viernes, 26 de diciembre de 2014

Silencios incómodos


Supe de la existencia de Noroh tarde, muy tarde, después de un millón de frases, de un trillón de letras, después de varios miles de comas y puntos. Más o menos. Lo descubrí en un libro viejo que no había leído (y que sigo sin leer), recostado y dormido entre dos sílabas de la palabra “Renacimiento”.

Noroh es un duende raro, solitario, medio apócrifo, poco o nada citado en los cuentos. Hay quien dice que viene del Norte, que lo trajeron los vikingos, escondido en sus relatos y ficciones, otros dicen que es un subproducto de la modernidad, emergido de los mitos incandescentes de la aldea global. Sea como sea, existe, yo lo sé. Es el duende que habita en los espacios que hay entre las palabras, ya sean escritas, habladas, o incluso pensadas. Fabrica pequeños silencios allá donde no los hay y ensancha los que ya existen. Abre sus pequeños brazos entre los sonidos o las tintas, alejando las letras y las sílabas entre sí, generando pausas de extensión variable, que cada cual usa ya como mejor considere.

Noroh me contó que en el amanecer de los tiempos, los hombres no separaban las palabras al hablar, sino que arrojaban sus discursos como un bloque único y confuso. Las ideas y los verbos se entremezclaban en un totum revolutum y sólo podían ser comprendidos con la ayuda de los gestos y las miradas. Noroh empezó entonces a introducir entre ellos los espacios y las treguas, haciendo que los pensamientos respiraran un poco, fluyendo con algo más de sentido, y así vino a nacer el lenguaje que hoy conocemos.

También me dijo que su labor no sólo se limita al lenguaje de los hombres, también se ocupa de las cosas. Me explicó, por ejemplo, que las nubes no son sino las palabras que usa el cielo para comunicarse con la tierra. Y los espacios entre ellas obedecen así a un plan perfectamente trazado, satisfaciendo un ritmo, un orden. Pues bien, él es el arquitecto de ese cambiante mural de gris y blanco que ningún humano ha sabido interpretar hasta la fecha, pero que esconde un sinfín de claves para comprender el sinuoso curso de los acontecimientos naturales.

Pero si hay algo que Noroh sabe hacer como nadie. Algo en lo que es un auténtico virtuoso, es en la fabricación de los silencios incómodos. Ésa es, sin duda alguna, su obra maestra.

Cuentan algunas leyendas que Noroh los creó para vengarse de la verborrea insufrible de los hombres, de su manifiesta incapacidad para escucharse, de la estéril superposición de vocablos gritados, de su irritante tendencia a convertir las conversaciones en jaulas de grillos. Noroh se situó entonces en el hueco de algunas palabras, y extendió sus brazos con fuerza hasta que las alejó tanto que se desconectaron unas de las otras. Tanto, que hicieron innecesaria su continuidad, naciendo así esa absurda y violenta extensión vacía que los seres humanos no aciertan a administrar y que llamamos genéricamente “silencios incómodos”.

Desde entonces, el habla enfermó de estas inexplicables ranuras, de estas grietas por las que se cuela el frío de la indiferencia y que tanto pueden arruinar conversaciones como debates, incluso –por qué no- amistades de baja intensidad.

Todo esto me contó Noroh hace tiempo, el duende que siembra de diminutos silencios nuestras voces. Me lo contó justo antes de cerrar el libro viejo en el que lo descubrí, y que, pasando los años y los días, sigo sin haber leído.

 

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