucharse, de pasada, en ciertos bares, haciéndose un hueco entre algunos éxitos del momento. Una especie de interludio para que el público pida otra copa. Tenía un estribillo breve y seis estrofas. La tercera y la quinta rimaban mal. Una melodía simple, en tono menor, con acordes de séptima y un punteo en el medio. Compás binario. Su final era abrupto, no en fade-out como en la cara A de los singles. Terminaba sin más, después de repetir seis veces el estribillo –seis, sí-, que no era del todo pegadizo.
En los años 90 se escribió una novela sobre mi vida. No se publicó jamás, pero un editor anotó a lápiz palabras en los márgenes del manuscrito antes de devolverlo: trama endeble, final previsible, secundarios sin alma, acotaciones confusas, ¿por qué ella se comporta así?... No era muy larga, pero se reescribió pensando en una edición en rústica. Tampoco. No la leí. Entonces yo estaba a otras cosas, las cosas de mi vida, las cosas, supongo, que se contaban en la novela.
Hace unos años se pintó un cuadro sobre mi vida. Era un collage, con los bordes quemados y texturas arrasadas por los contrastes: tela, madera, pegotes y manchas, pequeñas chapas de latón atornilladas. Tenía vocación figurativa pero sólo como sugerencia leve, y, por alguna razón, tras los azules y verdes, se escondía un indescriptible e inquietante amarillo oscuro. No se exhibió en galería alguna, ningún catálogo, ninguna exposición en ningún centro de cultura municipal. Pero me han dicho que un niño lo fotografío con el móvil y lo subió a su Facebook.
Estoy tratando de encontrarlo, pero no sé qué poner en el buscador. Escribo mi nombre, con su tilde y todo, pero sólo aparecen referencias de un futbolista famoso.

viernes, 5 de octubre de 2012

Antes de las cosas

            Antes de las cosas yo era un hombre tranquilo, uno de esos tipos de hablar pausado y sueños asequibles. Una ecuación de soluciones reales, todas pares y sin decimal alguno, de remedios inmediatos, y fácil de querer (aunque sea un poco)  
            Antes de las cosas construía sólo un llanto por cada cien risas, cantaba los lunes y rezaba en el sábado, sumaba mucho, restaba un poco y las cuentas salían. Respiraba diez veces al morir la aurora, vigilaba los relojes con el paso del verano y caminaba despacito, pegado a los muros -como me enseñaron-, por miedo a los vientos y a sus voces de lluvia.
            Antes de las cosas construía mis casas de ladrillo rojizo, de cemento y de piedra, para que el lobo se aburriera de soplar y soplar, sin mover un átomo de mis cristales, ni sembrar el pánico entre las líneas más anchas de mis fronteras.
            Antes de las cosas, paseaba y pensaba, leía libros sin las hojas gastadas, terminaba los cuadernos sin la espiral doblada, usaba lápiz y goma, y sin el menor esfuerzo, recibía los honores del trabajo bien hecho al practicar cada mañana el sublime arte de la caligrafía.
            Antes de las cosas mis listas se exponían en columnas, mis filas horizontes, mis horarios respetables, mis contraseñas de tres cifras, todas mis palabras eran la envidia de cualquier anfitrión. Cortesía, precaución, reverencia, y en la letra “F”, el vocablo “fantasía” estaba escrito con minúscula.
Antes de las cosas, mis gastos nunca superaban mis ingresos, jamás repetía postre, me gustaba el pan casi más que el chocolate y ninguno de los cien pájaros volando suscitaba mi interés.
            Pero entonces sobrevino el vendaval. Y sucedieron las cosas. Llegaron sin yo avisarlas. No sé si vinieron de a poco o todas de golpe, siguiendo un orden prescrito o como les dio la gana. Sólo sé que llegaron como Atila, empujaron la madera de mis postes y torcieron el suelo, igual que hace el agua cuando se venga del frío, cinco o seis veces al año.
            Así es como se aceleró el pulso. Nervioso, hipertenso, hiperactivo. Desquiciado. La cuadrícula huyó del orden y el insomnio avanzó sobre la noche. Reduje, sin yo quererlo, el espacio entre palabras. Muchos de mis dilemas ya no vieron solución, pero entre el ruido y las cuchillas vi latir otras caras de la vida, imperfectas, lanzando al precipicio las fichas numeradas de mi transcurso anterior. Cuando era un hombre tranquilo, antes de las cosas. 

