lunes, 4 de abril de 2016

Hunahpú

                Las reuniones de adictos al chocolate son los lunes y jueves de 21:00 a 22:00 horas, en un local cedido por la Asociación de vecinos de Alborrubio. Es un local pequeño pero acogedor, con amplios ventanales y varios sillones. Las paredes están llenas de paneles de corcho con anuncios pegados con chinchetas: canguros, cuidadoras, clases de inglés o cursos de informática, también hay posters con las esquinas dobladas, algo descoloridos, con amaneceres y fotos sugerentes, rematadas con frases de Tagore, de Gandhi o de Russell. “No me duele llegar el último, lo que me duele es llegar solo”, “Ningún viento es favorable para una nave sin puerto”… Cosas así.

Cuando comencé a asistir, hará unos quince meses, éramos unos doce o trece adictos, pero últimamente el número ha aumentado a cerca de cuarenta. Viene gente incluso de las afueras. Se trata de un buen grupo, creo, aunque demasiado heterogéneo.

                No se pide ningún carné a la entrada, ni hay límite de edad una vez cumplidos los 16. Tampoco se exige participar activamente en las reuniones. De hecho, de varios de los asistentes no conozco ni su timbre de voz, ya que sólo se limitan a escuchar. Esto suele suceder al principio. Con el tiempo te vas animando y empiezas a compartir tus reflexiones y experiencias con todos. Al menos, ese fue mi caso.

                La cuota es de 10 euros al mes, lo justo para compensar los gastos de luz del local y para pagar a Mario, un psicólogo joven y emprendedor que hace las veces de moderador y coordina las sesiones. Está haciendo su tesis sobre las adicciones y el consumismo moderno, y aunque su idea inicial era centrarse en la televisión, el tema del chocolate le ha ido seduciendo cada vez más. Una vez nos confesó que fue por una novia que tuvo, que adoraba los Toblerone (la imagino atiborrándose de esos prismas infernales, escondida en los servicios de los aeropuertos…). Luego ella le dejó, pero para entonces Mario ya había tomado conciencia de las dimensiones solemnes del tema al que se enfrentaba.

                Los adictos que allí nos reunimos pertenecemos a clases sociales muy dispares, también a ámbitos laborales y culturales que poco tienen que ver (comerciantes, oficinistas, profesores, artistas, universitarios, parados… uno creo que es taxista). Hay, eso sí, más mujeres que hombres (diría que un 60-40 en porcentajes, a favor de ellas).  

                Pero esas diferencias para mí son irrelevantes. La única clasificación posible se pone de manifiesto al poco de conocer a un adicto. Con esto del chocolate sólo hay dos grupos: los “adictos sucios” y los “adictos gourmet”. Los nombres no los he puesto yo, no me juzguen mal. Es una nomenclatura que surge casi de manera espontánea entre nosotros y, por lo general, es admitida y respetada por todos. Los sucios son aquellos que necesitan comer chocolate a todas horas, sí, pero, entiéndanme, cualquier chocolate. No discriminan ni entienden, no diferencian. Necesitan el chocolate en sus bocas y la calidad les da lo mismo, ya sea una chispeante trufa Galler o un humilde Kit-Kat blanquecido por la caducidad, ya sea un juguetón pero siempre eficiente Ferrero Roche, una frutilla de Aragón de los chinos, o un presuntuoso After Eight. Con esa gente poco se puede hablar. Dan pena.

                Y luego estamos los gourmet. Somos adictos, claro que sí, como todos, pero no a cualquier precio. Siempre respetamos un nivel. A veces pienso que nuestra adicción es más hacia el puro esnobismo que hacia el sabor del cacao. Alguien debería estudiarnos como grupo aparte. Es una realidad compleja. A mí, por ejemplo, me dan igual los relojes caros, o la ropa de Armani, me son indiferentes los hábitos burgueses, pero en temas de chocolate no negocio: lo quiero refinado, bien construido, firme, con el aroma y el color adecuados, el punto de fundición en boca justo, y a la temperatura oportuna. Busco, de algún modo… la obra maestra. El grupo gourmet está, a su vez, muy fragmentado. Están los puristas, que no admiten que el chocolate se mezcle con nada, ni almendras, ni naranja, ni pasas. Con nada. Los black, que como su nombre indica son fanáticos los niveles de cacao elevados (siempre más del 70%), los white (sólo chocolate blanco), los design, que van de artistas, buscando formas y presentaciones exóticas, y por último estamos los deeper, que somos los más eclécticos, también, de alguna forma, los filósofos, nuestra única frontera es la calidad, rechazamos los géneros, pero somos implacables en nuestros veredictos.

