A la
niña Albita le pusieron ese mote porque era delgadita y pálida como si al
despertarse, un duende malo le sacara un litro de sangre todas las mañanas. La
niña Albita no era callada, era silenciosa; mucho más frágil que débil; y más
que tímida, era invisible. Ojos claros y un poco saltones que nunca miraban al
frente, como si el sentido de su vida lo esperara encontrar enredado en algo
que se le hubiera caído por el suelo. El pelo liso, y tan negro que pareciera
pintado en los pozos profundos en los que nace la noche.
Escuchar,
escuchaba, pero hablar, lo que se dice hablar, hablaba muy poco: hola, adiós, hace frío, me duelen los
brazos, hoy no iré a jugar... Andando los años, su rostro fue escondiéndose
del mundo, ayudado por su pelo negro que hacía como de telón cerrándose al
término de una función teatral sin aplausos.
Las
leyendas y mitos terroríficos que asolaban las imaginaciones de los
adolescentes hicieron rápidamente un hueco a la niña Albita. Era perfecta. Todo
cuadraba. Cuando alguien contaba la historia de la niña de la curva, todos
pensaban en ella. Todos la imaginaban así, tal cual era, como un espectro blanquecino,
apareciéndose en el giro de la carretera donde una noche sin fecha ni año
conocidos, alguien muy malo la atropelló y se dio a la fuga. Y desde entonces
pasó a ser la niña de la curva, un espíritu prisionero del olvido que
aterroriza con su sola presencia a los viajeros.
Al
principio, para no herirla, la llamaban así cuando no estaba delante, pero poco
a poco, al intuir que le era indiferente, empezaron a usar el mote en su
presencia. Y ella callaba.
La
historia de la niña Albita podría haber sido una de esas historias de venganza.
Como en esas películas de terror, en las que el ser vulnerable y machacado, el
apestado, el marginado, obtiene finalmente su compensación infligiendo dolor y
tormento a quienes lo hicieron objeto de sus burlas. Pero no, ésta historia no
es así. La niña Albita –la niña de la curva, como la llamaban- vivió al margen
de todo, en su refugio de silencio negro y cristal blanco, hasta que se fue.
Pasó por el instituto como un ave que se nos cruza camino del bosque, y después
desapareció. Con el tiempo, sus antiguos compañeros, hoy casados, con hijos,
uno contable, otra peluquera, dos en paro, otro enfermero, otra esposa y madre
ejemplar, otro monitor de tiempo libre... cuando se reúnen una vez (más o
menos) cada uno o dos años, tras la puesta al día pertinente (salud, familia,
novedades significativas), se agarran a sus recuerdos escolares para contar y
recontar cien veces las mismas anécdotas, y siempre hay alguno –no falla- que
pregunta: ¿oye, y sabéis qué fue de la niña de la curva?, ¿cómo era que se
llamaba...?, ¿Ana... o Alba, creo, no?... sí, Alba, Albita se llamaba. Y todos
hacen el mismo gesto de no saber nada. Simplemente desapareció. Y es en ese
momento cuando recuerdan entre risas varias de sus historias, la describen,
cada vez más caricaturizada y más terrorífica, y la sitúan en algún episodio
tronchante en el patio, en el pasillo, o en la clase de Roberto, el profe de
Física, al que le llamaban el Joker, porque siempre se estaba como riendo y
nadie sabía de qué.
Pero
cada año, cuando eso ocurre y recuerdan a la niña de la curva – a la niña
Albita-, sus risas van apagándose antes, y una cierta vergüenza interior asoma
por algún sitio y dejan de hablar de ella. De un tiempo a esta parte, siempre
hay alguno que termina diciendo algo así como “la verdad es que nos pasábamos
un montón” y cada vez son más los que responden que sí, que lo que hicieron no
estuvo bien. Por alguna razón, a todos les gustaría saber qué fue de ella pero
se le perdió el rastro.
Han
pasado casi cuarenta años desde que dejaron el instituto y el ritual de cenas y
cañas por los viejos tiempos se mantiene. Ahora, uno de los que estaba en paro
trabaja en Jazztel, la peluquera se separó y el monitor de tiempo libre tuvo
que operarse de la espalda, hay más fotos de hijos que enseñar, algunos bebés,
otros de ocho o diez, y algunos ya más mayores. “¡Cómo ha crecido!”, “mira qué
rico!”, “es igualito que tú”, etc. Y el que es contable ha sacado una tablet y
ha enseñado sus fotos de familia, fotos del verano en Mallorca. Su mujer, su
hijo pequeño Daniel, de nueve años, y su hija Clara de trece, que es muy
blanquita de piel, y morena de pelo, y muy delgada, con los claros ojos un poco
saltones, y de semblante algo triste, frágil... Todos la miran. “¡Qué mayor
está ya!”, “Dentro de nada a la universidad”. Y el contable, tan orgulloso,
guarda su tablet, y beben, comen y charlan como siempre. Pero ya nadie ha
peguntado más por la niña de la curva.
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