jueves, 19 de febrero de 2015

Vida útil


El trastorno de Austin-Harper es una enfermedad rara. Muy rara en realidad. La sufre una de cada 200.000 personas. Yo sufro la enfermedad de Austin-Harper. Bueno, diría que quien más la sufre es la gente que me rodea. Yo la tengo pero, sin duda, las personas que conviven conmigo son quienes la padecen.

Los enfermos del Austin-Harper sentimos un impulso irrefrenable de manipular los objetos hasta romperlos. Encontramos un inexplicable deleite en provocar su colapso funcional, pero sin tener intención alguna de destruirlos. Simplemente inutilizarlos de algún modo.

Debe su nombre al primer paciente diagnosticado, Jason Austin, un joven canadiense nacido en 1941 y al psiquiatra que lo trató Robert L. Harper. Siendo niño, el pequeño Jason solía girar y girar los botones de la radio del salón hasta que escuchaba el “clac” característico de la rotura. Al principio, consideraron aquello travesuras propias de un niño, pero cuando se hizo mayor, su gusto por hacer lo mismo con la manecilla de los relojes o con algunos electrodomésticos, alarmó a sus padres y lo llevaron al médico. Durante la consulta, Jason deshilachó el forro de su asiento y desenroscó algunas piezas de la camilla. Preguntado por la razón de su comportamiento se limitó a contestar: no he podido resistirme. El doctor Robert L. Harper, de la Universidad de Indiana, que en aquellos años trabajaba con trastornos mentales vinculados a las autolesiones se interesó por el caso y comenzó a ocuparse de él. A día de hoy se desconocen sus causas y no existen grupos de riesgo aparentes. Estamos, en principio, repartidos por todos lados sin orden ni concierto, aunque de los países del Tercer Mundo no hay casi estadísticas. Ni siquiera se ponen de acuerdo en si se trata de un trastorno o un síndrome. Los datos son poco fiables. Su diagnóstico puede confundirse con brotes de vandalismo en determinados grupos sociales, o con el sabotaje como reacción ante ciertos estímulos represores. Aunque nosotros no mostramos agresividad ni violencia. No hay subvenciones ni especialistas de prestigio que se ocupen de este cuadro. Tampoco fundaciones ni organizaciones que financien investigaciones rigurosas. Estamos solos.

Respecto a mí, el diagnóstico fue, como en la mayoría de los casos, tardío. De niño rompía los juguetes. Pero no era significativo: todos los niños lo hacen. Recuerdo mi primera calculadora. Mientras otros compañeros de clase disfrutaban multiplicando dos números y dándole al signo = para ver cómo el resultado crecía de manera exponencial, yo encontraba un inquietante placer en presionar el lado de las teclas hasta que las sacaba de su sitio. Introducía clips o palillos por cualquier orificio que encontraba en un aparato, ya fuera un secador de pelo o un ordenador. Quitar las pilas del mando a distancia de la tele y hurgar en los puntos de conexión hasta dejarlos inoperativos era para mí algo instintivo. Actuaba antes de que la sensatez doblegara mi primera y compulsiva voluntad.

Un día –tendría yo unos doce años- vinieron unos jóvenes universitarios al colegio a promocionar el Cubo de Rubik. Nos repartieron uno cada uno. Mientras los demás manipulaban aquel cuerpo cromático, especulando con los colores y los cuadrados para completarlo, yo no pensaba más que en el modo de lograr que no pudiera girar. Apretaba con fuerza el cubo al voltear sus caras para escuchar ese ruido bendito de las piezas interiores rozándose y presionándose unas a otras, anunciando su su inminente fractura. Todo era plástico. No me fue difícil colapsar sus engranajes, como quien estrangula unos pobres intestinos indefensos. Cuando se lo devolví al chico se limitó a decir: ¿pero tú qué has hecho?, ¡te lo has cargado!. Todos rieron. Pero yo no, yo no me reí. Aquel artilugio que tan de moda se puso ese año, había dejado de interesarme en ese preciso instante.  

De los años de internamiento en el Centro Psiquiátrico Philippe Pinel tengo recuerdos dispares. Sé que al principio me trataron con medicamentos muy fuertes que me dejaban medio dormido todo el día. También me daban clomipramina. Luego vinieron las terapias de grupo con cleptómanos, ludópatas, tricotilómanos, incluso algunos pirómanos (con uno de ellos entablé cierta amistad; me dijo cosas muy interesantes sobre el fuego y su superioridad frente a los otros tres elementos, pero no es éste el momento ni el lugar de contarlas). Hablábamos y hablábamos, cada uno narraba su experiencia y nos insistían en acentuar, ante todo, nuestra empatía.

Desde que salí hace tres años mi vida está muy controlada. No puedo quedarme mucho tiempo sólo y mucho menos si hay máquinas o aparatos a mi alcance. Mi hermano suele bromear diciéndome que alguien como yo no hubiera tenido precio en la Guerra Fría. “Imagina la que hubieras liado en un silo de misiles del bloque enemigo”, repite siempre, aunque luego añade “mejor no saberlo, una máquina rota puede reaccionar de cualquier forma”.  

Me preguntan a veces si soy consciente de mi trastorno. Si cuando veo algo que pueda romper me paro a pensar en el perjuicio que causaré si lo hago. La respuesta es sí, soy consciente, pero en ocasiones me resulta imposible reprimirlo. Lo peor es que una vez que lo he estropeado, el placer que me ha reportado hacerlo desaparece y me siento vacío de nuevo. Es sólo el proceso de manipulación lo que me atrae, la búsqueda de ese ansiado instante en el que un pequeño ruido, un chasquido, o cualquier síntoma de desconexión, me informa de que ese aparato ya no podrá funcionar como es debido. ¿Quitar la vida a algo que no la tiene es tan malo?

Una vez leí que crear utilidad es uno de los estímulos más notables del ser humano y que eso nos hace sentirnos de algún modo poderosos, y también, por extensión, útiles. Me pregunto si desandar ese camino y convertir lo útil en inútil, en forzar una depreciación fatídica y fulminante, si obligar a las cosas a recuperar su estado primitivo, a esconderse en su potencia y prohibirles ser acto, no me regala igualmente a mí una cierta dosis de poder. Después de todo, soy algo así como la negación del progreso, un acelerador de la devaluación que todo cuanto existe experimenta de forma más o menos lenta, la contrafuerza al avance tecnológico que tanto enorgullece a nuestra civilización.

Por eso soy un peligro andante y entiendo que me recluyan. Que me aíslen. Que me inutilicen. Mis manos ya han roto demasiadas cosas ahí fuera. Deberían dejar que rompiera ya sólo las mías.

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