Desde
hace algunas semanas un pájaro de enormes dimensiones me persigue con intención
de atacarme. Haciendo memoria, creo que se trata del mismo pájaro que lleva
siguiéndome desde que tenía seis o siete años, tal vez desde antes (no puedo
recordarlo). El tamaño de sus alas es tal que con ellas podría abrigar una
estatua de cera; sus ojos son profundos y rojos como pozos de sangre, y el
color de sus plumas tiene mucho más que ver con el negro que las noches sin
luna. Intuyo que su deseo más perseverante es apresarme, hundiendo sus garras
en mis hombros hasta inmovilizar mi cuerpo por completo. Por alguna razón, creo
que una vez en el suelo, no tardaría en vaciarme las cuencas de los ojos con su
pico de ave de presa para condenarme a la oscuridad eterna, pintando así mi
realidad del mismo color que su plumaje espeso. Mi imaginación no alcanza a
averiguar si después de eso me dejaría vivir en las tinieblas, alejándose de mí
y desapareciendo para siempre, o quebraría alguno de mis órganos indispensables
para acelerar sin remisión mi tránsito al cadalso.
Lo
mismo da, su sola presencia constituye la mayor amenaza a la que me he visto
expuesto desde que tengo memoria.
Denuncié
el caso, pero en la Policía
pareció no impresionarles mucho mi historia. Ninguna ley prohíbe que un pájaro
siga a una persona, me dijeron. No es un perro o un gato, con un dueño al que
culpar, me recordaron sin conmoverse lo más mínimo.
Tampoco
mis vecinos parecen dar importancia al hecho de que un ave descomunal que pareciera
salida de un cuento de héroes y dragones, sondee las alturas del barrio, desplegando
su sombra puntiaguda sobre los toldos y los columpios donde sus hijos juegan y
evolucionan sin mirar ni una sola vez al cielo. Nadie ha reparado en que una
forma de vida majestuosa planea sobre sus cabezas desde el alba, ni en el
palmeo en rallentando que emiten sus gigantescas
alas al posarse en torres y tejados.
Llegué
a plantearme que se tratase de algo mental, imaginaciones delirantes moldeadas
por el estrés y –quién sabe- por la culpa, y que las magulladuras y arañazos
que -plenamente visibles- erosionan mi puerta, los hiciera por la noche algún
loco desaprensivo con un objeto afilado como el destino. Pero cómo explicar
entonces las plumas alargadas como fósiles que encuentro cada mañana en mi
pequeño patio.
Hablé
con un cazador, un hombre experto, uno de esos hombres que tienen armas de
fuego y las usan. Ésas aves están protegidas, no es una perdiz o un palomo al
que se le pueda disparar, me dijo. Le pagaré lo que me pida, pero acabe con el
pájaro, le supliqué. Finalmente accedió. Así, un día, con precaución extrema
llegué hasta mi coche y me encerré. Sentí las garras del animal golpeando el
techo. Conduje entonces hasta un cerro solitario que me indicó el cazador.
Durante todo el trayecto pude ver la sombra del pájaro acompañante, serena,
proyectada en el asfalto. Al llegar al lugar convenido apagué el motor y esperé,
tal y como habíamos acordado. Escuché entonces unos disparos provenientes de
unos arbustos alejados. El pájaro se dirigió hacia ellos como un halcón que ha
avistado un ratón o una culebra y desapareció. Se hizo el silencio. Pareciera
que al cazador y su presa se los hubiera tragado la tierra, pero quién era el
cazador y quién la presa. Permanecí dentro del coche varias horas, inmóvil y
aterrado, pensando que había llegado mi fin. Regresé al atardecer, llorando de
miedo. No volví a saber nada del cazador, de aquel hombre con un arma de fuego.
A la mañana siguiente el pájaro volvió a mi casa y siguió su sempiterno ritual
de observación y acecho. Sabía que no me guardaba rencor por la emboscada del
día anterior. Simplemente seguía queriendo acabar conmigo.
Mis
trayectos son carreras, huidas, y apenas puedo moverme. Mi salvación, de
momento, la encuentro en los soportales de la plaza, en los que el pájaro no
puede entrar debido a que la envergadura de sus alas le hace golpearse con los
arcos y las piedras de las bóvedas. Mi vida se ha convertido en un restringido
deambular por callejuelas estrechas y glorietas porticadas, por galerías y
subterráneos. Los espacios abiertos suponen para mí ya la muerte segura.
Ahora
sé que nunca me libraré de mi sicario en mi terreno, en el que soy vulnerable
como cualquier hombre. Sé que esta batalla debo librarla en el suyo, en el
aire. Mi victoria deberá tener lugar a cielo abierto. Empiezo a sentir que, tal
vez, ése ha sido desde el principio su mensaje, su enseñanza. Su invitación. Si
quiero vivir debo centrar desde hoy todos mis esfuerzos en algo tan simple y necesario
como aprender a volar.
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