Empachado ya del irreverente banquete de
las realidades cotidianas, comencé, sin apenas darme cuenta, a desentenderme de
la obligación de enfrentar al mundo cercano con la mirada horizontal.
Al principio conservé, como es lógico,
las miradas necesarias para caminar sin tropezarme con los objetos, para leer
algunos rótulos, también para reconocer a las personas que me hablaban y seguir
interpretando algunos de sus gestos, pero en general, mi desinterés por el
espacio al sur del horizonte se hizo cada día más patente.
A cambio, dediqué un número creciente de
minutos diarios a mirar hacia arriba, donde una constelación de elementos semidesconocidos
pareció abrirse ante mí como el telón de un teatro. Las cornisas, los remates
de algunos edificios singulares, chimeneas y antenas, se presentaban como los
créditos iniciales de una película que comienza, prologando la verdadera
intención de mi reciente proyecto visual: mirar, sin más, al cielo.
Con el paso de las semanas, mi
inadaptación al medio urbano se hizo evidente, hostilidad confirmada por
accidentes e impactos con la realidad a ras de suelo, que por suerte no
revistieron gravedad. Mis amigos y conocidos no tardaron en empezar a evitarme
al considerar que mi nueva manera de tratarles -si es que se puede llamar así a escuchar a alguien sin mirarle-, era propia de un lunático.
Apercibido entonces por lo que con
seguridad iba a convertirse en una sucesión de percances corporales, no tardé en
huir de los peligros del asfalto para buscar terrenos seguros en campo abierto,
donde poder descansar mis ojos orientados ya casi de manera exclusiva hacia las
alturas.
Desde entonces, guiado por la taumaturgia
seductora de los rituales atmosféricos, dedico el grueso de mis horas a visitar
las esquinas del cielo, disfrutando de sus filigranas y dibujos inquietos. Con la curiosidad siempre emergente de un
geógrafo explorador, trato de penetrar en los secretos de su lienzo azul y sus sostenidos
tránsitos hacia grises, amarillos, naranjas o negros, dependiendo ya del estado
de ánimo de sus moléculas.
Son muchos los personajes que habitan en
esa inabarcable bóveda que los antiguos creían tan sólida como la tierra que
pisaban. Pero si en ese espacio infinito de posibilidades formales hay un
protagonista, si hay algo llamado a gobernar el caos incontenible del cosmos
más cercano desde un millón de tronos inestables, ese es sin duda el
cumulonimbus. La más grande y majestuosa nube que fueron capaces de crear los arrogantes
cielos. Plasmación definitiva de la más ascendente de las ambiciones, y anticipo
inapelable de las furiosas tormentas con las que el hombre habrá de ver castigado de
cuando en cuando su irreverente banquete de realidades cotidianas.
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