martes, 4 de septiembre de 2012

Ser o estar

Esta mañana me ha atropellado un coche, y si no he entendido mal –cosa que puede suceder: en esa situación mi nivel de atención no es el más fiable- ingresé ya cadáver en el hospital, a pesar de que en la ambulancia trataron inútilmente de reanimarme.
            Es extraño, porque yo no siento que esté muerto, soy perfectamente consciente de la realidad que me circunda, pero si los médicos así lo han entendido, debe ser que sí, que estoy muerto. Yo confío mucho en los médicos. Recuerdo con nitidez el momento del golpe, en el que el coche lanzó mi cuerpo a varios metros de distancia. Debía venir muy rápido y no me vio. Otra explicación no cabe, yo no tengo enemigos. Pienso que cuando el conductor quiso darse cuenta ya me tenía encima y no le dio tiempo a frenar. Ha sido un accidente, todos los días ocurren accidentes. Recuerdo también el modo antinatural de caer al suelo, como un muñeco de trapo arrojado al azar, y cómo del impacto, varios de mis órganos se colapsaron. Mi corazón, desde luego, dejó de latir en ese instante y varias de mis costillas se quebraron hacia dentro. De los siguientes minutos tengo una imagen vaga y confusa, con voces a mi alrededor y sirenas acercándose. Ya en la ambulancia sentí que todos actuaban con una gran profesionalidad, como siguiendo de memoria un protocolo cien veces repetido. Pero, como dije antes, no valió de nada y debió ser en ese momento, camino del hospital, cuando determinaron que era imposible salvarme.
            Hace un rato han llegado mis hermanos, también mi mujer. Intuyo que mis padres no vendrán ahora. Algo me hace suponer que, de momento, no les han dicho la verdad (creo que lo llaman mentira piadosa). El médico les ha contado cómo ha sido todo y ellos se han echado a llorar. A mi hermano Carlos le ha tocado bajar a identificarme. Lo siento por él, es bastante aprensivo y odia los hospitales pero ha asumido con responsabilidad su papel de hermano mayor. Por suerte, mi rostro no ha quedado muy desfigurado y ha sido todo muy rápido. Mi mujer, la pobre, está arriba, con un ataque de ansiedad. Me gustaría ayudarla, pero no sé muy bien cómo podría hacerlo. Luego, un señor muy serio, con traje y corbata oscuros, les ha pasado a una sala y les ha estado explicando cosas de papeleo, los trámites que deben hacer, también les ha dicho que cuando una muerte se produce por un accidente de este tipo, los seguros deben investigar y todo se complica un poco. Supongo que al no haber sido culpa mía, alguien deberá pagar a mi familia una cantidad de dinero, una especie de indemnización (creo que se llama así). Ahora me pregunto cuánto vale mi vida a los ojos de un seguro. Es algo que nunca me había planteado. Finalmente, todo se resume en un número, un coste, una cifra contable. Lo curioso es que todo lo que uno ha hecho, bueno o malo, no se verá reflejado en esa cantidad. Aplicarán con frialdad los valores de unas tablas prefijadas y en paz. ¿Quién sabe? Tal vez la cantidad que me asignen esté por encima de mi valor real. Las aseguradoras también pueden equivocarse.  
            Para hacer tiempo he estado paseando por el hospital. Mi naturaleza espectral me ha permitido entrar por primera vez a lugares sólo permitidos al personal sanitario. Son esos lugares separados por puertas gemelas, sin tiradores, que se abren a la par pero retoman su posición aleteando ligeramente desparejas, como en las grandes cocinas, pero empujadas aquí por camillas y no por camareros llevando fuentes y soperas humeantes. Esas puertas que cuando uno va de visita, mira y se pregunta qué estará sucediendo al otro lado, si la vida estará ganando o perdiendo. He visitado varios quirófanos, algunos en pleno funcionamiento. Me ha llamado la atención que durante las operaciones no se para de hablar, de cualquier tema (no sé porqué, pero siempre imaginé que una operación era un ceremonial gobernado por un inquebrantable silencio). He pasado también a algunas consultas, la mayoría rutinarias: siga con la medicación y nos vemos en seis meses, trate de no hacer esfuerzos y beba mucha agua, si no le baja la inflamación en una semana venga otra vez, etc. Pero en una de ellas el médico usaba un tono mucho más grave: el tratamiento no está respondiendo como debería, es el momento de sopesar el avance de su enfermedad, le decía a una señora que no tendría los cincuenta. Ella estaba serena, mientras el marido le apretaba la mano con los ojos humedecidos de impotencia.
            Pero lo que más me ha conmovido han sido las salas de espera. Es curioso, entrar en ellas no ha sido un privilegio de mi actual estado -todos hemos pasado antes por alguna-, pero cuando eso ocurría nuestra dolencia acaparaba toda –o casi toda- nuestra atención. Hoy, por primera vez, liberado para siempre de cualquier sombra de enfermedad, he podido observar, simplemente observar, las mil caras de la incertidumbre, las mil formas que los seres humanos tienen de esconder ante sus semejantes el rostro ingobernable de la angustia.
            Al atardecer he salido a la calle, mientras mi cuerpo seguía inmóvil en uno de los sótanos, cubierto por una sábana, esperando pasar no sé muy bien por cuántas manos, hasta que en unos días un horno a novecientos grados lo reduzca todo a un polvo espeso y gris, no muy distinto del que encontramos en el tejado de los muebles o en el canto de los libros que ya no leemos.
En seguida pude reconocer, sentados en las cornisas de las casas, a otros muertos que, como yo, miraban el cauce de las cosas sin posibilidad alguna de alterarlo.
            ¿Y qué hacemos ahora?, pregunté a uno de mi misma edad
            Esperar
            ¿Esperar? ¿a qué? ¿cuál es exactamente nuestra situación?
            No tengas prisa, las respuestas a tus preguntas irán llegando poco a poco
            Contéstame al menos a la más urgente
Tú dirás
¿Existe Dios?
            Sí, claro que existe
            …¿Y dónde está?
            ¿Estar? No, verás. Dios existe, sí. Pero me temo que no está

