miércoles, 17 de marzo de 2021

La torre

Siempre quise construir una torre. Una gran torre. Del tipo que fuera. Su forma y ubicación eran irrelevantes. Una torre, inalcanzable para los hombres, insólita para los gigantes y digna de consideración para los cielos.

Supongo que todo comenzó de niño. Construía los castillos más esbeltos y señoriales de toda la playa, capaces de congregar a su alrededor docenas de bañistas y curiosos. Pero apenas el mar se enteraba de que eran de arena, arremetía contra ellos con furia oceánica, reduciéndolos a una masa informe de rojo húmedo, indistinguible del eco que deja la abatida sombra del fracaso.

Mis juguetes siempre fueron artefactos para construir y levantar. Cubos, módulos, piezas, bloques... Los apilaba sorteando la plomiza e innegociable gravedad y me alejaba despacio para admirar sus conquistas en el plano vertical. Pero el techo de mi habitación castraba mis ambiciones babelescas. Eran sólo un niño.

Ya en el instituto, convencí a mis amigos para amontonar mesas y sillas en el patio en una suerte de zigurat hueco de cinco metros sin inspiración solar. La cojera e imperfección de algunas de las patas hizo colapsar mi atalaya de madera y hierro, y el estruendo se escuchó en todo el barrio. Al pequeño Toño casi le pilla debajo y sí, ahora sé que de haber sido así le podría haber matado. Me expulsaron del centro con justicia, pero mi profesor de Dibujo –Maurico Solana se llamaba- me dijo antes de irme: “Era una locura total, pero la estructura era hermosa”.

Llegué a la escuela de Arquitectura como el acólito que entra en la basílica del saber. Recuerdo casi con miedo las decenas de retratos que custodiaban los pasillos con mirada solemne: Vitruvio, Brunelleschi, Palladio, Bramante, Aalto, Lloyd Wright, Le Corbusier, Gaudí, Gropius...  Con voracidad incesante digería a diario integrales, teoremas, langrangianas, sistema diédrico, resistencia de materiales... pero nada de torres. Terminé la carrera y comencé a trabajar en un estudio que trazaba parques y jardines. En él adquirí la destreza de la vista de pájaro. Deambulé por diversas empresas, despachos y constructoras. Reformas, un módulo de viviendas sociales, vuelta a los jardines, unos pareados en Leganés, una ampliación en un colegio de frailes, un centro comercial en Mejorada y, por fin, una torre. Un edificio de catorce plantas en Lyon, cristal por los cuatro costados, afilado, oscuro, puro Mies van der Rohe revisitado. Yo repasaba los cálculos de la estructura, aporté algunas ideas para el acabado de la entrada y mis jefes no tardaron en advertir mi obsesiva vocación por las alturas.

Después de aquél vinieron cuatro más, siempre rascacielos, el último de ellos de 490 metros de altura, en pleno centro de Seúl. Tenía por aquel tiempo sesenta años y firmé el proyecto juntamente con mi socio, para quien antes trabajé.

Poco después, a los sesenta y siete años, el destino llamó a mi puerta y pude realizar mi gran sueño. Gané el concurso para la construcción de la Resak Tower, en Sao Paulo, el primer edificio de un kilómetro de altura sobre la faz de la Tierra. Seis años de trabajo, 50.000 toneladas de acero, 450.000 metros cúbicos de hormigón, 32.000 paneles de cristal, 192 pisos, 65 ascensores, naciendo desde las entrañas del suelo y siguiendo la estructura cilíndrica de una secuoya en cuyo interior cabe holgadamente la Torre Eiffel de París.

Para la inauguración hice subir varias toneladas de arena de playa a la azotea. Tras los discursos preliminares, comenzó el espectáculo. Tan sólo con agua, una pala y mis propias manos di forma a un enorme castillo de casi tres metros. Con tan ingenuo estrambote, el edificio había sobrepasado el kilómetro de altitud y el champagne empezó a servirse a los invitados. Las luces y los aplausos formaban un todo, con las cámaras de televisión como testigos. Mi castillo y yo seríamos portada en todos los periódicos del mundo. Desde lo alto miraba el mar mientras sonreía victorioso. Esta vez no vencerás, mi castillo ahora es inmortal – le dije a las aguas oceánicas que me observaban silenciosas.