                Desde niño he visto ultrajar el sagrado placer del chocolate de formas que me cuesta hasta verbalizar. A la gente que mete el chocolate en la nevera habría que perseguirla y quemarle la lengua con un hierro incandescente. Simplemente porque no son dignos de su consumo. De pequeño, mi madre se empeñaba en darme el chocolate con pan: “vamos –me decía- para que te alimente”. No entendía nada, pobre mujer, pero no la culpo, la sociedad en su conjunto está enferma. Probar, pensar y seleccionar. Ensayo y error. Esa es la clave. Con apenas diez años aprendí a establecer las cotas mínimas, por debajo de los cuales el placer se convierte en ofensa (Milka o Elgorriaba estaban en esa frontera). A partir de ahí, estudié los niveles de satisfacción de Nestlé, Valor, Lindt y más tarde, de adulto, los Noka, Marcolini, Richart Paris, o el libanés Patchi, al que hube de destinar el 50% de mi sueldo de un mes. Y no estoy hablando de precios, tampoco de prejuicios regionales. Sé reconocer el valor de un chocolate barato pero eficiente, con pegada, aquellos que, por ejemplo, saben hacer de su textura una ventaja competitiva, sin mayores ambiciones. ¿El ejemplo clásico?: la Nocilla –que fue de hecho el germen de mi bendita adicción- pero, eso sí, consumida a la temperatura adecuada; y nunca -¡nunca!, no me cansaré de repetirlo- con pan. Dejen el pan para los bocadillos o para mojar en las salsas, créanme, pero no lo mezclen con el chocolate. No deben hacer eso.

Una vez, en una de las sesiones, una pobre muchacha, estudiante de empresariales (Susana, creo recordar que se llamaba), nos contó que en época de exámenes comía cajas enteras de bombones Trapa. ¡Trapa! Dios mío. Recuerdo que me entraron ganas de vomitar.

Dentro del grupo, los gourmet somos más o menos unos once (hay dos mujeres nuevas que no sé aún de qué pie cojean, aunque una de ellas promete: lleva un tatuaje de Godiva en el cuello. Esa es la actitud). De esos once, tan sólo tres somos deepers. Hay un white, cuatro blacks, una design de la rama exótica (su debilidad son los huevos de pascua con forma de pene; así, como lo leen) y el resto son puristas de diferentes tendencias (uno, por ejemplo, sólo consume chocolate líquido: bien a la taza o batidos. Dice que la dureza de las onzas le da dentera. Los sucios lo llaman “el loco”. Creo que es lituano. Es un tipo extraño…)

En las últimas semanas los deepers nos hemos ido distanciando del grupo. Dudamos de que esa masa informe de glotones azucarados comprendan realmente la grandeza de nuestra adicción. Viven su consumo como un padecimiento, nosotros como una bendición. Por influencia de sus médicos se sienten víctimas del chocolate, nosotros nos consideramos ungidos por él. Asumimos el peligro de dejar que el colesterol gobierne nuestro torrente sanguíneo como un señor de la guerra hasta el inevitable colapso del sistema, pero entendemos eso como una marca de nuestra especie, un distintivo de nuestro clan. El chocolate como modo de vida. El chocolate como concepto total. El chocolate como principio y fin de la existencia.

Creo que la segregación de los deepers es inminente. Llevamos días hablando de abandonar el grupo y hacer un último y definitivo peregrinaje en busca del chocolate perfecto. Dejarlo todo para perseguir nuestro Santo Grial. Renunciar al trabajo, a la familia, a una vida plagada de abstinencias y viajar a Suiza, a Bélgica, y por último al corazón mismo de la sustancia elemento: México. Adentrarse en la selva y entregar lo que nos quede de salud al dios maya Hunahpú, creador del ritual del cacao. Sólo él pondrá fin a nuestro mundo, sólo él decidirá el cómo y el cuándo. Sólo Hunhapú nos susurrará, como hace la serpiente antes de caer sobre su presa, el sentido más insondable y profundo del chocolate.

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