sábado, 18 de agosto de 2012

Mi vida desde el aire

Desde hace algunas semanas un pájaro de enormes dimensiones me persigue con intención de atacarme. Haciendo memoria, creo que se trata del mismo pájaro que lleva siguiéndome desde que tenía seis o siete años, tal vez desde antes (no puedo recordarlo). El tamaño de sus alas es tal que con ellas podría abrigar una estatua de cera; sus ojos son profundos y rojos como pozos de sangre, y el color de sus plumas tiene mucho más que ver con el negro que las noches sin luna. Intuyo que su deseo más perseverante es apresarme, hundiendo sus garras en mis hombros hasta inmovilizar mi cuerpo por completo. Por alguna razón, creo que una vez en el suelo, no tardaría en vaciarme las cuencas de los ojos con su pico de ave de presa para condenarme a la oscuridad eterna, pintando así mi realidad del mismo color que su plumaje espeso. Mi imaginación no alcanza a averiguar si después de eso me dejaría vivir en las tinieblas, alejándose de mí y desapareciendo para siempre, o quebraría alguno de mis órganos indispensables para acelerar sin remisión mi tránsito al cadalso.
Lo mismo da, su sola presencia constituye la mayor amenaza a la que me he visto expuesto desde que tengo memoria.
Denuncié el caso, pero en la Policía pareció no impresionarles mucho mi historia. Ninguna ley prohíbe que un pájaro siga a una persona, me dijeron. No es un perro o un gato, con un dueño al que culpar, me recordaron sin conmoverse lo más mínimo.
Tampoco mis vecinos parecen dar importancia al hecho de que un ave descomunal que pareciera salida de un cuento de héroes y dragones, sondee las alturas del barrio, desplegando su sombra puntiaguda sobre los toldos y los columpios donde sus hijos juegan y evolucionan sin mirar ni una sola vez al cielo. Nadie ha reparado en que una forma de vida majestuosa planea sobre sus cabezas desde el alba, ni en el palmeo en rallentando que emiten sus gigantescas alas al posarse en torres y tejados.
Llegué a plantearme que se tratase de algo mental, imaginaciones delirantes moldeadas por el estrés y –quién sabe- por la culpa, y que las magulladuras y arañazos que -plenamente visibles- erosionan mi puerta, los hiciera por la noche algún loco desaprensivo con un objeto afilado como el destino. Pero cómo explicar entonces las plumas alargadas como fósiles que encuentro cada mañana en mi pequeño patio.
Hablé con un cazador, un hombre experto, uno de esos hombres que tienen armas de fuego y las usan. Ésas aves están protegidas, no es una perdiz o un palomo al que se le pueda disparar, me dijo. Le pagaré lo que me pida, pero acabe con el pájaro, le supliqué. Finalmente accedió. Así, un día, con precaución extrema llegué hasta mi coche y me encerré. Sentí las garras del animal golpeando el techo. Conduje entonces hasta un cerro solitario que me indicó el cazador. Durante todo el trayecto pude ver la sombra del pájaro acompañante, serena, proyectada en el asfalto. Al llegar al lugar convenido apagué el motor y esperé, tal y como habíamos acordado. Escuché entonces unos disparos provenientes de unos arbustos alejados. El pájaro se dirigió hacia ellos como un halcón que ha avistado un ratón o una culebra y desapareció. Se hizo el silencio. Pareciera que al cazador y su presa se los hubiera tragado la tierra, pero quién era el cazador y quién la presa. Permanecí dentro del coche varias horas, inmóvil y aterrado, pensando que había llegado mi fin. Regresé al atardecer, llorando de miedo. No volví a saber nada del cazador, de aquel hombre con un arma de fuego. A la mañana siguiente el pájaro volvió a mi casa y siguió su sempiterno ritual de observación y acecho. Sabía que no me guardaba rencor por la emboscada del día anterior. Simplemente seguía queriendo acabar conmigo.
Mis trayectos son carreras, huidas, y apenas puedo moverme. Mi salvación, de momento, la encuentro en los soportales de la plaza, en los que el pájaro no puede entrar debido a que la envergadura de sus alas le hace golpearse con los arcos y las piedras de las bóvedas. Mi vida se ha convertido en un restringido deambular por callejuelas estrechas y glorietas porticadas, por galerías y subterráneos. Los espacios abiertos suponen para mí ya la muerte segura.
Ahora sé que nunca me libraré de mi sicario en mi terreno, en el que soy vulnerable como cualquier hombre. Sé que esta batalla debo librarla en el suyo, en el aire. Mi victoria deberá tener lugar a cielo abierto. Empiezo a sentir que, tal vez, ése ha sido desde el principio su mensaje, su enseñanza. Su invitación. Si quiero vivir debo centrar desde hoy todos mis esfuerzos en algo tan simple y necesario como aprender a volar.

