lunes, 19 de enero de 2015

El espíritu de las leyes


El 23 de abril de 2019, por primea vez, y contraviniendo la sacrosanta Ley de gravitación universal, una pelota lanzada por un muchacho de Spitak (Armenia), continuó su trayectoria sin caer al suelo, a un metro y medio de altura, durante varios kilómetros. La pelota en cuestión se adentró en un bosque próximo y se le perdió la pista unos veinte minutos después. La noticia salió en los periódicos locales como una curiosidad, pero a los pocos días el canal youtube mostró un video del inexplicable suceso grabado con un móvil y en menos de una hora las redes sociales estaban inundadas con lo que parecía ser un acto de brujería, o también –dijeron- un simple truco visual hecho con alguna aplicación.  

Cuatro meses más tarde, en una cafetería de Valparaíso (Chile), una mujer que merendaba con sus amigas pudo percibir cómo su café, ya servido en la taza, lejos de enfriarse lentamente hasta alcanzar su punto de equilibrio con la temperatura ambiente, se fue calentando cada vez más hasta rozar la ebullición. En aquel momento se pensó que sería por algún efecto raro de la sacarina.

Hubo que esperar dos años más para que la comunidad científica prestara a estos sucesos la atención que merecían. Era evidente que algo estaba pasando. Así, el 12 de noviembre de 2021, un niño de la escuela primaria James Madison de Naperville (Illinois), sumó dos más dos y le dio cinco. Naturalmente, al principio, el profesor entendió que se trataba de un error en el cálculo, muy habitual en niños de esa edad, pero tras repetir la operación, el resultado obtenido persistió. Revisaron la cuenta varias veces y ahí estaba, era correcto. Por primera vez en la Historia, dos y dos sumaban cinco. No había duda, la Ciencia había chocado contra algo.

Reuniones y congresos al más alto nivel se sucedieron en los meses siguientes. Físicos, químicos, matemáticos, los premios Nobel vivos y las mentes más preclaras de ambos hemisferios trataron de buscar una explicación a la avalancha de noticias que llegaban día tras día de diversos lugares del planeta, en los que la realidad parecía haberse declarado en rebeldía contra las leyes de la naturaleza. O es que, tal vez, no eran sus leyes. Eran nuestras, no suyas, leyes enunciadas por el Hombre para explicar el mundo e impuestas luego a éste sin consultarle ni pedirle parecer. Después de todo, esas leyes están basadas en la minuciosa observación de una perseverante repetición. La manzana caerá al suelo –decimos- porque ha ocurrido así una y otra y otra y otra vez desde que se tiene memoria, pero ¿acaso eso garantiza que siempre vaya a ser así? Por lo visto no, y había llegado el momento de tomar conciencia de ello.

Lo que sucedió desde entonces ya lo saben. El principio de incertidumbre de Heisenberg pasó a ser la Biblia para todo. Las ciencias exactas se fueron deshaciendo como azucarillos, dando paso al posibilismo y al relativismo más apremiantes. El universo cuántico saltó del mundo subatómico y empezó a percibirse en la vida doméstica y cotidiana. Ya nadie sabía, con seguridad, cómo iban a comportarse las cosas. El gato de Schrödinger, que plantea que dos sucesos opuestos pueden tener lugar simultáneamente, pasó a ser el más popular de los animales (mucho más que el ratón Mickey o el Correcaminos). Sobre el dichoso gato se hicieron cómics, libros juveniles, camisetas, varias películas (una de la Disney) y una serie de televisión, aunque algunos capítulos no pudieron emitirse porque la óptica de las cámaras no funcionó como se esperaba que hiciera.

Todo cambió y ya nada fue igual. Poca gente se atrevía a subir en avión ante el temor de que sus alas no acataran la ecuación de Bernoulli, los barcos naufragaban por doquier sin mostrar el más mínimo respeto hacia el principio de Arquímedes, el Binomio de Newton fallaba una de cada tres veces, los escolares hacían chuflas y coplillas satíricas con el triángulo de Pitágoras, y el teorema de Bolzano pasó a ser usado en las tertulias como gag. Cuatro años después del evento de Naperville, las Academias de la lengua procedieron a suprimir el vocablo “certeza” de sus diccionarios. Prever las cosas basándose en la experiencia fue desde entonces un ejercicio de ciencia-ficción.

Me preguntarán si desde que la naturaleza ha reivindicado su aleatoriedad y su innegociable anarquía, el Hombre ha sido más infeliz. No sabría qué decir. Supongo que nos hemos adaptado. Vivimos agazapados en espacios cercanos, nuestra movilidad es casi nula, morimos de maneras distintas, ahora los accidentes absurdos son habituales y nadie sabe si el agua del grifo saldrá hacia arriba o hacia abajo cuando nos acercamos a beberla. Hay días –por citar un ejemplo- en los que el sol no se ha molestado ni en salir.  

Respecto a mí, sigo respirando y eso basta. Mi cuerpo hará lo que considere y yo no podré impedirlo, pero así, más o menos, era –creo- también como se comportaba antes del derrocamiento de las leyes. Miro por las ventanas cada vez con menos miedo, y me pregunto si el tiempo también se habrá declarado en rebeldía. Luego me tumbo en mi cama, cierro los ojos y pienso en los sabios antiguos, cuando, reunidos ante una escogida selección de sus pupilos, decían con solemnidad ritual aquello de: “envejecer es la prueba viva del triunfo del espíritu sobre la materia”.

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