De
las siete grandes verdades del mundo se me negaron las siete, momentos antes de
nacer. Debió producirse un fallo, me dijeron. No suele ocurrir pero a veces
ocurre, se disculparon. Pero lo cierto es que me dejaron salir a la vida, abandonado
a mi suerte, desarmado de certidumbres, y obligado a buscar permanentemente entre
los pliegues de la existencia los postulados que cualquier otro ser tiene
incorporados gratuitamente desde que la luz agita por primera vez sus pupilas.
Recuerdo mi infancia más dura que
para el resto de mis compañeros. Mientras ellos evolucionaban rectamente por
las vías de la sabiduría, mis avances eran arrítmicos, imprevisibles, renqueantes.
Me detenía a reflexionar sobre las piedras, sobre algunos árboles y respiraba
el aire ambicioso de los mares, cuando debí hacerlo sobre determinados bosques,
en las bocas de cuevas señaladas, o en ciertos cauces de arroyos protegidos por
la luna. Mis maestros se apiadaban de mí. Pobre niño, se decían. Le negaron
todo, ¿no hay nada que se pueda hacer?, y movían la cabeza de una lado a otro
con la mirada caída hacia los suelos.
Mi madre debía advertir de mi tara
antes de llevarme a cualquier escuela, de integrarme en cualquier colectivo.
Ocurrió algo, no sabemos qué, y mi hijo nació como un humano antiguo, con la
cabeza llena de preguntas, señalaba avergonzada. ¿Es posible?, preguntaban. Qué
terrible. Nadie diría que hoy en día suceden cosas así. Pobre muchacho.
Después de muchas gestiones,
súplicas y quejas, mis padres logaron que me fueran incorporadas tardíamente
dos de las siete verdades. Tan sólo dos, pero fueron las menos importantes: el
sentido de la vida y la finalidad última de la existencia. El proceso además no
fue fácil. Tendría ya unos veinticinco años y a esas alturas era ya un
inadaptado. Un tullido.
Tras asumir las dos grandes verdades,
nuevas para mí, mi vida cambió poco, la verdad. Mis pensamientos se volvieron
más certeros, no lo negaré. Mis inquietudes sobre el cosmos y la trascendencia
del alma se vieron iluminadas por argumentos de perfil más sólido, pero en la
práctica seguía siendo un mutilado de nacimiento, un ser antiguo, carente de
cinco de las siete grandes verdades, un hombre de otros tiempos, como escupido
por los siglos más oscuros, aquellos en que, según nos cuentan, las personas –pobres
infelices- se interrogaban sobre cosas tan básicas como qué ocurre después de
la muerte, cual es la naturaleza profunda de la materia, qué es la realidad y
cómo podemos conocerla, qué son los números, o si existe o no existe Dios.
Entenderán
ahora la soledad a la que me condena este grado mío de primitivismo, este
cúmulo infinito de limitaciones, esta incurable y embrionaria tosquedad
intelectual.
Si al menos tuviera acceso a otra verdad, a una sola más. Pero ya no es
posible. Es tarde. Lo sé, la saben. Lo sabemos. Soy un ser vulgar, asolado por
preguntas respondidas hace cientos de años. La Historia nos enseña que incluso
entonces, en los tiempos de las incertidumbres, había hombres felices. Sabemos
que los había. Dejaron testimonio. ¿Podré ser yo alguna vez como ellos? Lo
dudo. Me temo que solo me queda aferrarme a mis dos grandes pequeñas verdades,
impenetrables para aquellos lejanos hombres felices, y cobijarme en ellas como
hacen los niños entre las mantas de sus primeras conclusiones, maldiciendo, eso
sí, el fallo imperdonable que me condenó para siempre a la más intensa y
duradera de las ignorancias.
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