domingo, 15 de abril de 2012

Play/Pause

El día que los marines entraron en Líbano mis padres me regalaron un carro de combate. Era de plástico oscuro, pintado con colores de camuflaje, cuatro gruesas ruedas y su ametralladora en lo alto. Ambos hechos no están, naturalmente, relacionados, salvo para mí, ya que aquel día, por la tarde, yo estaba jugando con mi carro y mi geyperman en el salón de casa, frente a la televisión. Una televisión que entonces era en blanco y negro, sin mando a distancia, con sólo dos canales y sin programación matinal. Era también la televisión de los rombos, que advertían del contenido nocivo para los menores. Se asomaban en la esquina de la pantalla al principio de algunas series y películas que hoy reponen con naturalidad en la sobremesa dominical. Alguien en algún lugar decidía lo que los niños podíamos ver o no, pero, por alguna razón, los rombos nunca aparecían en los telediarios.
Por eso aquel día en que los marines entraron en Líbano yo estaba frente al televisor cuando comenzó el telediario de las ocho. Recuerdo la ilusión que me hizo ver en la pantalla un carro de combate igual que el mío, avanzando por las calles de Beirut (yo entonces no sabía lo que era Beirut, ni el Líbano, ni comprendía nada de lo que se decía). Aquel vehículo, blindado, sin ventanas, resultaba poderoso, amenazador y magnífico a su paso. El vehículo que todo niño de mi edad le hubiera gustado conducir. En ese momento el carro se situó frente a un edificio de pisos (muy parecido al edificio en que yo vivía), y abrió fuego. La fachada se cubrió de humo y saltaron cristales mientras una de las terrazas se desplomaba. Poco después, unos hombres sacaban a algunas personas de entre los escombros. Todas eran grises, como si las hubieran rociado de polvo, y más grises aún por ser la televisión en blanco y negro. Recuerdo con nitidez que sacaron a un niño de mi edad. No estaba muerto porque lloraba y gritaba, gritaba como mi hermano cuando se rompió el brazo jugando al fútbol el año anterior. Me fijé en la esquina superior del televisor, esperando que apareciesen en algún momento los dos rombos. Pero no apareció nada.
Cogí mi carro de combate y me fui a mi habitación. Lo guardé en su caja y lo metí en lo más profundo del armario. El resto de la tarde permanecí silencioso. Durante semanas, por las noches, el niño cubierto de polvo gris gritaba y no me dejaba dormir.
Al cabo de unos días mi madre me preguntó si ya no jugaba con el carro de combate. Yo me encogí de hombros mirando al suelo (el gesto con el que todos los niños del mundo despachan más de la mitad de las preguntas que se les hacen). Ella no volvió a insistir.
El carro de combate desapareció del armario un buen día, siendo yo ya universitario. Mi madre me dijo que lo llevó a la parroquia para los niños que no tienen juguetes.
Mi hijo tiene una Playstation (creo que se dice así) con la que juega a diario. Un día me enseñó un juego de guerra en el que un marine musculoso va matando nazis por las calles. Me explicó que es posible configurar todo lo que uno quiera: el enemigo con su indumentaria, la ciudad, el armamento y el tipo de misión. Es posible, por ejemplo, ser un soldado húngaro de la Primera Guerra Mundial, matando guerrilleros vietnamitas por las calles del Berlín en ruinas de 1945, usando un tanque soviético de los años 80. Lo configuras como tú quieras, me dijo. ¿Y vienen todas las ciudades?, le pregunté. ¡No, hombre!, sólo en las que ha habido guerras y eso, me respondió. Busca Beirut. Desplegó el menú y allí estaba: Beirut. ¿Eso dónde está?, me preguntó. No tan lejos, le dije. Menú-Ciudades-Beirut-OK. ¿Y el enemigo, quién será?. No supe muy bien qué responder. ¿Ponemos nazis? No, no pongas nazis. Me mostró una larga lista de opciones. Dios mío, podíamos matar a quien quisiéramos. Ponemos si quieres terrorista standard, me sugirió al verme indeciso. Bueno. ¿Y el arma? Elige un carro de combate. ¿Americano, ruso, alemán, inglés, irakí....? No sé, hijo, elige uno, no entiendo de carros de combate. Vale, pongo uno israelí, que son los que más molan. ¿Y ahora qué? Pues nada, a disparar, te lo pongo en nivel fácil. ¿Hay un nivel fácil? Claro, hay diez niveles. ¿Y cómo hago? Pues nada, este botón para moverte, esto para apuntar, y este rojo para disparar, si lo mantienes apretado sale una ráfaga, pero tienes que controlar la munición que aparece aquí abajo, y la gasolina también, que va bajando. Cada terrorista son 100 puntos. Dale al Play para empezar. ¿Y si quiero parar? Entonces le das a Pause.
Le di al Play y disparé unos segundos. Gané 300 puntos (era el nivel fácil). Luego le di al botón de Pause. Le devolví la Playstation (creo que se dice así) a mi hijo. Juega un rato más y te pones a estudiar. ¿Puedo merendar antes? Sí, pero luego a estudiar.
Me senté en el salón frente al televisor apagado. Eran casi las ocho. El resto de la tarde permanecí silencioso.

