Parece lógico pensar que fue observar la
arena lo que le hizo intuir la invencible fortaleza del término infinito.
También la contabilidad imposible de los sucesos del agua y sus vaivenes. La inconstante
orilla, la brisa discontinua. La playa sin dueño. La forma inesperada de un
pequeño mar, protegido con solemne timidez por un cabo que siempre mira hacia
Oriente.
También un faro.
Qué fácil fue entontes, ya al anochecer,
alzar la vista y asomarse al cosmos. Buscar mares en el cielo. Sentir en las
retinas el albedo perturbador de millones de objetos que nos miran desde donde
estuvieron, no ya desde donde están (si acaso existen)
También la luna.
Así, entonces, fue natural rodear su
vida con el manto perenne de los números. También de algunas letras, pero usadas
siempre para reemplazar a otros números. Discutir sistemas, localizar máximos.
También mínimos. Dar valores a x. También a y. Aproximarse a e.
Calcular cuánto cabe en una esfera. Dejarse seducir por el estimulante suspense
de las conjeturas, por la sugestiva solvencia de los teoremas. Por el tranquilizador
reposo de los corolarios (Quod erat demonstrandum)
También los puntos (suspensivos…)
Y finalmente, mirar para siempre por
lentes sucesivas y escuchar la música callada de los cometas. Sentir el pulso incesante
de un ballet de mil constelaciones. Y bailar con ellas. Como hacen la luz, el
espacio y el tiempo.
También los astros.
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