El
trastorno de Austin-Harper es una enfermedad rara. Muy rara en realidad. La
sufre una de cada 200.000 personas. Yo sufro la enfermedad de Austin-Harper.
Bueno, diría que quien más la sufre es la gente que me rodea. Yo la tengo pero,
sin duda, las personas que conviven conmigo son quienes la padecen.
Los
enfermos del Austin-Harper sentimos un impulso irrefrenable de manipular los
objetos hasta romperlos. Encontramos un inexplicable deleite en provocar su
colapso funcional, pero sin tener intención alguna de destruirlos. Simplemente
inutilizarlos de algún modo.
Debe
su nombre al primer paciente diagnosticado, Jason Austin, un joven canadiense
nacido en 1941 y al psiquiatra que lo trató Robert L. Harper. Siendo niño, el
pequeño Jason solía girar y girar los botones de la radio del salón hasta que
escuchaba el “clac” característico de la rotura. Al principio, consideraron
aquello travesuras propias de un niño, pero cuando se hizo mayor, su gusto por
hacer lo mismo con la manecilla de los relojes o con algunos electrodomésticos,
alarmó a sus padres y lo llevaron al médico. Durante la consulta, Jason deshilachó
el forro de su asiento y desenroscó algunas piezas de la camilla. Preguntado
por la razón de su comportamiento se limitó a contestar: no he podido
resistirme. El doctor Robert L. Harper, de la Universidad de Indiana, que en
aquellos años trabajaba con trastornos mentales vinculados a las autolesiones
se interesó por el caso y comenzó a ocuparse de él. A día de hoy se desconocen
sus causas y no existen grupos de riesgo aparentes. Estamos, en principio,
repartidos por todos lados sin orden ni concierto, aunque de los países del
Tercer Mundo no hay casi estadísticas. Ni siquiera se ponen de acuerdo en si se
trata de un trastorno o un síndrome. Los datos son poco fiables. Su diagnóstico
puede confundirse con brotes de vandalismo en determinados grupos sociales, o
con el sabotaje como reacción ante ciertos estímulos represores. Aunque
nosotros no mostramos agresividad ni violencia. No hay subvenciones ni
especialistas de prestigio que se ocupen de este cuadro. Tampoco fundaciones ni
organizaciones que financien investigaciones rigurosas. Estamos solos.
Respecto
a mí, el diagnóstico fue, como en la mayoría de los casos, tardío. De niño
rompía los juguetes. Pero no era significativo: todos los niños lo hacen.
Recuerdo mi primera calculadora. Mientras otros compañeros de clase disfrutaban
multiplicando dos números y dándole al signo = para ver cómo el resultado
crecía de manera exponencial, yo encontraba un inquietante placer en presionar
el lado de las teclas hasta que las sacaba de su sitio. Introducía clips o
palillos por cualquier orificio que encontraba en un aparato, ya fuera un
secador de pelo o un ordenador. Quitar las pilas del mando a distancia de la
tele y hurgar en los puntos de conexión hasta dejarlos inoperativos era para mí
algo instintivo. Actuaba antes de que la sensatez doblegara mi primera y
compulsiva voluntad.
Un
día –tendría yo unos doce años- vinieron unos jóvenes universitarios al colegio
a promocionar el Cubo de Rubik. Nos repartieron uno cada uno. Mientras los
demás manipulaban aquel cuerpo cromático, especulando con los colores y los
cuadrados para completarlo, yo no pensaba más que en el modo de lograr que no
pudiera girar. Apretaba con fuerza el cubo al voltear sus caras para escuchar
ese ruido bendito de las piezas interiores rozándose y presionándose unas a
otras, anunciando su su inminente fractura. Todo era plástico. No me fue
difícil colapsar sus engranajes, como quien estrangula unos pobres intestinos
indefensos. Cuando se lo devolví al chico se limitó a decir: ¿pero tú qué has
hecho?, ¡te lo has cargado!. Todos rieron. Pero yo no, yo no me reí. Aquel artilugio
que tan de moda se puso ese año, había dejado de interesarme en ese preciso
instante.
De
los años de internamiento en el Centro Psiquiátrico Philippe Pinel tengo
recuerdos dispares. Sé que al principio me trataron con medicamentos muy
fuertes que me dejaban medio dormido todo el día. También me daban clomipramina.
Luego vinieron las terapias de grupo con cleptómanos, ludópatas,
tricotilómanos, incluso algunos pirómanos (con uno de ellos entablé cierta
amistad; me dijo cosas muy interesantes sobre el fuego y su superioridad frente
a los otros tres elementos, pero no es éste el momento ni el lugar de contarlas).
Hablábamos y hablábamos, cada uno narraba su experiencia y nos insistían en
acentuar, ante todo, nuestra empatía.
Desde
que salí hace tres años mi vida está muy controlada. No puedo quedarme mucho
tiempo sólo y mucho menos si hay máquinas o aparatos a mi alcance. Mi hermano
suele bromear diciéndome que alguien como yo no hubiera tenido precio en la
Guerra Fría. “Imagina la que hubieras liado en un silo de misiles del bloque
enemigo”, repite siempre, aunque luego añade “mejor no saberlo, una máquina
rota puede reaccionar de cualquier forma”.
Me
preguntan a veces si soy consciente de mi trastorno. Si cuando veo algo que
pueda romper me paro a pensar en el perjuicio que causaré si lo hago. La
respuesta es sí, soy consciente, pero en ocasiones me resulta imposible
reprimirlo. Lo peor es que una vez que lo he estropeado, el placer que me ha
reportado hacerlo desaparece y me siento vacío de nuevo. Es sólo el proceso de
manipulación lo que me atrae, la búsqueda de ese ansiado instante en el que un
pequeño ruido, un chasquido, o cualquier síntoma de desconexión, me informa de
que ese aparato ya no podrá funcionar como es debido. ¿Quitar la vida a algo
que no la tiene es tan malo?
Una
vez leí que crear utilidad es uno de los estímulos más notables del ser humano
y que eso nos hace sentirnos de algún modo poderosos, y también, por extensión,
útiles. Me pregunto si desandar ese camino y convertir lo útil en inútil, en
forzar una depreciación fatídica y fulminante, si obligar a las cosas a
recuperar su estado primitivo, a esconderse en su potencia y prohibirles ser
acto, no me regala igualmente a mí una cierta dosis de poder. Después de todo,
soy algo así como la negación del progreso, un acelerador de la devaluación que
todo cuanto existe experimenta de forma más o menos lenta, la contrafuerza al
avance tecnológico que tanto enorgullece a nuestra civilización.
Por
eso soy un peligro andante y entiendo que me recluyan. Que me aíslen. Que me
inutilicen. Mis manos ya han roto demasiadas cosas ahí fuera. Deberían dejar
que rompiera ya sólo las mías.