lunes, 23 de diciembre de 2024

Mil estrellas y otras tantas mil palabras

 


Me ofrecieron la regencia de mil estrellas en la costelación de Hydra, pero rechacé la púrpura imperial por razones fundamentalmente logísticas: necesitaría 250.ooo vidas para que la luz que está saliendo ahora de su astro más cercano llegara, reposadamente, ante mis ojos.

Me tentaron con la idea de gobernar con un poder absoluto en un espacio de dimensiones extrasensoriales, 3% de la bóveda celeste y cuyo pasado profundo es visible desde ambos hemisferios. Pero necesitaría más de mil palabras, tan solo para nombrar cada una de mis provincias, y otras tantas para otorgarles capitales y prefecturas. También me desanimó la más que probable ausencia de súbditos a quienes liderar.

Me llamaron entonces para ofrecerme la presidencia de una estrella binaria, una república de átomos de helio, ubicada en un discreto brazo de la estructura de Halo, asentada ya en nuestra misma galaxia. La gestión de tan singular dominio me daría -sin duda- prestigio y solvencia vital ante mis semejantes, pero su naturaleza se me antojaba oscura, incomprensible, dispersa, y decliné de nuevo el encargo.

En un último intento por seducir mi vocación rectora, me invitaron entonces a ser coadministrador de un planeta intermedio, con valles profundos y tormentas casi permanentes, situado tras el solemne ábside del Cinturón de Kuiper. Mis funciones responderían a una suerte de protectorado en el que mis decisiones deberían ser, en todo caso, consensuadas con el poder local. A su favor, la cercanía y la cautivadora vivencia de modificar cosas que se pueden ver ahora, y no dentro de mil siglos. En su contra, el miedo a equivocar mi destino nuevamente.

Accedí.

Por delante me esperan ceremonias, firmas, protocolos y tomas de posesión en una esfera de color rojizo de la que apenas sé el nombre. En mi futuro inmediato me aguardan una gobernanza imprevisible, insospechadas formas de dialogar con la existencia y un nuevo balcón palaciego desde el que contemplar las un poco más cercanas mil estrellas que en su día rechacé, y para las que hubiera necesitado mil palabras que ya nunca llegaré a pronunciar.   


miércoles, 11 de diciembre de 2024

El acorde de Tristán

 


La celda tendría unos cuatro metros por tres, y estaba pintada de un blanco gastado, un blanco con legítimas aspiraciones de gris, como el de los hospitales de esas películas románticas de enfermeras y soldados heridos en la Primera Guerra Mundial. Disponía de una silla de hierro algo deformado y una pequeña mesa, ambas ancladas al suelo; un lavabo, un retrete y una cama baja, más mullida de lo que uno pudiera imaginar dadas las circunstancias. No había espejo ni estantes, sí un calendario con fotografías de animales. Casi pegado al techo, inaccesible en todo caso, un ventanuco de un palmo cuadrado para regenerar el aire, sin vistas ni luces de ningún tipo, atravesado por un barrote enfermo de aburrimiento. Le servían dos comidas al día más un líquido caliente por las mañanas que los guardias insistían en llamar café. El agua del lavabo era potable, aunque su consumo estaba limitado. Un día de cada tres lo llevaban a ducharse, y uno de cada dos lo sacaban media hora a un patio no mucho más grande en el que podía verse el cielo. Su situación era de aislamiento total y en los catorce años que estuvo encerrado no conoció a ningún otro recluso.

Tres eran sus carceleros. A uno de ellos, el del turno de noche, apenas lo veía, pero con los otros dos acabó teniendo un cierto trato. El beneficio de esta relación era mutuo, aunque los límites estaban claros para todos. Con uno de ellos, el más delgado -fumador empedernido-, sólo se podía hablar de fútbol y de coches, lo que no era poco. Al otro, alto y fuerte, le costó más comunicarse. En los cinco primeros años apenas consiguió sacarle una docena de monosílabos y frases cortas. Pero un día, mientras esperaban en el patio a que repararan la cisterna, el guardia gigantón, apoyado en la tapia y mirando hacia arriba como quien pide llover, habló de la forma caprichosa de las nubes y sin querer empleó un sinónimo de la palabra “belleza”. Enseñó que era humano y el prisionero supo agarrar el cabo suelto y tirar poco a poco de la madeja. Con ritmo irregular pero siempre en la misma dirección sus diálogos escuetos fueron dando lugar a pequeñas conversaciones sobre la naturaleza, la vida, las mujeres. A las pocas semanas dieron por fin con un gran tema en común: la Música. Cierto que el recluso había sido un profesional del sector antes de... y el guardián un simple aficionado, pero el trasvase de reflexiones sobre autores, obras y versiones se convirtió en el más recurrente de sus lugares comunes.

          - Creo que no me resultaría difícil convencer a los de arriba para que le dejasen tener una radio en la celda, aunque estaría preparada sólo para las emisoras de música. Por intentarlo...

         - No debe hacer eso, aunque le agradezco su buena intención. Escuchar música real me acercaría a un mundo que no puedo tener. Sería para mí un tormento. Nada de radios. Se lo agradezco.

