El
23 de abril de 2019, por primea vez, y contraviniendo la sacrosanta Ley de
gravitación universal, una pelota lanzada por un muchacho de Spitak (Armenia),
continuó su trayectoria sin caer al suelo, a un metro y medio de altura, durante
varios kilómetros. La pelota en cuestión se adentró en un bosque próximo y se
le perdió la pista unos veinte minutos después. La noticia salió en los
periódicos locales como una curiosidad, pero a los pocos días el canal youtube
mostró un video del inexplicable suceso grabado con un móvil y en menos de una
hora las redes sociales estaban inundadas con lo que parecía ser un acto de
brujería, o también –dijeron- un simple truco visual hecho con alguna aplicación.
Cuatro
meses más tarde, en una cafetería de Valparaíso (Chile), una mujer que merendaba
con sus amigas pudo percibir cómo su café, ya servido en la taza, lejos de
enfriarse lentamente hasta alcanzar su punto de equilibrio con la temperatura
ambiente, se fue calentando cada vez más hasta rozar la ebullición. En aquel
momento se pensó que sería por algún efecto raro de la sacarina.
Hubo
que esperar dos años más para que la comunidad científica prestara a estos
sucesos la atención que merecían. Era evidente que algo estaba pasando. Así, el
12 de noviembre de 2021, un niño de la escuela primaria James Madison de Naperville
(Illinois), sumó dos más dos y le dio cinco. Naturalmente, al principio, el
profesor entendió que se trataba de un error en el cálculo, muy habitual en
niños de esa edad, pero tras repetir la operación, el resultado obtenido
persistió. Revisaron la cuenta varias veces y ahí estaba, era correcto. Por
primera vez en la Historia, dos y dos sumaban cinco. No había duda, la Ciencia
había chocado contra algo.
Reuniones
y congresos al más alto nivel se sucedieron en los meses siguientes. Físicos,
químicos, matemáticos, los premios Nobel vivos y las mentes más preclaras de
ambos hemisferios trataron de buscar una explicación a la avalancha de noticias
que llegaban día tras día de diversos lugares del planeta, en los que la
realidad parecía haberse declarado en rebeldía contra las leyes de la
naturaleza. O es que, tal vez, no eran sus
leyes. Eran nuestras, no suyas, leyes enunciadas por el Hombre para
explicar el mundo e impuestas luego a éste sin consultarle ni pedirle parecer.
Después de todo, esas leyes están basadas en la minuciosa observación de una
perseverante repetición. La manzana caerá al suelo –decimos- porque ha ocurrido
así una y otra y otra y otra vez desde que se tiene memoria, pero ¿acaso eso garantiza
que siempre vaya a ser así? Por lo visto no, y había llegado el momento de tomar
conciencia de ello.
Lo
que sucedió desde entonces ya lo saben. El principio de incertidumbre de
Heisenberg pasó a ser la Biblia para todo. Las ciencias exactas se fueron
deshaciendo como azucarillos, dando paso al posibilismo y al relativismo más
apremiantes. El universo cuántico saltó del mundo subatómico y empezó a
percibirse en la vida doméstica y cotidiana. Ya nadie sabía, con seguridad, cómo
iban a comportarse las cosas. El gato de Schrödinger, que plantea que dos
sucesos opuestos pueden tener lugar simultáneamente, pasó a ser el más popular
de los animales (mucho más que el ratón Mickey o el Correcaminos). Sobre el
dichoso gato se hicieron cómics, libros juveniles, camisetas, varias películas
(una de la Disney) y una serie de televisión, aunque algunos capítulos no
pudieron emitirse porque la óptica de las cámaras no funcionó como se esperaba
que hiciera.
Todo
cambió y ya nada fue igual. Poca gente se atrevía a subir en avión ante el
temor de que sus alas no acataran la ecuación de Bernoulli, los barcos
naufragaban por doquier sin mostrar el más mínimo respeto hacia el principio de
Arquímedes, el Binomio de Newton fallaba una de cada tres veces, los escolares
hacían chuflas y coplillas satíricas con el triángulo de Pitágoras, y el
teorema de Bolzano pasó a ser usado en las tertulias como gag. Cuatro años
después del evento de Naperville, las Academias de la lengua procedieron a
suprimir el vocablo “certeza” de sus diccionarios. Prever las cosas basándose
en la experiencia fue desde entonces un ejercicio de ciencia-ficción.
Me
preguntarán si desde que la naturaleza ha reivindicado su aleatoriedad y su innegociable
anarquía, el Hombre ha sido más infeliz. No sabría qué decir. Supongo que nos
hemos adaptado. Vivimos agazapados en espacios cercanos, nuestra movilidad es
casi nula, morimos de maneras distintas, ahora los accidentes absurdos son
habituales y nadie sabe si el agua del grifo saldrá hacia arriba o hacia abajo
cuando nos acercamos a beberla. Hay días –por citar un ejemplo- en los que el
sol no se ha molestado ni en salir.
Respecto
a mí, sigo respirando y eso basta. Mi cuerpo hará lo que considere y yo no podré
impedirlo, pero así, más o menos, era –creo- también como se comportaba antes
del derrocamiento de las leyes. Miro por las ventanas cada vez con menos miedo,
y me pregunto si el tiempo también se habrá declarado en rebeldía. Luego me
tumbo en mi cama, cierro los ojos y pienso en los sabios antiguos, cuando,
reunidos ante una escogida selección de sus pupilos, decían con solemnidad
ritual aquello de: “envejecer es la prueba viva del triunfo del espíritu sobre
la materia”.
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