Tres
eran sus carceleros. A uno de ellos, el del turno de noche, apenas lo veía,
pero con los otros dos acabó teniendo un cierto trato. El beneficio de esta
relación era mutuo, aunque los límites estaban claros para todos. Con uno de
ellos, el más delgado -fumador empedernido-, sólo se podía hablar de fútbol y
de coches, lo que no era poco. Al otro, alto y fuerte, le costó más comunicarse.
En los cinco primeros años apenas consiguió sacarle una docena de monosílabos y
frases cortas. Pero un día, mientras esperaban en el patio a que repararan la
cisterna, el guardia gigantón, apoyado en la tapia y mirando hacia arriba como
quien pide llover, habló de la forma caprichosa de las nubes y sin querer
empleó un sinónimo de la palabra “belleza”. Enseñó que era humano y el
prisionero supo agarrar el cabo suelto y tirar poco a poco de la madeja. Con
ritmo irregular pero siempre en la misma dirección sus diálogos escuetos fueron
dando lugar a pequeñas conversaciones sobre la naturaleza, la vida, las
mujeres. A las pocas semanas dieron por fin con un gran tema en común: la Música.
Cierto que el recluso había sido un profesional del sector
antes de... y el guardián un simple aficionado, pero el trasvase de reflexiones
sobre autores, obras y versiones se convirtió en el más recurrente de sus lugares comunes.
- Creo que no me resultaría difícil
convencer a los de arriba para que le
dejasen tener una radio en la celda, aunque estaría preparada sólo para las
emisoras de música. Por intentarlo...
- No debe hacer eso, aunque le
agradezco su buena intención. Escuchar música real me acercaría a un mundo que
no puedo tener. Sería para mí un tormento. Nada de radios. Se lo agradezco.
El guardián asintió sereno ante el
peso de la argumentación.
- Sin embargo, puestos a solicitar
algo, hay una cosa que sí podría hacer por mí. Creo que no es incompatible con
las normas. Me refiero a ayudarme a escuchar la música en mi cabeza.
- ¿En su cabeza?... creo que no le
entiendo... ¿Y cómo podría hacer eso?
- Me refiero a la música escrita, a
las partituras. Sé que no puedo tener libros, pero una partitura no es
exactamente un libro. Son notas y más notas. Si me pudiera proporcionar alguna
yo podría leerla y recrear la música en mi mente. ¡Haría mis propias versiones!
lo que es bastante ambicioso ¿no cree?
El guardián hizo la consulta y al cabo
de tres semanas se le permitió suministrar partituras al recluso. Salían de la Biblioteca del
Conservatorio municipal. Aunque eran las más usadas y viejas, todavía eran legibles
y prefirieron regalarlas antes que tirarlas.
- Elige siempre que puedas las de las
obras más largas: óperas, oratorios, grandes sinfonías. Quiero que el estruendo
retumbe en mi interior. Además, son muchas horas las que ocupar: mejor músicas
largas que cortas.
De este modo, mes a mes, el recluso fue
recibiendo gruesos tomos con las más grandes creaciones de la historia de la música,
reestrenándolas en su imaginación como si estuvieran naciendo en ese momento,
para al día siguiente comentarlas con su entusiasta proveedor. Éste, seducido
por el relato y la descripción de cada obra, compraba el disco y lo escuchaba
en casa, saboreando cada frase, cada detalle, cada sección como nunca antes
había experimentado. Su afición a la música maduró de manera extraordinaria,
hasta el punto de acabar rebatiendo y debatiendo las observaciones del maestro prisionero.
Pasaron los años y entre los estrechos
y cada vez más grises muros de la celda se programaron, silenciosas, sinfonías
de Mahler y Sibelius, óperas de Verdi, Mozart o Britten, poemas de Liszt y
Strauss, libros de madrigales de Monteverdi, ciclos completos de Brahms y
Schubert... Era el teatro-auditorio más pequeño y escondido del mundo, pero,
con diferencia, el más productivo.
- Tristán
e Isolda ¡qué agradable sorpresa! Una ópera enorme, y voluminosa como puede
verse. Justo lo que necesitaba ¿Sabía usted que en el tercer compás Wagner hace
uso de un “acorde prohibido”? Una novena sin preparación que golpeó el sistema
tonal imperante como una china en el parabrisas de un coche.
- ¿Un sólo acorde puede hacer eso?
- Supongo que plantearlo tan al
comienzo era una declaración de intenciones. La Música estaba cambiando.
Beethoven hizo algo parecido con el primer acorde de su Primera Sinfonía:
comienza, sin previo aviso, con un inestable y vacilante acorde de séptima que
rápidamente resuelve en una salvífica octava. Pero no fue lo mismo, claro está.
Lo de Wagner dolió más. Los cambios, si han de ser duraderos, implican dolor.
Así son las cosas.
Durante casi una semana, recluso y
guardián paladearon y descifraron el laberinto del Tristán hasta las fronteras del llanto. El uno, recogido en su clausurado
mutismo de lectura interior, el otro en su casa, extasiado frente a los
altavoces de su confortable salón con chimenea.
- Mañana me darán la partitura de Fidelio. Al menos eso me han prometido;
luego se retrasarán, como siempre. El bibliotecario no tiene ninguna prisa.
- Lógico ¿por qué habría de tenerla?
Nosotros tampoco la tenemos ¿no? ¿Fidelio
dices? ¡Qué ironía! Dile al bibliotecario que le agradezco mucho lo que hace.
No le apremies.
Al día siguiente, sin embargo, el bibliotecario
cumplió. Con su libro de Beethoven bajo el brazo el guardián llegó a la prisión
con la puntualidad habitual, ansioso por sumergirse esta vez en la única ópera
compuesta por el genio de Bonn. La ambulancia en la puerta le dio la pista.
Cuando entró en la celda estaban bajando el cadáver. El recluso había podido
llegar finalmente a anudar una sábana al aburrido barrote del ventanuco, sirviéndose
de los libros de partituras apilados contra el muro, y empujando con el pie el
último volumen, dejar caer su cuerpo a plomo. La compuerta de su improvisado
cadalso no fue otra que el grueso y denso Tristán,
que quedó reventado en el suelo, abierto por la primera página, mostrando el doloroso
acorde Fa-Si-Re#-Sol#.
Tras el breve y reglamentario sepelio,
la pequeña celda quedó clausurada a la espera de un nuevo inquilino. El director
de la cárcel no puso objeciones al guardián melómano -el alto y fuerte-, quien
pidió poder llevarse toda aquella música en papel. Se trataba de una
extraordinaria colección de sonidos impresos, encriptados en un complejo
sistema de puntos, letras y líneas. Notas y más notas. Cuando llegó a su casa se
detuvo un instante tras la ventana y miró el cielo. No había nubes. Luego bajó
todos los libros al sótano y los guardó en un gran baúl, junto con los discos
que tanto habían arropado sus oídos durante esos años. Nunca lo volvió a abrir.