sábado, 31 de marzo de 2012

Alfil blanco de casillas negras

Ya tocaba dedicar un cuento al ajedrez, el juego de mis pasiones frustradas, de mis diálogos silenciosos con propios y extraños, la batalla más pequeña de mis mundos, mínima e indispensable, sometida al peso de cien relojes gemelos.
Ya tocaba, es lo justo, ofrecer un tributo al emblema visual de mis portadas, al perfil incompleto de mis tácticas sencillas, al juramento incorregible hacia la concentración que nunca tuve. Ya tocaba.
Contaré así, por ejemplo, aquella historia del alfil blanco de casillas negras, enamorado como un chiquillo de su reina –blanca-, situada en la apertura junto a él, en su cuadrado blanco –la reina en su color-, tan cercana y tan distante, mirando de frente a los ojos de otra reina –negra-, más fría y más distante todavía.
Hablaré sobre sus sueños de oficial valeroso, gobernador insobornable de las cuatro diagonales, breves o infinitas, pero siempre, y sólo, de casillas negras.
El alfil, capitán de uniforme inmaculado, alerta, dispuesto al ataque, a cortar como un cuchillo las líneas enemigas para capturar la pieza encomendada y volver sobre sus pasos sin novedad reseñable. Proteger, vigilar, amenazar en fianchetto desde la esquina poderosa del tablero, admirando de reojo –y en secreto- el poderío elegante de la dama, esbelta y distinguida, hermosa, con su corona, a quien una vez tuvo.
Fue hace años, en la torre de su flanco. Allí la esperó durante horas, nervioso e impaciente, hasta que llegó con la discreción acostumbrada, escoltada por dos peones que hicieron guardia a los pies de su caballo. Para ella fue uno más, un capricho de mujer desatendida, un romance sin afectos ni miradas. Para él fue su vida. Pobre alfil blanco de casillas negras, prisionero en una hilera de cuadrados transversales, condenado a vivir su sueño en la memoria, aspirando a rozar –todo lo más- el vestido de su dama en algún lance del juego apresurado.
Cuántas veces se imaginó rompiendo el mandato de la mano rectora, liberándose de su itinerario monocromo, para avanzar en línea recta hacia su amada y raptarla, ante el asombro del monarca achacoso y el regocijo victorioso del ejército enemigo. Pero no, la desobediencia no es una opción para las fichas de ajedrez. Guarda para ti tus sueños de príncipe azul, alfil blanco de casillas negras. La reina no será tuya nunca más.
Y el alfil, obediente, permanece inmóvil y sereno, loco enamorado sin remedio, con su armadura blanca, esperando dar la vida por su Rey, combatiendo por la causa, oblicuo, nunca recto, pieza relevante de todo un engranaje del mismo color blanco. Pero siempre –no lo olvides- avanzando en diagonales, breves o infinitas, de casillas negras.

martes, 13 de marzo de 2012

El mal de Leandro

A mi amigo Leandro le fue siempre imposible llegar a ser infiel a sus parejas, ya que sus ojos tenían la rara propiedad de reflejar, con cristalina nitidez, el rostro de las mujeres a las que deseaba.