Pero apenas el viento se enteró de que era de arena, curvó el aire como un látigo y lo lanzó hacia mí. Uno a uno, esparció los granos entre los presentes hasta desintegrar por completo su fisonomía colectiva y hacerlos volar suspendidos en el tiempo y el espacio a mil metros. Un vuelo sin ambición, apático, indistinguible del eco que deja la abatida sombra del fracaso.


 

lunes, 15 de marzo de 2021

Esferas perfectas


Desconozco la razón de mis razonamientos

los motivos declarados de mis informes

la causa primera de la que será segunda (y aún la tercera)

Se me escapa el origen de mis fines

 

Mis luces son de un negro oscuro (opaco)

Mis evidencias forman una selva de trazos

hechos a mano alzada con lápices sin punta

De cerca se ven manchas

de lejos no se ve

nada

 

Ignoro cuántas monedas tengo en los bolsillos

ni sabría decir si su número es par o impar

Si son de curso legal, o son –tal vez- botones

de otros días

 

Guardo, eso sí, mis canicas de colores

de los tiempos del juego y la canción

Esas sí tiene luz, sí tienen blanco

y sé cuántas son

Son 24

Veinticuatro

Las conté ayer y son las que son

las que eran

tan redondas, tan brillantes

Esferas perfectas

y tan distintas

que parecen todas iguales.

domingo, 14 de marzo de 2021

El teléfono

 


Nos enteramos de su muerte por una nota en el portal.

El martes día 2 de octubre falleció Don Federico Tortosa Marín (3º B), vecino de esta comunidad desde hacía sesenta y dos años. El viernes 5, a las 19:30, se oficiará una misa en su memoria en la parroquia de San Justo

Yo vivo en el 3º A desde hace quince años. Apenas tenía relación con Federico. Lo conocía de cruzarme con él en el portal, darnos los buenos días y buenas tardes de rigor y poco más. Era un hombre muy mayor y vivía solo. Nunca asistía a las juntas de vecinos. Aunque se trata de una finca centenaria, las paredes no son demasiado gruesas y es fácil escuchar los ruidos de los pisos colindantes. Pero en el caso de Federico, el silencio que emanaba de la pared que compartía con su casa era prácticamente total. Ni una conversación, ni una radio, ni la tele... ni siquiera un vaso o un plato esporádico reventándose contra el suelo. Nada.

Pregunté al portero y me contó que tenía ochenta y ocho años, esa era básicamente su única enfermedad, y que su hija, que vivía en Toledo –me pareció entenderle- había venido a encargarse de todo tras su muerte. Ella había puesto la nota. Por un momento pensé acercarme al funeral a San Justo, pero en los días siguientes no me costó encontrar excusas para finalmente no ir. No conocería a nadie, no soy religioso, no me unía ninguna amistad con el difunto, qué pintaba yo allí, etcétera.

Como decía, en el tiempo que fui su vecino apenas lo sentí, pero en los días posteriores a su muerte sucedió algo curioso. Todas las mañanas, sin excepción, a las ocho en punto, sonaba el teléfono de su piso. Al principio no le di demasiada importancia, aunque me extrañó que, después de tantos años de silencio, justo ahora, cuando nadie podía contestar, alguien llamara de modo tan perseverante. En realidad, no podía asegurar que se tratara de la misma persona, pero el hecho de que fuera todos los días y a la misma hora, con esa puntualidad kantiana, me hizo convencerme de que así era.

Comprobé que el número de sonidos era siempre el mismo: ocho. Tras ellos, el teléfono dejaba de sonar, y no volvía a hacerlo hasta el día siguiente a las ocho en punto de la mañana.

