Supe
de la existencia de Noroh tarde, muy tarde, después de un millón de frases, de
un trillón de letras, después de varios miles de comas y puntos. Más o menos.
Lo descubrí en un libro viejo que no había leído (y que sigo sin leer),
recostado y dormido entre dos sílabas de la palabra “Renacimiento”.
Noroh
es un duende raro, solitario, medio apócrifo, poco o nada citado en los
cuentos. Hay quien dice que viene del Norte, que lo trajeron los vikingos,
escondido en sus relatos y ficciones, otros dicen que es un subproducto de la
modernidad, emergido de los mitos incandescentes de la aldea global. Sea como
sea, existe, yo lo sé. Es el duende que habita en los espacios que hay entre
las palabras, ya sean escritas, habladas, o incluso pensadas. Fabrica pequeños
silencios allá donde no los hay y ensancha los que ya existen. Abre sus
pequeños brazos entre los sonidos o las tintas, alejando las letras y las
sílabas entre sí, generando pausas de extensión variable, que cada cual usa ya
como mejor considere.
Noroh
me contó que en el amanecer de los tiempos, los hombres no separaban las
palabras al hablar, sino que arrojaban sus discursos como un bloque único y
confuso. Las ideas y los verbos se entremezclaban en un totum revolutum y sólo
podían ser comprendidos con la ayuda de los gestos y las miradas. Noroh empezó
entonces a introducir entre ellos los espacios y las treguas, haciendo que los
pensamientos respiraran un poco, fluyendo con algo más de sentido, y así vino a
nacer el lenguaje que hoy conocemos.
También
me dijo que su labor no sólo se limita al lenguaje de los hombres, también se
ocupa de las cosas. Me explicó, por ejemplo, que las nubes no son sino las
palabras que usa el cielo para comunicarse con la tierra. Y los espacios entre
ellas obedecen así a un plan perfectamente trazado, satisfaciendo un ritmo, un
orden. Pues bien, él es el arquitecto de ese cambiante mural de gris y blanco que
ningún humano ha sabido interpretar hasta la fecha, pero que esconde un sinfín
de claves para comprender el sinuoso curso de los acontecimientos naturales.
Pero
si hay algo que Noroh sabe hacer como nadie. Algo en lo que es un auténtico
virtuoso, es en la fabricación de los silencios incómodos. Ésa es, sin duda
alguna, su obra maestra.
Cuentan
algunas leyendas que Noroh los creó para vengarse de la verborrea insufrible de
los hombres, de su manifiesta incapacidad para escucharse, de la estéril
superposición de vocablos gritados, de su irritante tendencia a convertir las
conversaciones en jaulas de grillos. Noroh se situó entonces en el hueco de
algunas palabras, y extendió sus brazos con fuerza hasta que las alejó tanto
que se desconectaron unas de las otras. Tanto, que hicieron innecesaria su
continuidad, naciendo así esa absurda y violenta extensión vacía que los seres
humanos no aciertan a administrar y que llamamos genéricamente “silencios
incómodos”.
Desde
entonces, el habla enfermó de estas inexplicables ranuras, de estas grietas por
las que se cuela el frío de la indiferencia y que tanto pueden arruinar
conversaciones como debates, incluso –por qué no- amistades de baja intensidad.
Todo
esto me contó Noroh hace tiempo, el duende que siembra de diminutos silencios
nuestras voces. Me lo contó justo antes de cerrar el libro viejo en el que lo
descubrí, y que, pasando los años y los días, sigo sin haber leído.
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