          El guardián asintió sereno ante el peso de la argumentación.

          - Sin embargo, puestos a solicitar algo, hay una cosa que sí podría hacer por mí. Creo que no es incompatible con las normas. Me refiero a ayudarme a escuchar la música en mi cabeza.

             - ¿En su cabeza?... creo que no le entiendo... ¿Y cómo podría hacer eso?

          - Me refiero a la música escrita, a las partituras. Sé que no puedo tener libros, pero una partitura no es exactamente un libro. Son notas y más notas. Si me pudiera proporcionar alguna yo podría leerla y recrear la música en mi mente. ¡Haría mis propias versiones! lo que es bastante ambicioso ¿no cree?

          El guardián hizo la consulta y al cabo de tres semanas se le permitió suministrar partituras al recluso. Salían de la Biblioteca del Conservatorio municipal. Aunque eran las más usadas y viejas, todavía eran legibles y prefirieron regalarlas antes que tirarlas.

          - Elige siempre que puedas las de las obras más largas: óperas, oratorios, grandes sinfonías. Quiero que el estruendo retumbe en mi interior. Además, son muchas horas las que ocupar: mejor músicas largas que cortas.

          De este modo, mes a mes, el recluso fue recibiendo gruesos tomos con las más grandes creaciones de la historia de la música, reestrenándolas en su imaginación como si estuvieran naciendo en ese momento, para al día siguiente comentarlas con su entusiasta proveedor. Éste, seducido por el relato y la descripción de cada obra, compraba el disco y lo escuchaba en casa, saboreando cada frase, cada detalle, cada sección como nunca antes había experimentado. Su afición a la música maduró de manera extraordinaria, hasta el punto de acabar rebatiendo y debatiendo las observaciones del maestro prisionero. 

          Pasaron los años y entre los estrechos y cada vez más grises muros de la celda se programaron, silenciosas, sinfonías de Mahler y Sibelius, óperas de Verdi, Mozart o Britten, poemas de Liszt y Strauss, libros de madrigales de Monteverdi, ciclos completos de Brahms y Schubert... Era el teatro-auditorio más pequeño y escondido del mundo, pero, con diferencia, el más productivo. 

          - Tristán e Isolda ¡qué agradable sorpresa! Una ópera enorme, y voluminosa como puede verse. Justo lo que necesitaba ¿Sabía usted que en el tercer compás Wagner hace uso de un “acorde prohibido”? Una novena sin preparación que golpeó el sistema tonal imperante como una china en el parabrisas de un coche.

          - ¿Un sólo acorde puede hacer eso?

          - Supongo que plantearlo tan al comienzo era una declaración de intenciones. La Música estaba cambiando. Beethoven hizo algo parecido con el primer acorde de su Primera Sinfonía: comienza, sin previo aviso, con un inestable y vacilante acorde de séptima que rápidamente resuelve en una salvífica octava. Pero no fue lo mismo, claro está. Lo de Wagner dolió más. Los cambios, si han de ser duraderos, implican dolor. Así son las cosas.

          Durante casi una semana, recluso y guardián paladearon y descifraron el laberinto del Tristán hasta las fronteras del llanto. El uno, recogido en su clausurado mutismo de lectura interior, el otro en su casa, extasiado frente a los altavoces de su confortable salón con chimenea.

          - Mañana me darán la partitura de Fidelio. Al menos eso me han prometido; luego se retrasarán, como siempre. El bibliotecario no tiene ninguna prisa.

          - Lógico ¿por qué habría de tenerla? Nosotros tampoco la tenemos ¿no? ¿Fidelio dices? ¡Qué ironía! Dile al bibliotecario que le agradezco mucho lo que hace. No le apremies.

          Al día siguiente, sin embargo, el bibliotecario cumplió. Con su libro de Beethoven bajo el brazo el guardián llegó a la prisión con la puntualidad habitual, ansioso por sumergirse esta vez en la única ópera compuesta por el genio de Bonn. La ambulancia en la puerta le dio la pista. Cuando entró en la celda estaban bajando el cadáver. El recluso había podido llegar finalmente a anudar una sábana al aburrido barrote del ventanuco, sirviéndose de los libros de partituras apilados contra el muro, y empujando con el pie el último volumen, dejar caer su cuerpo a plomo. La compuerta de su improvisado cadalso no fue otra que el grueso y denso Tristán, que quedó reventado en el suelo, abierto por la primera página, mostrando el doloroso acorde Fa-Si-Re#-Sol#.

          Tras el breve y reglamentario sepelio, la pequeña celda quedó clausurada a la espera de un nuevo inquilino. El director de la cárcel no puso objeciones al guardián melómano -el alto y fuerte-, quien pidió poder llevarse toda aquella música en papel. Se trataba de una extraordinaria colección de sonidos impresos, encriptados en un complejo sistema de puntos, letras y líneas. Notas y más notas. Cuando llegó a su casa se detuvo un instante tras la ventana y miró el cielo. No había nubes. Luego bajó todos los libros al sótano y los guardó en un gran baúl, junto con los discos que tanto habían arropado sus oídos durante esos años. Nunca lo volvió a abrir.