Fue consciente de ello por primera vez con Celia, su primera novia, cuando una tarde, sentados en un Burger del Paseo de la Habana, ella le dijo: creo que es mejor que lo dejemos, cuando te miro a los ojos no puedo dejar de ver la cara de Sara del Hoyo, está claro que la prefieres a ella que a mí.
Leandro no pudo entender entonces cómo Celia había podido enterarse de su debilidad por Sara, un sentimiento juvenil y pasajero del que no había hablado con nadie. Pero cuando, meses más tarde, empezó a salir con Claudia y ella le decía que en sus ojos no paraba de ver las caras de Sandra Bullock o Nicole Kidman, Leandro comprendió que algo muy extraño le estaba sucediendo. Al poco tiempo ella le dejó, naturalmente, como hicieron después Paloma, Marina o Alejandra, hartas todas de que la imagen de otras chicas se interpusiera en el más sencillo juego de miradas.
La vida sentimental de Leandro estuvo así marcada por la caducidad que la incontenible transparencia de sus ojos le imponía. Consideraba una auténtica maldición que sus deseos más primarios carecieran de la privacidad a la que cualquier ser humano tenía derecho.
Se le ocurrió en algunos casos fingir cuadros de fotofobia repentina para acudir a las citas con gafas negras, pero, al margen de lo ridículo de la situación, sus futuras ex-novias le pedían que se las quitara apenas se escondía el sol y a partir de entonces, que sus ojos mostrasen sin pudor el semblante de sus apetitos era cuestión de días. Alguna incluso, como Susana Rabanal, lo plantó allí mismo, a media tarde. Oye, guapo, si hubiera querido salir con los Men in Black me hubiera vestido de marciana –le dijo cogiendo el bolso de la silla.  
Hace unos días me encontré con Leandro. Fue ahí cuando me contó su inverosímil padecimiento. Yo, llamado por la curiosidad, me fijé con atención en sus pupilas, pero no vi nada, y mucho menos a ninguna chica deseable.
- Sólo lo ven las mujeres, ¿te lo puedes creer?, ni siquiera yo mismo veo nada cuando me miro al espejo.
- Ah, pero espera; entonces tal vez no sea cierto. Las chicas se lo inventan.
- No, Raúl, claro que ven. Si son caras que conocen me dan los nombres exactos, sin yo haberlas mencionado antes. Sí ven, sí. Están ahí. Y en cuanto se dan cuenta se ofenden y se terminó.
- Y bueno, es lógico. ¿Y qué vas a hacer?
- Nada, aguantarme, supongo. Esta tarde he quedado con una chica que conocí en la Biblioteca, pero no creo que sobreviva a esta noche. Antes de cenar quiere que vayamos a ver la última película de Scarlett Johansson.
- ¿La Johansson?... bueno, no sé, hay quien dice que esa chica no es para tanto.
- ¿Eso dicen? ¿Y quien dice eso es hombre o mujer?
- ... en fin, Leandro, qué puedo decirte. Que tengáis suerte, los dos. Y si no, al menos, disfrutad de la película.

