lunes, 6 de febrero de 2017

Minotauros y Teseos

Hace tres noches soñé que soñaba que me arrojaban a un laberinto de espacios infinitos e imposibles; invadido por salones sin horizonte, pasillos fugados hasta la colisión, esquinas anómalas, sótanos absurdos y escaleras de peldaños crecientes, diseñadas -sin duda- por algún pupilo –pienso que aventajado- de Escher.
Eran espacios descomunales, inabarcables para los dos ojos, sin sombra alguna, como si la luz naciese del alma de los muros, y luego emergiera de sus piedras blancas con la fuerza de una criatura gritada por la selva.
Puertas, tal y como las conocemos, no había, pero sí arcos de dimensiones ciclópeas que determinaban con precisión legislativa el aquí o el allí de las distancias. Cada siete arcos se levantaba una bóveda y cada siete bóvedas una cúpula. Aunque pude observar, tras un minucioso estudio de sus cadencias de aparición, que cada setenta arcos, la bóveda naciente era setenta veces más grande que la anterior, y cada setenta bóvedas, la cúpula emergente, por enorme, se volvía ya rigurosamente inaccesible al sentido de la vista. Para que se hagan una idea de las dimensiones globales, ninguna de las dovelas de estos arcos era de estatura inferior esos edificios arrogantes y estirados que desde hace algo más de un siglo hemos venido en llamar rascacielos.
En uno de los cuadrantes de su complejísimo sistema de buhardillas nacía una inabarcable biblioteca, idéntica –o semejante en un 99,99%- a la de Babel imaginada por Borges. Salvo que en esta, los estantes –a los que el maestro llamó anaqueles- nacían y morían en el mismo punto, y sus libros descansaban al mismo tiempo, abiertos y cerrados.
Resultaba fácil caminar por espacios tan diáfanos, pero uno había de advertir que cada cierto tiempo se abría en el suelo un abismo blanco, en el que surgía, estimulado por un batallón de espejos, un subespacio igual (o casi igual) al que lo precedía, igual de grande e igual de incomprensible. Ascender no era un problema ya que la gravedad, en tan ancha inmensidad, no era severa con los cuerpos, y permitía, sin grandes trámites físicos, caminar por las paredes o recostarse en las pechinas de las cúpulas sin miedo alguno a precipitarse en el vacío.
Tres noches hace ya de aquel sueño y mi memoria ha retenido cada detalle, sin erosiones ni mudanzas. Trato de discernir su significado, pero en el proceso me detiene el recuerdo envolvente de los libros de la buhardilla. Abiertos y cerrados a la vez. Idénticos y distintos, minotauros y teseos de un laberinto de espacios infinitos e imposibles. 

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