Sin tiempo ni espacio para hacer hervir
las moléculas de los relojes, la luz de las bombillas apagadas se refugió
nuevamente en los tejados.
Sin tiempo ni espacio para que la voz preponderante
de los niños pudiera resucitar en los parques y los pasillos, la luz
intermitente de sus almas se recogió nuevamente en un libro de sueños enigmáticos.
Sin tiempo ni espacio para que una
docena de meditaciones inconexas treparan por las paredes perpendiculares de la
vigilia, la luz de las botellas apiladas se contrajo nuevamente hasta formar un
sótano de vanidades.
Sin tiempo ni espacio para percibir los
ecos de la nada… el silencio tomó el relevo de la vorágine y arrojó su manta enmudecida
sobre las almas inmóviles de los locuaces.
Pero bajo el abrigo paralizante de los
tejados oscuros, los libros de los sueños, los sótanos vanidosos y las almas detenidas,
un rumor maldito, singular y permanente, golpea innegociable el tiempo y el
espacio de unos oídos agotados.
Un canto disfónico de sirenas escondidas,
que por ser interior y secreto, en nada altera el conticinio oficial de las
noches reincidentes.