Mi vida no está tan repleta de ocio como para que algo así desvíe mi atención, pero coincidirán conmigo que la curiosidad, unida a la reiteración de un hecho que tiene algo de inexplicable y enigmático, puede acabar derivando en una pequeña obsesión por encontrar una razón a todo esto.

Un día, unos meses después de que Federico falleciera, pregunté al portero por la situación del piso, sin mostrar mayor interés. Me extrañaba que a esas alturas no se hubiera colgado en la fachada un cartel de SE VENDE. Santiago –que así se llama el portero, y que no es persona precisamente de mucha conversación- se encogió de hombros sin sacar las manos de los bolsillos. La hija no ha vuelto, no sé si pensará venderlo o alquilarlo – me dijo-. Es raro –le sugerí simulando que mi intención no era otra que hablar de algo-, no parece que hayan venido a retirar muebles ni nada. La hija no ha vuelto, ya le digo –volvió a responder con el mismo tono-, certificando su nulo interés por hablar conmigo.

Comencé a imaginar historias sobre quién podría llamar todas las mañanas al número de Federico. Tal vez un acreedor, o algún vendedor de algo. Pero la hora no era propia de nada de eso. De este modo, como dije antes, fue naciendo en mí, lentamente, la obsesiva necesidad de desvelar el misterio del teléfono. Saber quién llamaba no tardó en convertirse en una fijación. Un síntoma más –supongo- de lo poco que necesitamos a veces para crearnos un objetivo en la vida, por absurdo que pueda ser, capaz de absorber los recursos más valiosos de nuestra energía vital.

El problema era, naturalmente, cómo podría entrar en casa del difunto Federico para descolgar el teléfono. Barajé varias opciones, como saltar por la ventana del patio interior. La descarté enseguida por el alto riesgo de abrirme la cabeza contra el suelo -son tres pisos- y el no menor riesgo, caso de conseguir llegar hasta su ventana, de encontrármela cerrada a cal y canto. También pensé en generarme una humedad en el salón y provocar que el portero subiera al 3º B a mirar, pero tampoco era buena opción: subiría, vería que no hay nada y se terminó. Necesitaba poder entrar yo sólo, minutos antes de las ocho y esperar allí a que sonara.

Al cabo de dos semanas tenía listo un plan que revisé cuidadosamente. Podían fallar muchas cosas de él pero de ocurrir así, no habría nada de sospechoso en mi actuación. Una mañana, a las 7:40 minutos salí al pasillo y deslicé un par de facturas bajo la puerta de la casa de Federico. Bajé al portal y le dije a Santiago, que, al ir a cerrar mi puerta, se me habían caído del maletín –que debía llevar abierto- varias hojas, desparramándose por el suelo. Al recogerlas, eché en falta algunas de ellas, dándome cuenta entonces de que se habían podido introducir por debajo de la puerta del 3º B. A esa hora el portero está limpiando, así que me ofrecí, con el fin de no molestarle más de lo necesario, a recoger yo mismo mis facturas sin necesidad de que él subiera conmigo. Sería un momento nada más. Incluso tenía preparadas varias frases para insistirle en que se quedara abajo, caso de que se empeñase en venir conmigo. Pero no hizo falta. Prácticamente fue él quien me pidió que fuera yo sólo.

Así que ahí estaba, a las 7:49 minutos de la mañana, a punto de abrir la puerta que me llevaría a desvelar, al fin, el absurdo misterio de las llamadas de teléfono. Mientras giraba la llave fui por un momento consciente de lo ridículo de mi actuación y pensé en volver a cerrar y olvidarme de las dichosas llamadas, que bastante me debían importar a mí. Un estúpido teléfono me había hecho interesarme por alguien que ya estaba muerto, alguien además a quien no había prestado atención alguna mientras vivía. Todo aquello era una extraña ironía, patética si se mira desde fuera. Pero enseguida supe que si hacía eso, se renunciaba, no me lo perdonaría. La única oportunidad de entrar al 3º B se me había brindado con más facilidad de lo esperado. Mi plan había funcionado a la perfección. Tal vez fuera ésa la manera que el destino tenía de decirme que, llegado hasta ese punto, no había marcha atrás.

