Hubo
quien dijo que era el miedo a que el fin mundo le sorprendiera dejándolo con
una palabra en la boca. Hubo quien señaló que se trataba de un temor irreductible
a que sus frases cayeran al vacío antes de abrirse paso entre las líneas y las
voces. Hubo incluso quien habló de dislexia, de cuadros de estrés verbal, de
pánico a no comunicar sus ideas a tiempo para que el aire las transportara como
pájaros a cielo abierto.
Pero
no, nada de eso fue lo que le ocurría. Vicente fue un niño de lo más normal,
estudioso y aplicado. Su aversión a los detalles superfluos tenía un origen
mucho más profundo. Escribía con caligrafía exquisita, propia de un monacal amanuense,
abriéndose paso en la blancura de los cuadernos como quien lleva un machete
para desbrozar la hostilidad del medio. Las letras fluían con continuidad
hipnótica, escoltadas por cimbras de márgenes idénticos, mimadas por los
espacios y los trazos, como quien lleva a un niño de la mano por una senda
insegura. Pero al término de sus discursos, coherentes y elaborados como un
tratado escolástico, escribía con letra nerviosa: “con tildes”.
Vicente
solía decir que las tildes –aun siendo necesarias- no eran suficientemente
valiosas como para ralentizar los razonamientos de nada ni de nadie, no tenían
tanto poder, y que era mejor –él decía: más práctico- dejarlas sin poner, y que
los destinatarios las resolvieran y asignaran todas al final, invitados por esa
sentencia breve e inequívoca que clausuraba las hojas. El contenido, el
pensamiento, las supera en rango –le gustaba explicar justificándose-; las
tildes deben esperar. Así cada cual, lector atento o pasajero, interesado o distraído,
afectado o indiferente, podía –si lo estimaba oportuno- ponerle tildes a las
palabras que las necesitaran, y completar con ello la irregular cadencia de sus
acentos más íntimos.
Aquello
fue el principio de una persistente fidelidad hacia la esencia de las cosas, de
una innegociable observancia del núcleo de los sucesos y las meditaciones. Una
casi obsesiva tendencia a priorizar los hechos y sus paradigmas. Lo menos
importante, siempre al final. Por ello, Vicente hablaba a las gentes con mayor
rapidez que ningún otro contertulio. Sus razonamientos penetraban como un
bisturí entre los nichos de las conversaciones, colonizando sin asaltos los
silencios del lenguaje, anteponiendo siempre las palabras a las cosas. Eso sí, toda
vez que concluía su disertación, sin excepción alguna, sentenciaba: “con tildes”.
Una
vez, siendo ya un hombre anciano y respetado por muchas más razones que las
derivadas de su edad, Vicente se cruzó con un joven. Era uno de esos jóvenes emergidos
de las entrañas mismas de la actualidad. Un digno producto de nuestro tiempo. Ágil
de gesto, impaciente de actitud, inquieto en su oratoria, demasiado nervioso
para el pulso sugerido por su reloj. Puede que demasiado nervioso para el pulso
sugerido por cualquier reloj.
Enséñame
a comunicarme más rápido que los demás, le dijo el joven. Muéstrame la fórmula.
Trato de despojar a mis frases de todo cuanto las entorpezcan, expulso de mis
sílabas toda distracción, pero no logro la magia de la continuidad. ¿Cómo puedo
hacer?
Vicente
entonces lo miró sereno, algo apenado por la precipitación de la arenga, y la falta
absoluta de disciplina verbal que mostraba aquel muchacho, y le dijo: Nunca
tortures las verdades por su importancia. La velocidad del mensaje tiene más
que ver con el interés de quien escucha que con el impulso de quien lo emite.
Tardé mucho en aprender eso, y me temo que tú, joven impaciente, tardarás aún
más en aprenderlo (con tildes).