Hace
tres noches soñé que soñaba que me arrojaban a un laberinto de espacios
infinitos e imposibles; invadido por salones sin horizonte, pasillos fugados
hasta la colisión, esquinas anómalas, sótanos absurdos y escaleras de peldaños
crecientes, diseñadas -sin duda- por algún pupilo –pienso que aventajado- de
Escher.
Eran
espacios descomunales, inabarcables para los dos ojos, sin sombra alguna, como
si la luz naciese del alma de los muros, y luego emergiera de sus piedras
blancas con la fuerza de una criatura gritada por la selva.
Puertas,
tal y como las conocemos, no había, pero sí arcos de dimensiones ciclópeas que determinaban
con precisión legislativa el aquí o el allí de las distancias. Cada siete arcos
se levantaba una bóveda y cada siete bóvedas una cúpula. Aunque pude observar,
tras un minucioso estudio de sus cadencias de aparición, que cada setenta
arcos, la bóveda naciente era setenta veces más grande que la anterior, y cada
setenta bóvedas, la cúpula emergente, por enorme, se volvía ya rigurosamente
inaccesible al sentido de la vista. Para que se hagan una idea de las
dimensiones globales, ninguna de las dovelas de estos arcos era de estatura
inferior esos edificios arrogantes y estirados que desde hace algo más de un
siglo hemos venido en llamar rascacielos.
En
uno de los cuadrantes de su complejísimo sistema de buhardillas nacía una
inabarcable biblioteca, idéntica –o semejante en un 99,99%- a la de Babel
imaginada por Borges. Salvo que en esta, los estantes –a los que el maestro
llamó anaqueles- nacían y morían en el mismo punto, y sus libros descansaban al
mismo tiempo, abiertos y cerrados.
Resultaba
fácil caminar por espacios tan diáfanos, pero uno había de advertir que cada
cierto tiempo se abría en el suelo un abismo blanco, en el que surgía, estimulado
por un batallón de espejos, un subespacio igual (o casi igual) al que lo
precedía, igual de grande e igual de incomprensible. Ascender no era un problema
ya que la gravedad, en tan ancha inmensidad, no era severa con los cuerpos, y
permitía, sin grandes trámites físicos, caminar por las paredes o recostarse en
las pechinas de las cúpulas sin miedo alguno a precipitarse en el vacío.
Tres noches hace ya de aquel sueño y mi memoria ha
retenido cada detalle, sin erosiones ni mudanzas. Trato de discernir su
significado, pero en el proceso me detiene el recuerdo envolvente de los libros
de la buhardilla. Abiertos y cerrados a la vez. Idénticos y distintos, minotauros
y teseos de un laberinto de espacios infinitos e imposibles.
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