sábado, 11 de febrero de 2012

Miradas

De camino a comprar el pan, pasé junto a la valla del colegio de mi barrio. Desde la calle se escuchaba el griterío caótico de cientos de niños en la hora del recreo. Observé a una mujer, mayor, que miraba a través del enrejado. Me pregunté a quien estaría mirando. Yo la miraba a ella, mientras ella miraba a un niño del patio, pequeño, moreno, abrigado, sentado en uno de los bancos, que miraba al frente. Me pregunté entonces a quien miraría aquel niño. Miraba a una niña de pelo rizado que estaba junto a la puerta del gimnasio, rodeada de otras niñas a las que no prestaba atención. Sus ojos estaban puestos en otro lugar. Me pregunté a quien miraría así aquella niña. Ella miraba a un niño rubio y nervioso que jugaba con sus amigos al fútbol en el otro extremo del patio.  
De repente, el niño pegó un puntapié al balón y éste se elevó por encima de la valla para caer justo en mis manos. El niño rubio me miró. Yo había vuelto a fijarme en la señora mayor, la que miraba al niño del banco que miraba a la niña de rizos que miraba al niño rubio que me miró a mí. Y así, por un instante, el círculo de miradas se cerró, como inscrito en un polígono de cinco puntas.
Le devolví el balón por encima de la valla y el niño lo recibió sin decir “gracias”. Sin duda, que la calle devolviese los balones que se escapaban era para ellos algo casi automático. Seguí mi camino. Compré el pan y el periódico. De regreso a casa, pasé de nuevo por el colegio. El estruendo había cesado. En el patio no había ni un alma y el silencio recorría ya las canchas, los bancos y la fuente con cuatro grifos. Me paré entonces a mirar el ventanal de los aularios, con sus marcos metálicos repetidos, distribuidos en varias plantas, ocupando toda la fachada lateral del edificio. A través de los cristales se podía ver a los niños que un rato antes evolucionaban sin orden ni concierto, sentados ahora en sus mesas, regulados, clasificados, mirando al frente, convocados por la voz elevada con la que los profesores tratan de imponerse.
Busqué a alguno de los niños que habían representado conmigo el círculo de miradas, pero no vi a ninguno. Caminé hasta el semáforo de la avenida, los coches pasaban a toda velocidad. Estaba allí, parado en la acera, junto a otras personas, esperando la luz verde, y se me ocurrió preguntarme si en ese preciso momento, desde algún lugar de todo aquel espacio, habría alguien que me estuviera mirando a mí.

