De ninguna manera sabría aproximarme ya al
tribunal implacable de los pozos. Trasladarme a los sótanos ingenuos de mis
juegos, convencido -como estaba- que eran torres, protegidas por algún tipo de
gigante desterrado de la cara más oculta de la luna.
Porque aquel globo metálico llegado desde
el cielo era mi parque, mi mundo tatuado de geografía confusa, un reino esmaltado
de océanos sombríos, continentes negruzcos, un ecuador malgastado, y volcanes hambrientos
donde esconder mis canicas. Me gustaba ascender a la estepa siberiana para
sentarme a fumar mi pipa de burbujas asteroides, que se desintegraban -creo que
por efecto del viento- al acercarse a los circos acechantes del Himalaya.
Recuerdo con nitidez la cara de aquel
hombre, bombero la mayor parte de su tiempo, héroe sin dudarlo de la causa y de
su sueldo, que usó su mano tendida para separarme de la esfera, jugándose el
todo por el todo, y maldiciendo los ecos de la guerra que dejó allí -años
atrás- el infernal artefacto, ahora mi planeta, mi universo.
No me consta si el ruido del instante alcanzó
la frontera de las gentes, si paralizó sus relojes tanto como el mío, si el
fuego efusivo reemplazó los átomos de aire circundante, o el alcance exacto de
las ondas de mi estrella. No me consta. Pero sí recuerdo sentirme ganador un poco
antes, allá en mi cima, con mi helado de vainilla, mi jersey de rombos tristes
y mis ojos blancos de niño victorioso, porque aquel segundo fui más fuerte de
lo que nunca fui. Porque fui más alto que en el más generoso de mis sueños.
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