Setecientos escalones más al sur del
quirófano donde me extirparon el miedo, me detuve a descansar del ruido
incesante que produce el silencio plegado sobre sí mismo. Apoyado sobre un
saliente anecdótico del muro, permanecí quieto, casi estático, con el fin de no
incomodar a las calladas piedras y sus penínsulas.
Para cuando empezó la arrebatada
coreografía de sombras y discrepancias que, como el canto de los condenados,
apenas se siente si no estás próximo, yo ya estaba nuevamente en camino, apretando
el paso, con la vista puesta en los primeros milímetros del futuro.
Así es cómo me encontré con ellas, una
cuerda de almas, atadas unas a otras por la cintura, para evitar que alguna se
desplomara hacia el abismo de la virtud y hubiera entonces que sacarla de la
fila y recomponer toda la catenaria de desahucios.
Miles de veces escuché hablar de aquel exilio
uniformado de rostros rotos, de esa peregrinación hacia el infierno a la que se
puede uno sumar pero nunca restar. Leyendas de creyentes – pensé -, chifladuras
de chamanes y clérigos interesados. Pero apenas me acerqué, la columna aminoró
su paso para hacerme un hueco mientras una mano fría me anudaba la cuerda como
una mecha al explosivo. Nadie se interesó por mis causas ni mis culpas. Nadie
me preguntó por mi proceso. Cada uno rumiaba lo suyo sin poder escupir ya nada.
¿Y el perdón? – pregunté yo- ¿no existe
entonces?
Silencio.
¿Y el perdón? – pregunté de nuevo
Alguien desde atrás lanzó su voz contra
mí, como repitiendo un estribillo memorizado a golpes:
Podrás compensar tus errores con
acciones. Tiempo habrá. Tiempo tendrás.
¿Y qué tiempo es ese? ¿son días, semanas,
meses? ¿No serán los siete años que anunciaron los libros sagrados?
No lo son – dijo la voz-, son setenta veces
siete.