domingo, 15 de enero de 2012

Dos días desde hoy

            Tengo el firme convencimiento de que pasado mañana se acabará el mundo. Y no lo digo en cumplimiento de ningún tipo de profecía milenaria. Ni los mayas y su 2012, ni Nostradamus, ni nada de eso tienen que ver con esto. Simplemente sé que es el fin.
            Tampoco será por un meteorito ni por ninguna guerra nuclear. Ningún presidente apretará ningún botón rojo ni se iniciará una cuenta atrás: nadie llevará tal decisión en su conciencia. No habrá un terremoto, ni un maremoto, ninguna ola gigante se tragará Nueva York. Nada de catástrofes. No habrá tiempo para los héroes. Sencillamente, en un determinado momento de un minuto de una hora de pasado mañana, ¡plash!, se terminó. Como si alguien apagara la luz. Telón. Fundido a negro.
            Dirán que si tan convencido estoy de ello, por qué no estoy haciendo lo normal en estos casos –me pregunto qué tienen de normal estos casos-. Me refiero a eso de tratar de cumplir in extremis alguno de mis sueños, o –también típico- decirle a las personas que odio todo lo que siento (lo de desquitarnos con nuestro jefe es un ejemplo recurrente).
            Otra vía de actuación es reunirse con los seres queridos y aprovechar cada segundo que queda. Decirles lo que han significado, situación que, lógicamente, les preocuparía. Pensarían que el único que me voy a morir soy yo y habría que mentir o dar un montón de explicaciones. No.
Por último, está la opción de clavarse de rodillas en una iglesia y poner las cosas en orden. Suplicar perdón, en definitiva, y rezar, rezar mucho  –no se pierde nada-. A fin de cuentas, poco tiempo se tendrá luego para cometer nuevas faltas.
            Pero no. Yo añado a ese programa del fin de fiesta el no hacer nada, nada distinto quiero decir. De hecho, es lo que estoy haciendo. Hacer exactamente lo mismo que hago todos los días, con la excepción, claro está, de sentarme a escribirles este anuncio -¿o debería llamarlo confesión, o reflexión?- que no les pediré que me agradezcan.
            Pensarán que estoy loco y les comprendo, pero me disculparán que eso sea ya algo que me es completamente indiferente.
            Respecto al qué sucederá después, ¿después de qué? Quien se pregunte eso es que no me ha prestado atención. Es el fin. No hay un “después”. La manera exacta de cómo va a suceder o las razones las ignoro. No tengo ni idea si el espacio-tiempo se plegará sobre sí mismo, o las moléculas se desintegrarán, o eso que la Física llama “la nada” pasará de repente a ser “el todo” (o más bien sería al revés). No les puedo ayudar en eso. Entiendo también que resultará decepcionante para muchos que no vaya a celebrarse el tan anunciado Juicio Final, con sus trompetas haciendo agrietarse el suelo y las puertas del cielo abriéndose a los humildes de corazón. Aunque, bien pensado, creo que a la mayoría no le parecerá tan mal. Mejor no tentar la suerte, no fuera a ser que la Fiscalía acabara siendo más rigurosa de lo calculado.
            En resumen, this is the end. No es intuición, no es un pálpito, no se me ha aparecido nadie, no se trata de una verdad revelada. Se trata de una certeza. Lo sé, como sé que ahora es de día, como sé que estoy sentado frente al ordenador. Si mi anuncio es verdadero no habrá tiempo ni ocasión de reconocérmelo. Tranquilos, me da igual.
            Es curioso, no siento temor ni intranquilidad. Tal vez mañana me hunda, pero en este instante estoy sereno. En dos días desde hoy todo habrá terminado. El universo, y todo lo que contiene, dejará de expandirse, dejará de contraerse, dejara de hacer lo que sea que haga. Dejara de ser
            A través de mi ventana veo la cadencia programada que los semáforos suministran a los coches. Las personas se trasladan de un punto a otro siguiendo las rutas trazadas en su mapa vital. En el parquecillo unos niños están jugando al fútbol. Las porterías son montículos hechos con sus mochilas y abrigos. El más bajito de todos ha tirado desde lejos y el balón se ha metido rozando uno de los improvisados postes. Deberían ver con qué entusiasmo lo ha celebrado. Los demás niños dicen que ha sido fuera, que no ha entrado, pero desde mi ventana lo he visto todo. Ha sido gol. Ahora están discutiendo. Espero que no se lo arrebaten. Porque ha sido gol. Yo lo he visto. Ha sido gol.