Ya tocaba dedicar un cuento al ajedrez, el juego de mis pasiones frustradas, de mis diálogos silenciosos con propios y extraños, la batalla más pequeña de mis mundos, mínima e indispensable, sometida al peso de cien relojes gemelos.
Ya tocaba, es lo justo, ofrecer un tributo al emblema visual de mis portadas, al perfil incompleto de mis tácticas sencillas, al juramento incorregible hacia la concentración que nunca tuve. Ya tocaba.
Contaré así, por ejemplo, aquella historia del alfil blanco de casillas negras, enamorado como un chiquillo de su reina –blanca-, situada en la apertura junto a él, en su cuadrado blanco –la reina en su color-, tan cercana y tan distante, mirando de frente a los ojos de otra reina –negra-, más fría y más distante todavía.
Hablaré sobre sus sueños de oficial valeroso, gobernador insobornable de las cuatro diagonales, breves o infinitas, pero siempre, y sólo, de casillas negras.
El alfil, capitán de uniforme inmaculado, alerta, dispuesto al ataque, a cortar como un cuchillo las líneas enemigas para capturar la pieza encomendada y volver sobre sus pasos sin novedad reseñable. Proteger, vigilar, amenazar en fianchetto desde la esquina poderosa del tablero, admirando de reojo –y en secreto- el poderío elegante de la dama, esbelta y distinguida, hermosa, con su corona, a quien una vez tuvo.
Fue hace años, en la torre de su flanco. Allí la esperó durante horas, nervioso e impaciente, hasta que llegó con la discreción acostumbrada, escoltada por dos peones que hicieron guardia a los pies de su caballo. Para ella fue uno más, un capricho de mujer desatendida, un romance sin afectos ni miradas. Para él fue su vida. Pobre alfil blanco de casillas negras, prisionero en una hilera de cuadrados transversales, condenado a vivir su sueño en la memoria, aspirando a rozar –todo lo más- el vestido de su dama en algún lance del juego apresurado.
Cuántas veces se imaginó rompiendo el mandato de la mano rectora, liberándose de su itinerario monocromo, para avanzar en línea recta hacia su amada y raptarla, ante el asombro del monarca achacoso y el regocijo victorioso del ejército enemigo. Pero no, la desobediencia no es una opción para las fichas de ajedrez. Guarda para ti tus sueños de príncipe azul, alfil blanco de casillas negras. La reina no será tuya nunca más.
Y el alfil, obediente, permanece inmóvil y sereno, loco enamorado sin remedio, con su armadura blanca, esperando dar la vida por su Rey, combatiendo por la causa, oblicuo, nunca recto, pieza relevante de todo un engranaje del mismo color blanco. Pero siempre –no lo olvides- avanzando en diagonales, breves o infinitas, de casillas negras.
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