Entré. La casa tenía un desagradable olor a humedad, olor a cerrado, olor a polvo, olor a abandono. Abrí ligeramente la persiana del salón pues no había luz eléctrica. Encontré enseguida el teléfono, encima de una mesita en el pasillo, junto a la puerta del baño. Era un teléfono anterior a la era digital, de esos que no necesitan corriente eléctrica para sonar.  Eran las 7:51. Disponía de nueve minutos para contextualizar mi proyecto y así empecé a caminar despacio por la penumbra de la casa. Me preguntaba dónde murió exactamente Federico. Su cama estaba hecha y era evidente que todo estaba tal y como él lo tenía. Por alguna razón imaginé que lo hizo sin dolor, sentado en el sillón, tal vez mientras dormía la siesta. En la cocina, la nevera abierta, como suele hacerse cuando está desenchufada, y los armarios casi vacíos. Un frasco ya empezado de Nescafé en la encimera fue el único alimento que encontré. El salón tenía un pequeño butacón, una alacena y un mueble de esos con una radio de los años 60 incrustada en el medio. Las 7:56. En las paredes un par de pequeños cuadros sin interés. Sólo encontré una única foto en un marco de plata, encima de la mesita, junto al sillón. Dos jóvenes abrazados en el estanque del Retiro. Una foto en blanco y negro, bien conservada por esa condescendencia que el tiempo muestra con frecuencia hacia las imágenes únicas, aquellas que permiten a las personas que se asomaron a la vida adulta cuando una foto era un acontecimiento, agarrarse a alguno de sus recuerdos y pensar “yo soy –o fui- ése”. Calculé que debió hacerse en los años 50 y, naturalmente, los dos jóvenes debían ser Federico y su mujer, o, tal vez, entonces, su novia. A ella nunca la conocí. Federico debió enviudar antes de venir yo a vivir al 3º A. Desde luego, todo eran conjeturas, pero basadas, como pueden comprobar, en la más sencilla de las lógicas. Las 7:58. Cogí aquel retrato y lo miré con atención. Reconocí efectivamente a Federico, aunque, hasta ese momento, de él sólo había visto su rostro de octogenario agotado y aburrido por los días, los meses y los años. Sin duda era él. En lo esencial, digo, era él. Entonces sonó el teléfono. Eran las ocho de la mañana.

Me dirigí al pasillo con la foto en la mano. Había llegado el momento.

El plan era, naturalmente, descolgar, pero... para qué. No disponía de mucho tiempo. A los ocho timbrazos todo se desvanecería. El cuento de los folios bajo la puerta no podría usarlo más. Tanto tiempo planeando todo y ahí estaba, petrificado, sin saber qué hacer. Cinco timbrazos, seis... el tiempo se agotaba. Al fin me decido, dejo la foto junto al teléfono y descuelgo.

Preguntar “¿quién?” o decir “aló” o algo así, era arriesgarme a encontrarme con una contrapregunta del tipo “¿con quién hablo?”. Demasiado riesgo. Así que me limité a escuchar. Era evidente que al otro lado había alguien. Al cabo de unos segundos de silencio escuché una voz. Una voz ligeramente familiar para mí, familiar por haberla oído antes, por haberla tenido cerca, en el portal, dándome los buenos días y buenas tardes de rigor: “Ahora tengo interés para ti... ¿ya existo?... Deja la foto en su sitio y sal de mi casa”. Y colgó.

Tardé unos segundos en reaccionar. Estaba aterrado. Casi sin poder caminar, me dirigí al salón y dejé la foto en su sitio. Cerré la puerta y le devolví la llave al portero disculpando mi retraso porque tuve que pasar a mi piso a contestar una llamada (más ironías). Ni se inmutó.

El teléfono de Federico no volvió a sonar nunca más.

Unas semanas después, en la fachada de nuestro edificio, a la altura del tercero, se colgó un cartel de SE VENDE con un número de teléfono.

Era mi piso.