Hace
ya muchos años que guardo un odio visceral a los demonios.
Demonios
bruscos, repentinos.
Demonios
agraviantes, vejatorios, injustos.
Demonios
lúcidos.
Demonios
espiados, detenidos, procesados, ¡culpables! Pero absueltos finalmente por
falta de pruebas.
Demonios
sin programa de reinserción, sin arte ni parte, sin diagnóstico clínico
concluyente ni tratamiento alguno.
Demonios
tristes, emanados de una laguna opaca de aguas sin oxígeno en sus entrañas, sin
bordes ni orillas por las que pasear con un perro y arrojar piedras
horizontales.
Demonios
enteros
Demonios
fabricados con bronce fundido a fuego negro. Golpeados luego con el martillo
del azar y bruñidos con mimo elástico por el silencio de las indisciplinas.
Demonios
secos
Demonios
breves pero eficaces, eficientes, expeditivos. Demonios de mandíbulas
diagonales y ojos siempre impares, aleatorios, como bolas de billar
desparramadas por una pista de patinaje.
Y
es un odio sereno, no hirviente, sin las cicatrices caóticas del legado
violento.
Un
odio calculado, curvo, no apasionado.
Un
odio helado.
Hace
ya muchos años que les guardo ese odio.
Muchos
años.
Demasiados.
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